Muchos
de quienes nacimos en la España agraria de los años cuarenta y cincuenta del
pasado siglo conservamos en nuestro imaginario tradiciones ancestrales, que
vivimos y aprendimos cuando éramos niños y que tenemos asociadas a la secuencia
del calendario. Estos días de agosto, por ejemplo, los relacionamos con la
elaboración de la tradicional conserva de tomate, una hortaliza abundantísima
en época estival, cuyos excedentes se han aprovechado inmemorialmente, posibilitando
su consumo fuera de temporada.
En
aquella época, los cultivos agrícolas que no se utilizaban inmediatamente, o
cuyas características impedían su almacenamiento, se reciclaban sistemáticamente.
De ese modo se lograba el doble objetivo de aprovecharlo todo (como exigía una
época de tanta penuria) y de contribuir a aprovisionar la casa de unos ingredientes
perecederos (tomate, frutas, aceitunas, calabazas…), imprescindibles para los
usos culinarios y la alimentación, alargando su disponibilidad más allá de las
pocas semanas de su cosecha. Entonces no había invernaderos ni transportes
refrigerados, ni tampoco cámaras frigoríficas o redes comerciales
transnacionales como las que hoy aprovisionan los mercados en cualquier época
del año. Al contrario, cuando se
asentaba el otoño, frutas, verduras y hortalizas desaparecían de los
hogares hasta bien entrada la siguiente primavera. Casi nadie desafiaba a los
rigores invernales porque quienes osaban hacerlo comprobaban experimentalmente
que ni las herramientas ni los recursos disponibles lo permitían, arruinando el
esfuerzo y la inversión realizados.
No
es que nos hayamos propuesto intencionadamente rememorar aquellas inveteradas
costumbres, pero lo cierto es que las practicamos casi todos los veranos. Sin
duda, más motivados por el excelente resultado que por mantener viva la
tradición. Desde hace quince o veinte años, bien entrado el verano, aprovechando
un día de descanso o una festividad, nos congregamos parte de la familia en un pequeño
chalé que tienen mis cuñados en Torre de la Horadada. En días previos, mi
cuñado adquiere el denominado tomate ‘de pera’, que es la variedad con la que
tradicionalmente se elabora la conserva. Últimamente, su nuera ha heredado este
rol, aprovisionándonos de cuatro o cinco cajas de tomates que suele comprar en la
cooperativa local donde trabaja. Suponen entre sesenta o setenta quilos, que
son los que necesitamos para nuestro consumo anual.
De
buena mañana habilitamos la infraestructura necesaria en el patio trasero de la
casa, que está a la sombra y resulta idóneo para desarrollar las tareas con
relativa comodidad. Empezamos por poner
a hervir agua en dos grandes ollas, que servirá para escaldar el tomate. A
continuación, instalamos en el patio un gran fogón de gas sobre el que
colocamos un singular recipiente que mi cuñado fabricó hace años, aprovechando medio bidón de gasolina al que soldó dos asas, y
que es ideal para hervir al baño María los botes de cristal en los que
introducimos el tomate, logrando que reciba un calor suave y constante que hace el vacío en el interior del recipiente y asegura su conservación. Lo llenamos
de agua hasta su mitad y dejamos que poco a poco vaya tomando temperatura.
Al
lado, colocamos una ‘mesa de envasado’, en la que disponemos ordenadamente
decenas de botes de cristal de diferentes tamaños y sus tapaderas, que hemos
ido guardando durante el año. Junto a ella apilamos un par de cajones de
plástico, que hacen de improvisada mesa baja, alrededor de la que suelen
sentarse las mujeres y jóvenes de la casa para pelar los tomates. En el centro
del corro, encima de los cajones, ponemos un barreño para escaldarlos durante
unos minutos y facilitar su monda. Junto a las sillas, colocamos dos o tres
barreños medianos, en los que se depositarán los frutos pelados.
Sólo
resta poner en marcha esta singular cadena de producción. Yo suelo iniciarla,
acarreando el agua hirviendo desde la cocina hasta el recipiente en el que las
mujeres han depositado un par de tongadas de tomates. La echo cuidadosamente para
evitar salpicaduras hasta cubrirlos, iniciándose el proceso de escaldado que
facilita la peladura. Tras pocos minutos de espera, se empiezan a pelar los
tomates entre las quejas y reproches de quienes se queman y las mofas cariñosas
de los mayores, que también sufren, pero se aguantan. Una vez pelados, los
depositan en los recipientes de plástico que tienen a su lado. Cuando
están casi llenos, mi cuñado y yo los reponemos con otros vacíos y los
trasladamos a la mesa de envasado.
Allí,
troceamos los tomates en dos mitades o en cuatro cuartos, según su tamaño, y
los introducimos en los botes de cristal dispuestos al efecto, presionando la
pulpa y colmándolos con el zumo antes de roscar sus correspondientes tapaderas
y depositarlos en el interior del bidón para su cocción. Las antiguas botellas
de anís, que utilizaban nuestras madres para embutir el tomate, cerradas con
tapones de corcho anudados a sus cuellos con hilo de palomar, las hemos
sustituido por los botes de cristal, que son mucho más cómodos y prácticos. En
lo demás, nada ha cambiado. Productos saludables, conservados natural y
ecológicamente.
Tras
esa sesión de trabajo en cadena, que suele durar entre dos y tres
horas, los tomates quedan pelados, introducidos en los botes y depositados en
el bidón. Y allá permanecen durante un par
de horas, para asegurarnos de que el proceso del baño María ha afectado a
todos. Es momento de aprovechar para tomar un baño o una ducha y disponernos para ir a comer
un caldero al chiringuito de turno.
Horas después, a la
vuelta, el agua se ha enfriado lo suficiente para extraer los botes, tarea
que hacemos ayudándonos con unas tenazas que nos evitan quemazones. Después
de un rato, la conserva está lista para guardarse en despensas y armarios, y para consumirla cuando apetezca. Evidentemente, hoy no tiene su finalidad original sino otra bien distinta: gozar del sabor de una
excelente hortaliza, preparada para ser saboreada en cualquier momento del año. Lo cierto es que es un producto
con un paladar y una textura extraordinarios. La mayoría de las personas que lo han probado se sorprenden gratamente y preguntan por la receta. Para
nosotros es algo más que una delicia gastronómica porque su elaboración propicia un día de estrecha convivencia familiar, que
nos amalgama, nos divierte y nos complace. ¿Puede pedirse más?
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