Esta
semana comienzan en Chiva las fiestas del ‘Torico’. Se inician los días 15 y 16
con las festividades de la Virgen y San Roque, prosiguen el 17, 18 y 19 con los
tres días de Torico, y se prolongan durante toda la semana con verbenas,
concursos, sueltas de vaquillas, toros embolados y carreras especiales el
domingo siguiente. Hogaño, este último día exhiben toros dos ganaderías norteñas: Marqués
de Saka, de Deba (Guipúzcoa) y Eulogio Mateo, de Cárcar (Navarra).
La
tradición oral atribuye un origen bajomedieval a la fiesta del ‘Torico’. Lamentablemente,
como en tantos lugares, el archivo municipal ha sido reiteradamente destruido y
expoliado, de modo que su documentación más antigua corresponde a la segunda
mitad del siglo XVIII. Historiadores vinculados a la localidad, como Manolo
Mora o Antonio Atienza, han estudiado y
divulgado los legajos que permiten saber que, en la Memoria de Construcción de la iglesia parroquial de San Juan Bautista,
se hace referencia a las fiestas de agosto de 1765 en los siguientes términos: Las fiestas del Torico estaban encima. Aquel
año, como cualquier otro, se celebraron con gran algazara y brillantez, por los
mozos del pueblo, los típicos festejos. El Torico corrió por las calles y las
plazas con la natural alegría de jóvenes y viejos. Los clavarios, una vez
concluidos los festejos, entregaron a la junta de obras 74 libras, más el
producto de un toro cedido por los mozos para gastos de las obras, en total, 83
libras, 9 sueldos, 5 dineros. También se ha constatado que desde 1766 a
1775 los clavarios, que eran quienes organizaban los festejos hasta la creación
de la Peña Taurina en 1965, siguieron vendiendo el único toro que se utilizaba
para las seis carreras, con el objetivo de sufragar las obras del nuevo templo
parroquial.
Algunas
interpretaciones etnográficas de la fiesta de los toros, más románticas que verosímiles,
sostienen que en la sociedad dieciochesca y decimonónica este animal representaba
a la aristocracia, tan ociosa y temible, como respetada y odiada. