A
veces he reflexionado sobre cuándo y por qué me dejé convencer para incorporarme
a la inspección educativa. El cuándo lo recuerdo perfectamente, un momento de
mi vida profesional en el que estaba flotando en una nube. Había reenfocado mi
itinerario docente, tras una decisión que me llevó al mundo de la educación de
adultos y me dio la oportunidad de materializar un proyecto de desarrollo
comunitario desafiante, así como de trabajar con un equipo profesional irrepetible.
Esta circunstancia me hizo entrar en una espiral de ilusión y de ambición.
Estoy seguro de que ese tiempo de bonanza influyó en la decisión de imprimir otro
rumbo a mi carrera. Eso sucedió en 1986, un año que señala un punto de
inflexión importantísimo en mi vida laboral porque en él adopté una de las decisiones
más equivocadas de mi vida.
Lo
hice inmerso en el contexto profesional que mencionaba. Acertar al diseñar un
proyecto ilusionante, compartirlo con una colectividad compleja y reivindicativa
y coordinar un equipo de trabajo excelente y comprometido fueron ingredientes
que, sin duda, contribuyeron a ofuscarme y a hacerme creer que podía ir más lejos.
Por otro lado, en aquellos años, por primera vez sentía cerca el apoyo de la
administración educativa. Dicho con más propiedad, percibía el respaldo y el
ánimo de algunos superiores inmediatos. Tenía la convicción de que creían en lo
que hacía. Probablemente, todo ello me convenció de que podía seguir creciendo
y materializando nuevos retos profesionales. Seguramente, llevado de la
ambición (narcótico recurrente que ha empapado mi existencia) me dejé arrastrar
por la torrentera del entusiasmo, que entonces impregnaba casi todo y que nos
enredó a muchos, confundiéndome y alentándome a tomar un derrotero del que no acabé
especialmente satisfecho.
En
aquella promoción, accedimos un grupo de personas tan dispares y heterogéneas como
lo eran nuestros particulares itinerarios profesionales. Tal es así, que fue
incorporarnos a la tarea y esfumarse el trabajo en equipo, así como reaparecer
los viejos enfoques individualistas del ejercicio profesional, propios de grupos
heterogéneos y artificiosos, cuando no antagónicos, como era el caso.
Por
otro lado, los primeros años de convivencia con los colegas veteranos fueron
duros y difíciles. Ellos vivían instalados en una cultura profesional
individualista, impregnada de una intensa jerarquización que, en ocasiones, rayaba
en el autoritarismo. Muchos percibieron nuestra llegada como una amenaza,
considerándonos arribistas. Pensaban, y lo decían abiertamente, que éramos gentes
con escaso mérito y sin capacidad acreditada para desempeñar semejante cargo,
por no habernos sometido a procedimientos de acceso equiparables a los que ellos
superaron. Incluso llegaron a considerarnos meros comisarios políticos que, naturalmente,
no éramos. Evidentemente
no todos pensaban así, pero ciertamente fueron años complicados porque algunos
nos combatieron con acritud, utilizando cuantos instrumentos tenían a su
alcance: el rechazo frontal en las relaciones personales, la negación de
nuestras capacidades y el cuestionamiento del sistema de acceso, por indigno y
espurio. Paradójicamente, aquella enrevesada coexistencia coincidió con los
años más productivos en mi nueva ocupación. En esa etapa, me encargaron
supervisar y asesorar la educación compensatoria y la educación de adultos y, apoyándome
en el impulso que traía, creo que logré resultados satisfactorios en ambos
sectores, como atestiguan evidencias objetivas.
A aquel
primer estadio le siguió una etapa más enmarañada y ambigua. En ella se
redefinieron nuevamente los términos del ejercicio profesional, emergieron distintas
relaciones corporativas y casi se convirtió en costumbre el relevo continuo de
los responsables políticos en la Conselleria y en el Servicio de Inspección, haciendo
imposible la continuidad de cualquier iniciativa. Ello contribuyó a instaurar
una permanente sensación de provisionalidad y determinó un significativo cambio
en las normas y en la práctica profesional. De un día para otro, todos los
inspectores nos transformamos en expertos supervisores del conjunto del sistema
educativo, lo que resulta imposible por definición. El embrollo y la desidia
afectaron al gobierno y a la organización de la inspección, restándole
eficiencia y especialización y burocratizando excesivamente la
práctica profesional.
