viernes, 6 de febrero de 2015

Crónicas de la amistad: Alacant (8).

Día gélido ayer, 5 de febrero. Un día climatológicamente duro, de esos que caracterizan a cualquier periplo medianamente largo. Y el nuestro lo va siendo. Volvimos a Alicante, la ciudad donde iniciamos el camino que nos anuda, que aún conserva algunas referencias reconocibles –pocas- de aquella epifanía: el mercado central, la avenida de Alfonso el Sabio, la calle Castaños, el bar Guillermo… justo donde nos detuvimos para comer. Quizá este nuevo regreso y mi propensión fantasiosa me evocan una de las metáforas de la vida más bellas que conozco. No obstante, que Grecia vuelva a estar de moda probablemente tampoco sea circunstancia ajena a tal ocurrencia. Aunque, más allá de la lamentable coyuntura que atraviesa, es país que siempre está de moda, por mil razones: porque le debemos buena parte de nuestras señas identitarias y porciones inconmensurables de nuestros acervos culturales, porque sus gentes nos enseñaron decenas de maneras de entender la vida y centenares de palabras que nos permiten entendernos, porque nos regala el azul único del mar Egeo y el eco milenario de referencias imprescindibles como Mileto, Halicarnaso, Pericles, Éfeso, Alejandría, Thales… ¿Acaso son imaginables nuestras vidas sin el legado griego?

Lamentablemente, hoy el país está en boca de todos por la mala cabeza de sus gobernantes y por otras cosas que se nos escapan a la mayoría. Pero ello no resta un punto de intensidad a la admiración que siento por esa tierra y sus gentes que, aún cuando atraviesen estados tan lamentables como el actual, siempre conservan algo que me inclina a venerarlos. Más allá de mi limitada simpatía hacia lo que representan Alexis Tsipras y su ministro Varoufakis no dejo de apreciar sus arrestos para desafiar a la todopoderosa “troika” y para desarrollar una opera prima de gobierno con forma de periplo europeo que se asemeja a una nueva odisea, que espero y deseo que acabe con alguna dicha.

Entre los muchos griegos a los que tengo devoción, hay uno que admiro desde el primer verso que le leí, como si de un héroe mitológico se tratase. Su nombre es Constantino Kavafis. En mi opinión, uno de sus poemas ofrece probablemente una de las metáforas de la vida más brillantes que se han escrito. Un himno que todos conocemos: Ítaca. La oda que musicó magistralmente Lluís Llach, que remeda como ninguna otra glosa el azaroso viaje de regreso a casa que emprendió Ulises tras la guerra de Troya. Yo creo que nuestro periplo vital, personal y profesional se asemeja un poco a ese retorno que recrea Kavafis. Una travesía larga y diversa, a veces difícil y en ocasiones placentera, a ratos gratificante y en otros onerosa, siempre permanentemente inacabada. Un periplo jalonado de estadios y experiencias, sustancias y anécdotas, gozos y sufrimientos… que van pergeñando un relato que ofrece aristas y trazos curvos, arideces y umbrías, llanos y repechos. Un itinerario moldeado por encuentros y desencuentros, por ausencias y presencias, por olvidos y remembranzas, por aprendizajes y también por ignorancias. Un periplo que tiene objetivos, referencias y utopías porque tiene razón de ser por sí mismo.

Parte de ese periplo es el peregrinaje que en los últimos tiempos nos hemos propuesto interpretar en clave de itinerario geográfico. Una travesía plural, que unos días recala entre los márgenes de piedra seca que esconden los recovecos moriscos de la Serrella, junto a una venta o un campo de olivos. Otros nos invita a varar nuestra particular barcaza en una playa plácida y oropelada, mecida por los mejores tornasoles mediterráneos. Una marcha que a veces se adentra en los corredores del Vinalopó, donde la tierra y la climatología se hacen más ásperas y nos recuerdan que la vida existe más allá de los paradisiacos huertos de palmeras que nos acogen y embrujan en otras ocasiones.  

A veces no puedo evitar preguntarme: ¿por qué estamos aquí?, ¿qué hace que concurramos tan contumazmente a estos encuentros? Una vez más las respuestas las encuentro en el poema. Más allá de las magníficas escalas que jalonan el camino, por encima de cual sea su destino imaginado, lo que nos ha amalgamado y nos cementa es la convicción de nuestra fortuna por tener la oportunidad de recorrerlo juntos, todavía, en la plenitud de aventuras y conocimientos, sin temer a nada porque mantenemos firme y elevado nuestro pensamiento y nuestras convicciones. Estamos persuadidos de que jamás encontraremos Lestrigones, Cíclopes ni Poseidones  porque son ajenos a nuestras almas, más dadas a desperezarse en mañanas estivales, visitando puertos recoletos y mercados repletos de sencillas mercancías y caldos voluptuosos.

No ansiamos llegar a Ítaca porque deseamos disfrutar del camino, de su longitud y de su belleza. Y por eso no apuramos el viaje, y queremos hacerlo duradero. Ítaca nos dio hace muchos años la oportunidad de emprender una travesía que ha hecho de nosotros quienes somos. Cuando lleguemos a ella lo comprenderemos.

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