Día
gélido ayer, 5 de febrero. Un día climatológicamente duro, de esos que caracterizan a cualquier
periplo medianamente largo. Y el nuestro lo va siendo. Volvimos a Alicante, la
ciudad donde iniciamos el camino que nos anuda, que aún conserva algunas
referencias reconocibles –pocas- de aquella epifanía: el mercado central, la
avenida de Alfonso el Sabio, la calle Castaños, el bar Guillermo… justo donde
nos detuvimos para comer. Quizá este nuevo regreso y mi propensión fantasiosa
me evocan una de las metáforas de la vida más bellas que conozco. No obstante,
que Grecia vuelva a estar de moda probablemente tampoco sea circunstancia ajena
a tal ocurrencia. Aunque, más allá de la lamentable coyuntura que atraviesa, es
país que siempre está de moda, por mil razones: porque le debemos buena parte de
nuestras señas identitarias y porciones inconmensurables de nuestros acervos
culturales, porque sus gentes nos enseñaron decenas de maneras de entender la
vida y centenares de palabras que nos permiten entendernos, porque nos regala el
azul único del mar Egeo y el eco milenario de referencias imprescindibles como Mileto,
Halicarnaso, Pericles, Éfeso, Alejandría, Thales… ¿Acaso son imaginables nuestras
vidas sin el legado griego?
Lamentablemente,
hoy el país está en boca de todos por la mala cabeza de sus gobernantes y por otras
cosas que se nos escapan a la mayoría. Pero ello no resta un punto de
intensidad a la admiración que siento por esa tierra y sus gentes que, aún cuando
atraviesen estados tan lamentables como el actual, siempre conservan algo que
me inclina a venerarlos. Más allá de mi limitada simpatía hacia lo que
representan Alexis Tsipras y su
ministro Varoufakis no dejo de apreciar
sus arrestos para desafiar a la todopoderosa “troika” y para desarrollar una opera prima de gobierno con forma de periplo
europeo que se asemeja a una nueva odisea, que espero y deseo que acabe con alguna
dicha.
Entre
los muchos griegos a los que tengo devoción, hay uno que admiro desde el primer
verso que le leí, como si de un héroe mitológico se tratase. Su nombre es Constantino Kavafis. En mi opinión, uno de sus poemas ofrece probablemente una de las
metáforas de la vida más brillantes que se han escrito. Un himno que todos
conocemos: Ítaca. La oda que musicó magistralmente Lluís Llach, que remeda como
ninguna otra glosa el azaroso viaje de regreso a casa que emprendió Ulises tras
la guerra de Troya. Yo creo que nuestro periplo vital, personal y profesional
se asemeja un poco a ese retorno que recrea Kavafis. Una travesía larga y
diversa, a veces difícil y en ocasiones placentera, a ratos gratificante y en
otros onerosa, siempre permanentemente inacabada. Un periplo jalonado de estadios
y experiencias, sustancias y anécdotas, gozos y sufrimientos… que van pergeñando
un relato que ofrece aristas y trazos curvos, arideces y umbrías, llanos y
repechos. Un itinerario moldeado por encuentros y desencuentros, por ausencias
y presencias, por olvidos y remembranzas, por aprendizajes y también por
ignorancias. Un periplo que tiene objetivos, referencias y utopías porque tiene
razón de ser por sí mismo.
Parte
de ese periplo es el peregrinaje que en los últimos tiempos nos hemos propuesto
interpretar en clave de itinerario geográfico. Una travesía plural, que unos
días recala entre los márgenes de piedra seca que esconden los recovecos moriscos
de la Serrella, junto a una venta o un campo de olivos. Otros nos invita a varar
nuestra particular barcaza en una playa plácida y oropelada, mecida por los mejores
tornasoles mediterráneos. Una marcha que a veces se adentra en los corredores del
Vinalopó, donde la tierra y la climatología se hacen más ásperas y nos
recuerdan que la vida existe más allá de los paradisiacos huertos de palmeras
que nos acogen y embrujan en otras ocasiones.
A veces
no puedo evitar preguntarme: ¿por qué estamos aquí?, ¿qué hace que concurramos
tan contumazmente a estos encuentros? Una vez más las respuestas las encuentro
en el poema. Más allá de las magníficas escalas que jalonan el camino, por
encima de cual sea su destino imaginado, lo que nos ha amalgamado y nos cementa
es la convicción de nuestra fortuna por tener la oportunidad de recorrerlo
juntos, todavía, en la plenitud de aventuras y conocimientos, sin temer a nada porque
mantenemos firme y elevado nuestro pensamiento y nuestras convicciones. Estamos
persuadidos de que jamás encontraremos Lestrigones, Cíclopes ni Poseidones porque son ajenos a nuestras almas, más dadas
a desperezarse en mañanas estivales, visitando puertos recoletos y mercados
repletos de sencillas mercancías y caldos voluptuosos.
No
ansiamos llegar a Ítaca porque deseamos disfrutar del camino, de su longitud y
de su belleza. Y por eso no apuramos el viaje, y queremos hacerlo duradero.
Ítaca nos dio hace muchos años la oportunidad de emprender una travesía que ha
hecho de nosotros quienes somos. Cuando lleguemos a ella lo comprenderemos.
Solamente una palabra.
ResponderEliminar" maravilloso"