martes, 12 de agosto de 2014

Tomate.

Muchos de quienes nacimos en la España agraria de los años cuarenta y cincuenta del pasado siglo conservamos en nuestro imaginario tradiciones ancestrales, que vivimos y aprendimos cuando éramos niños y que tenemos asociadas a la secuencia del calendario. Estos días de agosto, por ejemplo, los relacionamos con la elaboración de la tradicional conserva de tomate, una hortaliza abundantísima en época estival, cuyos excedentes se han aprovechado inmemorialmente, posibilitando su consumo fuera de temporada.

En aquella época, los cultivos agrícolas que no se utilizaban inmediatamente, o cuyas características impedían su almacenamiento, se reciclaban sistemáticamente. De ese modo se lograba el doble objetivo de aprovecharlo todo (como exigía una época de tanta penuria) y de contribuir a aprovisionar la casa de unos ingredientes perecederos (tomate, frutas, aceitunas, calabazas…), imprescindibles para los usos culinarios y la alimentación, alargando su disponibilidad más allá de las pocas semanas de su cosecha. Entonces no había invernaderos ni transportes refrigerados, ni tampoco cámaras frigoríficas o redes comerciales transnacionales como las que hoy aprovisionan los mercados en cualquier época del año. Al contrario, cuando se  asentaba el otoño, frutas, verduras y hortalizas desaparecían de los hogares hasta bien entrada la siguiente primavera. Casi nadie desafiaba a los rigores invernales porque quienes osaban hacerlo comprobaban experimentalmente que ni las herramientas ni los recursos disponibles lo permitían, arruinando el esfuerzo y la inversión realizados.

No es que nos hayamos propuesto intencionadamente rememorar aquellas inveteradas costumbres, pero lo cierto es que las practicamos casi todos los veranos. Sin duda, más motivados por el excelente resultado que por mantener viva la tradición. Desde hace quince o veinte años, bien entrado el verano, aprovechando un día de descanso o una festividad, nos congregamos parte de la familia en un pequeño chalé que tienen mis cuñados en Torre de la Horadada. En días previos, mi cuñado adquiere el denominado tomate ‘de pera’, que es la variedad con la que tradicionalmente se elabora la conserva. Últimamente, su nuera ha heredado este rol, aprovisionándonos de cuatro o cinco cajas de tomates que suele comprar en la cooperativa local donde trabaja. Suponen entre sesenta o setenta quilos, que son los que necesitamos para nuestro consumo anual.

De buena mañana habilitamos la infraestructura necesaria en el patio trasero de la casa, que está a la sombra y resulta idóneo para desarrollar las tareas con relativa comodidad. Empezamos por poner a hervir agua en dos grandes ollas, que servirá para escaldar el tomate. A continuación, instalamos en el patio un gran fogón de gas sobre el que colocamos un singular recipiente que mi cuñado fabricó hace años, aprovechando medio bidón de gasolina al que soldó dos asas, y que es ideal para hervir al baño María los botes de cristal en los que introducimos el tomate, logrando que reciba un calor suave y constante que hace el vacío en el interior del recipiente y asegura su conservación. Lo llenamos de agua hasta su mitad y dejamos que poco a poco vaya tomando temperatura.

Al lado, colocamos una ‘mesa de envasado’, en la que disponemos ordenadamente decenas de botes de cristal de diferentes tamaños y sus tapaderas, que hemos ido guardando durante el año. Junto a ella apilamos un par de cajones de plástico, que hacen de improvisada mesa baja, alrededor de la que suelen sentarse las mujeres y jóvenes de la casa para pelar los tomates. En el centro del corro, encima de los cajones, ponemos un barreño para escaldarlos durante unos minutos y facilitar su monda. Junto a las sillas, colocamos dos o tres barreños medianos, en los que se depositarán los frutos pelados.

Sólo resta poner en marcha esta singular cadena de producción. Yo suelo iniciarla, acarreando el agua hirviendo desde la cocina hasta el recipiente en el que las mujeres han depositado un par de tongadas de tomates. La echo cuidadosamente para evitar salpicaduras hasta cubrirlos, iniciándose el proceso de escaldado que facilita la peladura. Tras pocos minutos de espera, se empiezan a pelar los tomates entre las quejas y reproches de quienes se queman y las mofas cariñosas de los mayores, que también sufren, pero se aguantan. Una vez pelados, los depositan en los recipientes de plástico que tienen a su lado. Cuando están casi llenos, mi cuñado y yo los reponemos con otros vacíos y los trasladamos a la mesa de envasado.

Allí, troceamos los tomates en dos mitades o en cuatro cuartos, según su tamaño, y los introducimos en los botes de cristal dispuestos al efecto, presionando la pulpa y colmándolos con el zumo antes de roscar sus correspondientes tapaderas y depositarlos en el interior del bidón para su cocción. Las antiguas botellas de anís, que utilizaban nuestras madres para embutir el tomate, cerradas con tapones de corcho anudados a sus cuellos con hilo de palomar, las hemos sustituido por los botes de cristal, que son mucho más cómodos y prácticos. En lo demás, nada ha cambiado. Productos saludables, conservados natural y ecológicamente.

Tras esa sesión de trabajo en cadena, que suele durar entre dos y tres horas, los tomates quedan pelados, introducidos en los botes y depositados en el bidón. Y allá permanecen durante un par de horas, para asegurarnos de que el proceso del baño María ha afectado a todos. Es momento de aprovechar para tomar un baño o una ducha y disponernos para ir a comer un caldero al chiringuito de turno.

Horas después, a la vuelta, el agua se ha enfriado lo suficiente para extraer los botes, tarea que hacemos ayudándonos con unas tenazas que nos evitan quemazones. Después de un rato, la conserva está lista para guardarse en despensas y armarios, y para consumirla cuando apetezca. Evidentemente, hoy no tiene su finalidad original sino otra bien distinta: gozar del sabor de una excelente hortaliza, preparada para ser saboreada en cualquier momento del año. Lo cierto es que es un producto con un paladar y una textura extraordinarios. La mayoría de las personas que lo han probado se sorprenden gratamente y preguntan por la receta. Para nosotros es algo más que una delicia gastronómica porque su elaboración propicia un día de estrecha convivencia familiar, que nos amalgama, nos divierte y nos complace. ¿Puede pedirse más?

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