martes, 11 de febrero de 2025

Nada es lo que parece

En mis conversaciones con algunos amigos emergen, de vez en cuando, flecos alusivos a la situación socioeconómica y política del país, de Europa y del mundo. Entonces, compartimos perplejidades que nos sumen en la confusión. En semejantes tesituras, nos preguntamos cómo es posible que ciertas ideas, aparentemente disparatadas y retrógradas, por injustas y extemporáneas, propulsen algunas de las opciones políticas que tienen mayor impacto actualmente en el mundo occidental, e incluso más allá. No logramos entender como propuestas crueles y abominables, que son bien (?) conocidas porque no hace demasiados años que fueron desterradas de lo que pudiera denominarse la galaxia democrática, reaparecen con la virulencia que lo están haciendo y reciben, además, un apoyo ferviente y militante por parte de amplios sectores de la población con edades, ideologías y extracciones sociales diversas, y con caracteres raciales, niveles socioeconómicos y procedencias geográficas dispares.

Pocos años atrás, hubiésemos despachado estos asuntos con escuetos o displicentes comentarios del tipo: «Bueno, son cosas de los americanos», entendiendo por tales a determinados estereotipos, generalmente pobladores del medio oeste, que nuestros ojos y entendederas perciben y juzgan como personas con limitadas capacidades intelectuales, nula cultura y vidas superficiales y anodinas, amigas de tradiciones y patrioterías casposas, que trasudan las rudezas e inequidades del ansiado y truculento «american way of life». Sin embargo, en la actualidad, resulta mucho más comprometido defender esas percepciones y juicios. Porque es difícil creer que una persona como Donald Trump, presidente de los Estados Unidos de América por segunda vez, por mor de los 312 votos electorales logrados en los últimos comicios, que se corresponden con los más de 77 millones de americanos que lo han votado, sea uno de los mequetrefes a los que aludía, aunque lo aparente. Y tampoco me parece que lo sean quienes engrosan la plutocracia de Silicon Valley que lo arropa y lo ha aupado al poder, con la que parece haber pactado embarcar a su país y al mundo entero en una insólita aventura sustentada por un discurso aislacionista, rancio y simplista («America first»), incompatible con los valores democráticos, contrario a los derechos humanos, agresivo con el ecosistema planetario y revestido, en cierto modo, de tintes apocalípticos.

No tengo la menor duda de que este sunami no es precisamente el resultado de una noche de ensoñaciones calenturientas del incombustible Trump, ni de los sueños de grandeza de sus ricachones amigos. Tampoco me parece fruto de la improvisación. Más bien, creo que responde a estrategias bien meditadas y planes cuidadosamente diseñados, sustentados en análisis de ingentes cantidades de datos y en teorías acreditadas sobre la manera de orientar los cambios sociales y políticos, que elaboran y monitorizan influyentes centros de pensamiento ultraconservador, como el America First Policy Institute (AFPI), que ha conseguido colocar a muchos de sus integrantes en puestos de alto perfil de la nueva administración trumpista, o la también prestigiosa Heritage Foundation, otro influyente think tank conservador que está detrás del Proyecto 2025, la controvertida hoja de ruta diseñada para el segundo mandato de Donald Trump.

Actualmente, el análisis de datos es una parte vital para el éxito de los negocios y también para el de las políticas, pues cuando se utiliza de manera efectiva mejora la comprensión de las dinámicas y rendimientos durante un determinado periodo y, consecuentemente, ayuda a tomar decisiones informadas que minimizan los riesgos indeseados. Desde su aparición en 1962, la ciencia estudiosa de los datos ha evolucionado muchísimo. Hoy en día, los expertos disponen de innumerables maneras de recopilarlos, analizarlos y usarlos en una amplia variedad de ámbitos y actividades, mediante la aplicación de investigaciones descriptivas, exploratorias, diagnósticas y predictivas.

Adicionalmente, los think tank mencionados y otros, auspiciados y financiados por instancias gubernamentales, partidos políticos y lobbies, diseñan desde hace años modelos teóricos que identifican y describen el rango de ideas que son consideradas socialmente aceptables en un momento dado. Ese conocimiento es esencial para «orientar» las dinámicas de cambio social, político y cultural, porque proporciona criterios y estrategias para metamorfosearlas y someterlas a los intereses de sus patrocinadores. Sabemos por experiencia que lo que en un determinado momento histórico fue inaceptable, en otro posterior dejó de serlo. Hoy existen instrumentos para analizar y entender cómo se producen esos tránsitos. Me referiré a uno de ellos, que ni es el único ni el mejor, pero me sirve para ejemplificar lo que digo. Me refiero a la llamada «ventana de Overton», que toma su nombre de Joseph Overton, un joven investigador, tempranamente desaparecido, de The Mackinac Center for Public Policy, un think tank norteamericano considerado de tendencia conservadora. Se trata de una teoría política que explica cómo las opiniones públicas sobre ciertos temas pueden cambiar con el paso del tiempo. Pone de relieve cómo algunas ideas que nos parecían imposibles, descabelladas o inmorales pasan a ser aceptadas socialmente y enarboladas por los dirigentes políticos. Eso es justamente lo que me parece que se ha producido en EE. UU. y lo que se pretende impulsar en Europa, empezando por las elecciones alemanas que se celebran este mismo mes.

Joseph Overton contrastó que para cada momento socio-histórico hay un conjunto limitado de políticas que son aceptables para la opinión pública. Por ello, cualquier político que recomiende medidas fuera de ese rango, corre riesgo de perder apoyo popular. Desarrollando su teoría, Overton organiza las políticas según su aceptabilidad en un espectro vertical, desde «la más libre» hasta «la menos libre». Pueden moverse hacia arriba o hacia abajo, lo que significa que pueden transformarse en más liberales o más restrictivas según cambian las opiniones o circunstancias. Para explicar su teoría, utilizó la metáfora de la ventana para transmitir la idea de un espacio bien delimitado, a través del cual podemos mirar unas cosas y no otras. Pero no son las ideas de los políticos, individualmente consideradas, las que determinan qué políticas caen dentro de esta ventana y cuáles quedan fuera de ella, sino las opiniones, valores y creencias predominantes en la sociedad, que son influenciables y sensibles a la acción intencionada de gobiernos, partidos políticos y grupos de presión, que pueden cambiar la percepción sobre las ideas aceptables o inaceptables a través de la persuasión pública, las disposiciones legales o la implementación de políticas concretas.

La ventana de Overton se compone de cinco etapas. Para facilitar su comprensión, partiré de un ejemplo extremo representado por el hecho incontestable de que, actualmente, el acto de consumir carne humana es condenado y visto como inmoral, repulsivo y perturbador en la mayoría de las sociedades. Sin embargo, aunque parezca inimaginable, en teoría, el canibalismo podría moverse dentro de la ventana de Overton y convertirse en una idea aceptable en el discurso político y social a través de la manipulación.

En la primera etapa (De lo impensable a lo radical), el canibalismo está por debajo del nivel más inferior de aceptación de la ventana de Overton. Se percibe como práctica aberrante y contraria a toda norma moral. Pese a ello, algunas voces pueden comenzar a discutir su posibilidad y, aún percibido mayoritariamente como abominable, se empieza a debatir sobre él en contextos científicos donde se considera que no hay temas tabúes y se permiten enfoques objetivos y analíticos del mismo.

En la segunda etapa (De lo radical a lo aceptable), la discusión comienza a ganar relevancia y visibilidad. La idea no se descarta de antemano y empieza a generar interés entre grupos o comunidades no necesariamente científicas. Para despojar al canibalismo de su estigma negativo, se le renombra con eufemismos, como antropofagia o antropofilia. En este contexto, quienes rechazan explorar el tema se consideran fanáticos opuestos al progreso científico.

En la tercera etapa (De lo aceptable a lo sensato) se pretende que la idea se perciba como lógica y justificada. Los expertos y los medios argumentan que la práctica podría ser útil en situaciones humanas extremas, como la escasez de alimentos, o resaltar que ha habido casos de canibalismo a lo largo de la historia, por lo que no era un comportamiento extraño en algunas sociedades. De esta manera, promover el consumo de carne humana como un derecho común podría hacer que la idea parezca sensata. Simultáneamente, se haría hincapié en la importancia de respetar la diversidad cultural y se censuraría a quienes se opusieran a este debate

En la cuarta etapa (De lo sensato a lo popular), el asunto se convierte en un tema central del discurso político. Los medios de comunicación y las RR.SS. empiezan a promoverlo como algo aceptable y hasta positivo. Con el tiempo, esta tendencia empieza a ser considerada como opción viable por un sector significativo de la población. Ya no se ve como una rareza o tabú, sino como una elección personal respaldada por argumentos científicos y culturales.

