jueves, 7 de agosto de 2014

Ébola.

La noticia de cabecera de la mayoría de los informativos de las televisiones españolas a lo largo del día de ayer y en el de hoy es el Ébola, ese mortífero virus que asusta solo con mencionarlo. Concretamente, lo que hoy concita la atención del negocio audiovisual es la repatriación de un anciano cura de la orden de San Juan de Dios y de una monja española de origen ecuatoguineano, que han llegado esta mañana a la base aérea de Torrejón de Ardoz.  El hecho en sí no tendría más trascendencia, descontado el tirón mediático que tienen estas enfermedades de consecuencias gravísimas, aportando carnaza al morbo que tanto agrada y con tanto ahínco persiguen las empresas del ramo.

Confieso que no he seguido exhaustivamente los informes que las autoridades sanitarias y políticas han ofrecido del asunto. No obstante, con todas las cautelas que exige una enfermedad de semejante gravedad y la prudencia que demanda la gestión del incidente, no puedo evitar algunas consideraciones y, especialmente, muchas preguntas. Naturalmente, parto del supuesto de que cualquier ciudadano tiene todo el derecho del mundo a que se le atienda adecuadamente en sus necesidades básicas y, muy particularmente, las relativas a la enfermedad. Nadie debiera discutir ni poner trabas al libre acceso de todos a la sanidad gratuita.

Pero hoy, en la tesitura que está viviendo este país, y reiterando sin reparos mi credo en el axioma anterior, no puedo dejar de preguntarme muchas cosas. Entre ellas, lo que cuesta activar una base militar para una operación de esa envergadura, lo que vale fletar un avión medicalizado con personal sanitario especializado del ejército, lo que importa habilitar en el aeropuerto receptor una unidad de evaluación para hacer la primera revisión sanitaria a los repatriados. O lo que hay que pagar para trasladar a varias decenas de pacientes desde el hospital que recibirá a los enfermos a otros centros sanitarios, o cuánto vale activar una comitiva de catorce vehículos y sus correspondientes dotaciones de personal para desplazar los enfermos desde Torrejón hasta Madrid o el precio del refuerzo de la seguridad del hospital que debe acogerlos. En fin, me pregunto cuánto cuesta habilitar habitaciones acristaladas, de compresión negativa, con videoseguimiento y exclusas individualizadas para retirar el material sanitario que produzcan y lo que valen los trajes de seguridad que debe utilizar el personal sanitario.  Y decenas de interrogantes más. 

Traslado de un enfermo contagiado de Ébola
Tampoco puedo obviar preguntarme quién o quiénes son los responsables de haber enviado a Liberia a los religiosos que ahora están enfermos. Quién o quiénes decidieron su misión y cuándo lo hicieron. Qué tipo de actividades llevaban a cabo y si tienen algo que ver con los intereses estratégicos del país, con sus compromisos en materia de cooperación internacional, de ayuda al desarrollo o con cualquier otra vertiente de la política exterior. Porque, si mi información no es errónea, la existencia del Ébola en la zona se conoce desde 1976. Por tanto, quienes se han desplazado a esas regiones desde entonces, y quienes los han enviado, deben asumir los riesgos que ello conlleva. Son decenas las preguntas que se suscitan, pero me obsesiona especialmente una: ¿hay más ciudadanos españoles en Liberia y en los países limítrofes que necesitan o desean igualmente ser repatriados? ¿Qué previsión existe al respecto?

Como colofón, me quedan algunos interrogantes para los que ni imagino la respuesta. Me pregunto, si hubiésemos aplicado el gasto que está generando este lamentable incidente a otras finalidades: ¿cuántas habitaciones seguirían abiertas este verano para responder a necesidades que no se atienden?, ¿cuántas operaciones aplazadas se realizarían a tiempo?, ¿cuántas urgencias vitales se podrían abordar y cuántos muertos se evitarían?, ¿cuántos tratamientos efectivos contra la hepatitis y otras enfermedades graves podrían acometerse?

Millones de ciudadanos de este país nos hacemos interminables preguntas y alguien debiera proponerse darles alguna respuesta, que para eso viven del erario público al que la mayoría contribuimos. Pero entonces viviríamos en otro país. Soñemos, pues, como diría el clásico.

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