Fue un tiempo en el que apenas hubo iniciativas para asegurar la formación continua de
los inspectores, en el que desaparecieron las coordinaciones y los encuentros
profesionales, en el que aumentó la práctica rutinaria y la intervención
orientada al control y la supervisión burocrática de los centros. Un tiempo, en
fin, que limitaba la cultura profesional y las ambiciones intelectuales de los
inspectores a la lectura e interpretación de las disposiciones del Diario Oficial
de la Generalitat y del Boletín Oficial del Estado. En mi opinión, este estadio
representó el punto de inflexión en el que todo cambió definitivamente, y para
mal. Muchas veces he pensado que fue entonces cuando debí dejar la inspección y
volver a mi labor docente. No lo hice y creo me equivoqué. Continuar allí me
deparó innegables satisfacciones pero también tuvo grandísimos costes personales
y profesionales. En un espacio como este es difícil hacer un balance justo y
ponderado de nueve años de trayectoria pero, desapasionadamente, creo que no
miento ni me equivoco al afirmar que aquella experiencia fue ruinosa en lo
personal, en lo familiar y en lo estrictamente profesional.
La
enorme dedicación que me autoimpuse dificultó la convivencia familiar, que
hasta entonces habíamos ajustado bastante acertadamente a nuestros respectivos
parámetros laborales. Yo los modifique unilateral y significativamente y el
equilibrio se resintió, pagando todos unos réditos que en modo alguno compensaban
las hipotéticas ventajas de mi nueva ocupación y la mayor remuneración
económica que percibía.
En
el ámbito profesional el tiempo que dediqué a ejercer la función inspectora representó
una ruina intelectual. Como acredita mi curriculum, desde que inicié la carrera
hasta la incorporación a la inspección mi trayectoria sigue un itinerario sólido,
creciente y diversificado. En ese punto, el desarrollo académico y profesional se
paraliza casi completamente, abriéndose un amplio paréntesis de penuria
formativa e intelectual. Fueron nueve años prácticamente reducidos al
aprendizaje experiencial, cuya aportación más valiosa son unas amplias relaciones
socio-profesionales y las consiguientes habilidades socio-emocionales, junto
con una importante agenda de contactos. Poco más. De modo que, si tuviese que caracterizar
este tiempo, lo definiría como un estadio profesional inmerso en una penuria
intelectual abrumadora. En él apenas hubo lugar para el crecimiento en
competencias profesionales y personales, ni oportunidades para adquirir otras habilidades
académicas o para debatir más allá de la simple reivindicación laboral.
A
ello no fue ajeno un estatus profesional precarizado y lastrado desde el origen
por su chapucera regulación normativa, tanto a nivel estatal como comunitario. Ese
estado de práctica administrativa desmañada y cicatera tuvo un colofón inédito
y desproporcionado. Una sentencia justa y condenatoria de la práctica
administrativa de la Generalitat Valenciana fue aprovechada con un oportunismo
escandaloso por el PP que, recién llegado al poder en la Comunidad Valenciana y
llevado de la fe de los nuevos conversos, desplegó una actuación administrativa
miserable, depurando y apartando injustamente de la inspección a cincuenta profesionales que no tuvimos responsabilidad alguna ni en su regulación, ni en el desarrollo
de los procedimientos de acceso, ni en los procesos de evaluación y renovación que
hubimos de superar, tras habernos dejado los mejores años de nuestra vida en llevar
a cabo tareas que creímos tan necesarias como inútiles fueron. El
plus de coste personal que este dilatado y traumático proceso supuso para todos,
y singularmente para mí, no compensa ni de lejos las satisfacciones que hipotéticamente
obtuvimos con el acceso al ejercicio de la inspección que valoro
como la mayor equivocación de mi vida profesional.
Aunque
bien mirado, visto lo que siguió a nuestro expolio y conociendo la recluta y la
práctica que ha propiciado el PP, plenamente consonante con su "conducta y logros" de los últimos veinte años en la Comunidad, creo que es inevitable concluir con
aquello de: “Menos mal que nos echaron. No saben el favor que nos
hicieron”.
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