Finalmente, en la quinta etapa (De lo popular a lo político) se inicia el proceso legislativo para normativizar la idea, en este caso la práctica del canibalismo.

De ese modo, una idea que en principio era impensable e inmoral en todos sus aspectos llega a establecerse en la conciencia colectiva como un derecho, a través de estrategias que pueden cambiar la percepción pública sobre cualquier noción, por disparatada que pueda parecer.

Evidentemente, el canibalismo es una realidad aberrante y extrema que he utilizado para facilitar la comprensión de la propuesta de Overton, pero hay otros muchos asuntos cuya percepción ha experimentado un cambio radical en su apreciación a lo largo del tiempo. Ejemplos perfectamente encuadrables en la ventana de Overton son, por ejemplo, la igualdad de derechos de todos, los discursos antiinmigración, el matrimonio entre personas del mismo sexo, la aceptabilidad de la eutanasia, la violencia de género, la COVID-19, el cambio climático, etc.

La habilidad de los líderes para detectar cuestiones en las que existe una división o perspectiva no mayoritaria latente, y no representada en el debate público, es fundamental. Una vez se descubre un asunto concreto, el político puede forzar la ventana de Overton para introducirlo en la agenda pública sin arriesgarse demasiado, pues cuenta con que este riesgo se traduzca en una masa de apoyo antes dormido o desactivado que acabará por aflorar.

Un ejemplo de lo que digo, específico de nuestro país, es la postura de Vox respecto a la violencia de género. Hasta que no fue cuestionada introduciéndola en la ventana de Overton, era un conflicto grave e incontestable entre la sociedad española. Sin embargo, Vox ha convertido la inaceptable idea de que no se necesitan medidas para frenar la violencia contra las mujeres en un asunto susceptible de ser debatido y replanteado, forzando incluso cambios en el discurso de otras formaciones, como el Partido Popular.

Siguiendo idéntico proceso, Vox ha introducido en la ventana de lo aceptable temas que parecían no tener contestación, como la supresión de las comunidades autónomas, la ilegalización de partidos contrarios a la unidad territorial de España, la supresión de las cuotas de género en las listas electorales o el cierre de las mezquitas.

Para concluir, es evidente que ni la ventana de Overton, ni otras teorías para orientar los cambios sociales y políticos son fórmulas mágicas y sin fisuras. Si los agentes sociales y políticos se posicionan muy lejos del espacio de lo aceptable y no logran mover la ventana hacia su punto de interés, el marco podría acabar rompiéndose y desdibujarse la fotografía. Así pues, seamos reflexivos y no perdamos la perspectiva. Ni Trump ni sus corifeos son ilusos, ni están locos. Saben perfectamente quienes son (pocos), lo que quieren (casi todo) y cómo lograrlo (a cualquier precio). ¿Y nosotros, qué sabemos? Y lo que es más importante, ¿qué estamos dispuestos a hacer para evitarlo?





sábado, 8 de febrero de 2025

Educar en y para la paciencia

«Paciencia» es un cultismo, etimológicamente derivado del vocablo «padecer», proveniente del término latino «pati», que es a su vez herencia del griego «pathos», que significa «sufrir», «soportar». El DRAE ofrece para él siete acepciones, de las que me interesan hoy las cuatro primeras, a saber: 1. Capacidad de padecer o soportar algo sin alterarse; 2. Capacidad para hacer cosas pesadas o minuciosas; 3. Facultad de saber esperar cuando algo se desea mucho; y 4. Lentitud para hacer algo.

Por tanto, puede deducirse que tener paciencia equivale a poseer la capacidad de saber esperar a que los hechos sucedan, sin anticiparse o angustiarse en exceso y sin prorrumpir en alharacas o aspavientos innecesarios. Es una postura activa frente a los acontecimientos que se desea que ocurran, y una actitud alternativa a la apatía, la comodidad o la depresión. La paciencia es, además, uno de los valores primordiales del ser humano, que es necesario para crecer como individuo y para vivir armoniosamente en sociedad. Pese a ello, es una cualidad que no se valora socialmente como se debiera. Las precariedades e inmediateces asociadas a la era digital han deteriorado algunas capacidades básicas de las personas, como la paciencia, la perseverancia, la tolerancia a la frustración o la memoria. Ello y otros factores han impulsado la emergencia de generaciones subyugadas por la inmediación, niños y jóvenes que desconocen o desdeñan sin más el esfuerzo y la perseverancia, que son valores necesarios para alcanzar muchas de las metas que nos proponemos en la vida.

