domingo, 24 de agosto de 2014

Aquellos años en que fui inspector.

A veces he reflexionado sobre cuándo y por qué me dejé convencer para incorporarme a la inspección educativa. El cuándo lo recuerdo perfectamente, un momento de mi vida profesional en el que estaba flotando en una nube. Había reenfocado mi itinerario docente, tras una decisión que me llevó al mundo de la educación de adultos y me dio la oportunidad de materializar un proyecto de desarrollo comunitario desafiante, así como de trabajar con un equipo profesional irrepetible. Esta circunstancia me hizo entrar en una espiral de ilusión y de ambición. Estoy seguro de que ese tiempo de bonanza influyó en la decisión de imprimir otro rumbo a mi carrera. Eso sucedió en 1986, un año que señala un punto de inflexión importantísimo en mi vida laboral porque en él adopté una de las decisiones más equivocadas de mi vida.

Lo hice inmerso en el contexto profesional que mencionaba. Acertar al diseñar un proyecto ilusionante, compartirlo con una colectividad compleja y reivindicativa y coordinar un equipo de trabajo excelente y comprometido fueron ingredientes que, sin duda, contribuyeron a ofuscarme y a hacerme creer que podía ir más lejos. Por otro lado, en aquellos años, por primera vez sentía cerca el apoyo de la administración educativa. Dicho con más propiedad, percibía el respaldo y el ánimo de algunos superiores inmediatos. Tenía la convicción de que creían en lo que hacía. Probablemente, todo ello me convenció de que podía seguir creciendo y materializando nuevos retos profesionales. Seguramente, llevado de la ambición (narcótico recurrente que ha empapado mi existencia) me dejé arrastrar por la torrentera del entusiasmo, que entonces impregnaba casi todo y que nos enredó a muchos, confundiéndome y alentándome a tomar un derrotero del que no acabé especialmente satisfecho.

Empleé las vacaciones del verano en la lectura de tres o cuatro libros con poca miga, que eran meras compilaciones y/o refritos realizados por autores sin relevancia profesional ni talla académica, que me ayudaron a argumentar las ideas que surgieron en mi imaginación, ajena por completo a semejante ámbito. Como exigía la convocatoria, redacté un proyecto para el acceso al ejercicio de la función inspectora, como eufemísticamente se denominaba entonces, recién promulgada la Ley 30/1984 de Medidas Urgentes para la Reforma de la Función pública. Ni la documentación que consulté era la idónea (tampoco es que abundase, como comprobé a posteriori), ni dispuse del asesoramiento de profesionales con conocimiento del oficio. En pocas semanas comprobé que mi proyecto, lejos de ser una guía para la actuación, apenas servía para nada, porque nada tenía de verosímil. Ni contemplaba las competencias y actuaciones que los inspectores desarrollaban efectivamente, ni incorporaba una propuesta argumentada para la materialización de las funciones y atribuciones que la normativa atribuía a la inspección.

En aquella promoción, accedimos un grupo de personas tan dispares y heterogéneas como lo eran nuestros particulares itinerarios profesionales. Tal es así, que fue incorporarnos a la tarea y esfumarse el trabajo en equipo, así como reaparecer los viejos enfoques individualistas del ejercicio profesional, propios de grupos heterogéneos y artificiosos, cuando no antagónicos, como era el caso.

Por otro lado, los primeros años de convivencia con los colegas veteranos fueron duros y difíciles. Ellos vivían instalados en una cultura profesional individualista, impregnada de una intensa jerarquización que, en ocasiones, rayaba en el autoritarismo. Muchos percibieron nuestra llegada como una amenaza, considerándonos arribistas. Pensaban, y lo decían abiertamente, que éramos gentes con escaso mérito y sin capacidad acreditada para desempeñar semejante cargo, por no habernos sometido a procedimientos de acceso equiparables a los que ellos superaron. Incluso llegaron a considerarnos meros comisarios políticos que, naturalmente, no éramos. Evidentemente no todos pensaban así, pero ciertamente fueron años complicados porque algunos nos combatieron con acritud, utilizando cuantos instrumentos tenían a su alcance: el rechazo frontal en las relaciones personales, la negación de nuestras capacidades y el cuestionamiento del sistema de acceso, por indigno y espurio. Paradójicamente, aquella enrevesada coexistencia coincidió con los años más productivos en mi nueva ocupación. En esa etapa, me encargaron supervisar y asesorar la educación compensatoria y la educación de adultos y, apoyándome en el impulso que traía, creo que logré resultados satisfactorios en ambos sectores, como atestiguan evidencias objetivas.