En general, sabemos que la educación es una tarea compleja, que se complica cuando hay que llevarla a cabo con niños que tienen «mucho carácter», que más coloquialmente calificamos de maleducados. Suelen ser chiquillos y muchachos que actúan de manera inadecuada e impetuosa, se expresan con ademanes desmedidos y acostumbran a imponer su voluntad. Sus comportamientos incluyen rabietas, cambios de humor y malos modos, así como dificultades para seguir las instrucciones o respetar las normas que se les dan. Intentan contumazmente hacer lo que les apetece, desentendiéndose de las necesidades de los demás. En fin, desafían a los adultos hasta conseguir lo que desean, pues ni saben afrontar la frustración, ni identifican y gestionan adecuadamente sus emociones, ni las de quienes les rodean.

Cuando se equivocan y no se les da la razón, o se les impide hacer lo que quieren, reaccionan con una ira desmesurada que exteriorizan con rabietas, lloros y destrozos, o con violencia física y verbal. Exigen saber el porqué de las cosas, obtener respuesta inmediata a sus inquietudes y sentir que controlan a los demás. Si no lo consiguen, se enfadan y se muestran irrespetuosos e imprudentes. Y todo ello complica extraordinariamente su vida familiar y social.

Sin embargo, un niño de voluntad firme, o con carácter, no tiene por qué ser una persona mala o maleducada, pues lo que condiciona el desajuste de sus actuaciones y el enfrentamiento continuo con los adultos es su temperamento. Este es la base biológica que influencia la conducta y está condicionado por procesos fisiológicos y factores genéticos. Es innato y, a su vez, es la materia prima sobre la que se modela el carácter a través de la interacción con el entorno y con los demás. De manera que con el temperamento nacemos, porque es la parte instintiva que nos hace reaccionar de determinada manera, que nadie nos enseña. Es un modo espontáneo y natural de reaccionar desde la emoción. Es la capa instintivo-afectiva de la personalidad, sobre la que interactúan la inteligencia, la voluntad y las influencias ambientales a lo largo de la vida, moldeando los rasgos que nos caracterizan y diferencian, nuestra peculiar forma de pensar, de sentir y de actuar. En suma, el temperamento es el sustrato sobre el que construimos nuestro carácter, que no heredamos sino que aprendemos.

Por tanto, en la tarea educativa, es esencial que los adultos (padres y educadores, fundamentalmente) conozcan las características específicas del temperamento de un determinado niño o joven, porque ello les permitirá entender sus reacciones sin perder la serenidad. También es esencial forjar sólidos vínculos con ellos a base de empatizar con sus inquietudes, intentar contagiarles la tranquilidad y dar respuesta a sus necesidades emocionales, En todo caso, las relaciones deben sustentarse en el afecto y el respeto mutuos, elementos que ayudan significativamente a modular progresivamente su comportamiento.

A cuanto antecede debe añadirse que el fulgurante estilo de vida actual, dominante abrumadoramente en las ciudades, donde vive más de la mitad de la población, hace que niños y jóvenes crezcan envueltos en un sinfín de rutinas llenas de actividades y estén gobernados por horarios repletos de planes, que estimulan continuamente prisas e impaciencias. No es necesario insistir en la importancia que tiene la coherencia entre el mensaje que se ofrece a los menores sobre el valor de la paciencia y el que observan y viven, para que puedan integrarlo de manera adecuada y funcional. Algo que en la sociedad globalizada no es nada sencillo. Sin embargo, como sabemos, la vida, además de requerir paciencia, nos obliga a hacer elecciones continuamente. Y debemos observar atentamente lo que nos rodea, ponderar los condicionantes, elegir los objetivos y disponernos a actuar con los recursos disponibles para lograrlos, sabiendo de antemano que toda elección responsable y coherente exigirá esfuerzos y renuncias en el corto plazo, de la misma manera que con toda probabilidad aportará beneficios en diferido.

Llegados a este punto, podemos preguntarnos por qué es importante educar la paciencia, con paciencia. Y la respuesta es categórica: porque esta cualidad permite adquirir de manera concatenada múltiples valores. La paciencia aporta perseverancia, y esta permite adquirir nuevas habilidades, ser creativos y razonar, hasta conseguir los objetivos propuestos. Potenciar la constancia ayuda a forjar personas agradecidas y satisfechas consigo mismas, pues coadyuva a que tomen conciencia del esfuerzo que se requiere para alcanzar las metas y del proceso necesario para conseguirlas. Las personas pacientes se desenvuelven mejor a nivel social porque saben escuchar e intervenir cuando les corresponde, y disfrutar de las interacciones grupales sin que les embargue la desazón o el estrés.

Existen diferentes maneras de favorecer esta virtud, que es un valor que no solo debe trabajarse en la infancia, sino que puede y debe potenciarse a lo largo de la vida. El primer requisito para educar la paciencia es practicarla: el ejemplo es el mejor estimulante de la imitación. El modelo que se ofrece discreta y perseverantemente supera la eficacia de la mejor orden, instrucción o consejo.

Otra estrategia para educar la paciencia es integrarla en las rutinas diarias, como un valor más de la vida, haciendo entender a niños y jóvenes que los turnos y las esperas son parte de la cotidianeidad. No todo puede lograrse de inmediato. Es más, ni siquiera es conveniente que así sea, puesto que muchas aspiraciones escapan a nuestro alcance. Las emociones que genera la espera, como la frustración, la inseguridad o la incertidumbre, deben ser objetivos fundamentales del aprendizaje.

Más aún, es aconsejable que se incorpore con naturalidad al comportamiento cotidiano la expresión, la demostración y la compartición de las emociones que se experimentan. Tanto de las placenteras (alegría, ilusión...), como de las incómodas o desagradables (frustración, miedo, envidia...). Evidentemente, ello requiere práctica, reiteración, toma de conciencia y aprendizaje. Y también exige, obviamente, esfuerzo continuado y paciente por parte de los adultos que guían y orientan a niños y jóvenes. Porque ello les obliga a ofrecer disponibilidad, escucha y validación de sus emociones, a  acompañarlos incondicionalmente y a ser ejemplos de conductas adecuadas a cada situación.

No lo olvidemos, patientia est mater omnium virtutum.



miércoles, 5 de febrero de 2025

Crónicas de la amistad: La Vila (56)

Los seres humanos forjamos y gozamos la amistad a nuestra imagen y semejanza. Quizá, por ello, es como nosotros: antigua, bella, compleja, sugerente, poderosa, polivalente. Un afecto temido por algunos y deseado por todos, ya que, como dijo Aristóteles, nadie quiere vivir sin amigos, pues no en vano es uno de los mayores activos que ofrece la vida, una regalía a caballo entre la prosa y la poesía, entre lo propio y lo ajeno, entre lo vivido y lo imaginado.

En todos los tiempos, la amistad ha sido considerada como elemento estructural de la vida, como una dimensión sustancial de las personas. Hoy continúa siendo un asunto muy relevante en cuanto que es pieza clave para alcanzar el mayor de los logros humanos –la vida feliz–, como refrendan investigaciones recientes que ratifican la relación existente entre felicidad y amistad.

Tanto desde la perspectiva antropológica como desde la psicológica se considera que los amigos son esenciales para el desarrollo personal. Pero, además, la amistad tiene gran relevancia en el ámbito social por su potencial para impulsar la innovación, la pulsión creativa y la cohesión. Así pues, es indiscutible el papel primordial de la relación amistosa y por ello debiera ser promovida, cultivada y respetada a nivel individual y colectivo. Y, puesto que transciende los límites del mero vínculo privado y es factor esencial para lograr la plenitud individual y el progreso social, debiera ser objeto de mayor atención por parte de filósofos, politólogos y sociólogos.

La amistad ha sido una de las materias injustamente olvidadas por la filosofía y las ciencias humanas y sociales en el mundo occidental. Es a partir de los años setenta del pasado siglo cuando ciertas disciplinas académicas retoman su interés por ella. Un resurgir que se produce fundamentalmente en el ámbito anglosajón, cuyos investigadores ponen el foco en sus dimensiones social y política. De ahí que, por un lado, aborden las relaciones humanas (sexuales, familiares y comunitarias); y por otro, teoricen sobre el concepto de «amistad cívica», noción que algunos proponen como base para la convivencia social y como marco para una democracia renovada que, superando el individualismo, se oriente al aseguramiento del cuidado y el bienestar de los otros.

Algunos círculos intelectuales valoran la amistad como una realidad que desafía abiertamente la antropología subyacente a la economía neoliberal. Para sus adeptos, es precisamente su carácter esencialmente gratuito y desinteresado el rasgo que la preserva del alcance de las leyes del mercado, la abstrae de la lógica del llamado coste-beneficio y la erige en un bastión probatorio de que existen enfoques alternativos para repensar la propia vida y la convivencia social.

Pero, más allá de su relevancia académica, el resurgimiento del interés por la amistad responde especialmente a su naturaleza vital. Como recordó Emilio Lledó al recibir el XVIII Premio Internacional Menéndez Pelayo (2004), «de entre las muchas palabras dañadas y maltratadas, quiero destacar la palabra amistad, porque necesitamos volver a pensarla y, sobre todo, a sentirla». De manera que el deseo de amistad, del que ya dijo Aristóteles que surgía con facilidad, de alguna forma permanece vivo en nuestra sociedad. Y aunque los grandes filósofos le han dedicado estudios y reflexiones importantes, lo cierto es que casi siempre se ha considerado, injustamente, un asunto menor.

Pese a todo, es un tema inequívocamente actual por un doble motivo. Por una parte, porque es un asunto atemporal; y por otra, porque su propia existencia pone frente al espejo al malogrado proyecto moderno, asentado en una concepción de la persona como individuo autónomo, sostén de una sociedad que ha ido virando desatinadamente hacia una comunidad esencialmente mercantilista. De modo que, si la modernidad impulsó la subjetividad y la individualidad, la contemporaneidad ha ido abriendo paso a una nueva sensibilidad intelectual, artística y social, focalizada en la alteridad. Ello no es sino la consecuencia de la toma de conciencia de que la herencia liberal incluye facetas vitales y sociales en las que el individualismo ha fracasado estrepitosamente.

Actualmente, no son pocos los pensadores que insisten en que la realización del ser humano está íntimamente vinculada a las relaciones personales, sustentadas en principios como la confianza, el sentido de pertenencia y la calidad de los vínculos. Aspectos que entroncan con los ingredientes de la amistad, una relación que es inequívocamente igualitaria, electiva y libre, y que está vinculada con la democracia, pues los principios de igualdad y libertad constituyen la esencia de esta forma de gobierno. Así pues, este es un asunto recurrente en algunos trabajos académicos contemporáneos, a los que tal vez dedique alguna atención en el futuro.

En todo caso, además de la relación existente entre amistad y felicidad personal, no olvido las recomendaciones de un colega estudioso de la amistad, Robin Dunbar, al que me he referido en otras ocasiones. En su libro Amigos: el poder de nuestras relaciones más importantes (2023), analiza cómo nos relacionamos y cómo estas relaciones nos cambian. Explica que la calidad de nuestra red de amigos afecta a nuestra salud, llegando a afirmar sarcásticamente que «junto a dejar de fumar, lo mejor que podemos hacer para aumentar nuestra esperanza de vida es tener una buena red de amigos». De modo que la amistad se revela así como una especie de bálsamo de fierabrás que, al beberse, sana de cualquier herida real o imaginada y disipa cualquier mal que nos aqueje. De ahí que hoy hayamos acordado concurrir en La Vila, capital histórica de la comarca a lo largo de siglos y siglos, para consumir sin recato generosas escancias del preciado bálsamo.

El «meeting point» estaba fijado en la cafetería del hotel CENSAL, en la arteria principal del municipio, a las 12:30 horas. Allí estaban puntualmente Alfonso, procedente de Benilloba, y Luis Gómez y Antonio García, que se habían desplazado en el «trenet» desde Alicante. A los demás nos ha surgido un imprevisto en esta ciudad que ha retrasado nuestra llegada. Hoy, eran notorias las ausencias de Pascual, convaleciente de un agudo e inoportuno catarro, y de Elías, que pronto hará un trienio que se marchó. Cómo se añora a quienes acostumbran a comer a nuestro lado, aunque los recuerdos sean cada vez más imprecisos y arbitrarios. Sí, lo mismo nos acordamos de sucesos insignificantes que olvidamos los cruciales. Muchos son evocaciones mutiladas y hasta retorcidas, que regresan dolorosamente escasas y hacen que nuestras vidas se reduzcan a párvulos mapas con pocos accidentes geográficos. Pues bien, entre estos enredos discursivos y los habituales chascarrillos, reunidos finalmente todos en el bar cervecería Calavera, conocido de otras ocasiones, hemos despachado un somero piscolabis comprensivo de una sepia a la plancha exquisita y unas albóndigas memorables, bien regadas con abundante cerveza y alguna copa de Ramón Bilbao. Sin más preámbulo, hemos ido a buscar los vehículos para desplazarnos a las inmediaciones del puerto vilero.

Tomás había hecho la comanda en El Nàutic, un establecimiento familiar y señero, regentado por Antonio y Sergio, con una larga historia culinaria a sus espaldas, que, como dije en otra ocasión, es una referencia en la preparación de especialidades de la gastronomía vilera, con su peculiar «comida del mar» a base de productos procedentes de la pesca artesana. Entre sus platos más acreditados destacan «els polpets amb orenga», la «pebrereta», «l’arròs amb ceba», «l’arròs amb espinacs», «l’arròs amb llampuga» y el «caldero de peix», que era el protagonista de hoy. Sergio nos había preparado un próvido aperitivo incluyente de almendras fritas, alioli casero, excelsas hueva y mojama de bonito y una espléndida gamba roja a la plancha. Todos ellos manjares soberbios con una calidad excepcional y una elaboración esmerada. Para rematar tan suculento preámbulo, se ofrecía como plato principal el «caldero», que algunos han cambiado por solomillo bien guarnecido con papas y verduras a la plancha. El caldero se ha servido en dos tiempos, como manda la tradición: primero el guiso de pescado, que en esta ocasión incluía lubina, dorada, denton, rape y chopa. Mientras lo disfrutábamos, Sergio ha preparado con su caldo un imperial arroz «a banda». De postre nos han servido un combinado de naranja natural, dátiles deshuesados y bizcocho con chocolate, que ha puesto dignísimo contrapunto a un menú memorable, sin exageraciones. Aunque, ciertamente, no esperábamos menos de Tomás, el anfitrión por antonomasia.

Como es habitual, mientras despachábamos los cafés y las copas de rigor, hemos concluido el ágape con el acostumbrado concierto. Una vez más, amenizaron la sobremesa la voz y los acordes que Antonio desgranaba en su guitarra, que hacían rememorar otros tiempos. Particularmente, me recordaron por momentos a dos grandes divas, apodadas ambas «damas de los pies descalzos»: la octogenaria peruana Susana Baca, y su coetánea caboverdiana Cesária Évora, que se marchó hace algunos años. Ambas cruzaron los escenarios con sus pies desnudos y cantaron piezas inolvidables con guiños cómplices a sus raíces africanas y a la conexión con la Tierra, y también a la solidaridad con los desamparados, las mujeres y los niños. Si el punto melancólico de la voz de Cesária subraya lo emocional en sus canciones, el elegante estilo vocal de Susana ayuda a percibir la profunda influencia de los ritmos africanos en la música caribeña y sudamericana.

Metafóricamente, una vez más, me pareció que Antonio se desnuda vocalmente cuando canta, ofreciendo siempre, sin reservas, su portentosa voz y sus enérgicos acordes, que unas veces pone a disposición de la pervivencia de la música popular de su tierra ilicitana y otras remedan los cantares de otros admirados cantores, y hasta en ocasiones enriquecen los poemas musicados de vates inmortales. En unas y otras tonadas percibo los ecos del lejano espíritu rebelde y reivindicativo de su juventud. De hecho, creo no equivocarme al pensar que suscribe plenamente algunas frases que pronunció Susana Baca, como aquella que asegura que «el pueblo caminando por las calles, pidiendo sus derechos, es la canción más hermosa que se puede escribir». O esta otra que apela a los jóvenes, a quienes lanza el contundente mensaje de «No miren para otro lado, estén atentos a lo que pasa en sus países, estén atentos a lo que sufre la gente». Y es que para ella, como para él, la música siempre puede y debe acompañar «el profundo deseo de cambiar y mejorar las cosas».

Así, entre reflexiones y cantares, con amplias dosis de emocionalidad, como siempre, hemos consumido y saboreado el encuentro de hoy. Hemos disfrutado una concisa y gratísima jornada de febrero, con un tiempo tan bonancible que parecía ofrecernos un remedo de día primaveral. Y hemos concretado la siguiente oportunidad para encontrarnos. Si el tiempo o las circunstancias no lo impiden, con o sin permiso de la autoridad, será en Aspe, el jueves, 3 de abril, a propuesta del anfitrión y por acuerdo unánime de los congregados.