A aquel primer estadio le siguió una etapa más enmarañada y ambigua. En ella se redefinieron nuevamente los términos del ejercicio profesional, emergieron distintas relaciones corporativas y casi se convirtió en costumbre el relevo continuo de los responsables políticos en la Conselleria y en el Servicio de Inspección, haciendo imposible la continuidad de cualquier iniciativa. Ello contribuyó a instaurar una permanente sensación de provisionalidad y determinó un significativo cambio en las normas y en la práctica profesional. De un día para otro, todos los inspectores nos transformamos en expertos supervisores del conjunto del sistema educativo, lo que resulta imposible por definición. El embrollo y la desidia afectaron al gobierno y a la organización de la inspección, restándole eficiencia y especialización y burocratizando excesivamente la práctica profesional.

Fue un tiempo en el que apenas hubo iniciativas para asegurar la formación continua de los inspectores, en el que desaparecieron las coordinaciones y los encuentros profesionales, en el que aumentó la práctica rutinaria y la intervención orientada al control y la supervisión burocrática de los centros. Un tiempo, en fin, que limitaba la cultura profesional y las ambiciones intelectuales de los inspectores a la lectura e interpretación de las disposiciones del Diario Oficial de la Generalitat y del Boletín Oficial del Estado. En mi opinión, este estadio representó el punto de inflexión en el que todo cambió definitivamente, y para mal. Muchas veces he pensado que fue entonces cuando debí dejar la inspección y volver a mi labor docente. No lo hice y creo me equivoqué. Continuar allí me deparó innegables satisfacciones pero también tuvo grandísimos costes personales y profesionales. En un espacio como este es difícil hacer un balance justo y ponderado de nueve años de trayectoria pero, desapasionadamente, creo que no miento ni me equivoco al afirmar que aquella experiencia fue ruinosa en lo personal, en lo familiar y en lo estrictamente profesional.

La enorme dedicación que me autoimpuse dificultó la convivencia familiar, que hasta entonces habíamos ajustado bastante acertadamente a nuestros respectivos parámetros laborales. Yo los modifique unilateral y significativamente y el equilibrio se resintió, pagando todos unos réditos que en modo alguno compensaban las hipotéticas ventajas de mi nueva ocupación y la mayor remuneración económica que percibía.

En el ámbito profesional el tiempo que dediqué a ejercer la función inspectora representó una ruina intelectual. Como acredita mi curriculum, desde que inicié la carrera hasta la incorporación a la inspección mi trayectoria sigue un itinerario sólido, creciente y diversificado. En ese punto, el desarrollo académico y profesional se paraliza casi completamente, abriéndose un amplio paréntesis de penuria formativa e intelectual. Fueron nueve años prácticamente reducidos al aprendizaje experiencial, cuya aportación más valiosa son unas amplias relaciones socio-profesionales y las consiguientes habilidades socio-emocionales, junto con una importante agenda de contactos. Poco más. De modo que, si tuviese que caracterizar este tiempo, lo definiría como un estadio profesional inmerso en una penuria intelectual abrumadora. En él apenas hubo lugar para el crecimiento en competencias profesionales y personales, ni oportunidades para adquirir otras habilidades académicas o para debatir más allá de la simple reivindicación laboral.

A ello no fue ajeno un estatus profesional precarizado y lastrado desde el origen por su chapucera regulación normativa, tanto a nivel estatal como comunitario. Ese estado de práctica administrativa desmañada y cicatera tuvo un colofón inédito y desproporcionado. Una sentencia justa y condenatoria de la práctica administrativa de la Generalitat Valenciana fue aprovechada con un oportunismo escandaloso por el PP que, recién llegado al poder en la Comunidad Valenciana y llevado de la fe de los nuevos conversos, desplegó una actuación administrativa miserable, depurando y apartando injustamente de la inspección a cincuenta profesionales que no tuvimos responsabilidad alguna ni en su regulación, ni en el desarrollo de los procedimientos de acceso, ni en los procesos de evaluación y renovación que hubimos de superar, tras habernos dejado los mejores años de nuestra vida en llevar a cabo tareas que creímos tan necesarias como inútiles fueron. El plus de coste personal que este dilatado y traumático proceso supuso para todos, y singularmente para mí, no compensa ni de lejos las satisfacciones que hipotéticamente obtuvimos con el acceso al ejercicio de la inspección que valoro como la mayor equivocación de mi vida profesional.

Aunque bien mirado, visto lo que siguió a nuestro expolio y conociendo la recluta y la práctica que ha propiciado el PP, plenamente consonante con su "conducta y logros" de los últimos veinte años en la Comunidad, creo que es inevitable concluir con aquello de: “Menos mal que nos echaron. No saben el favor que nos hicieron”.

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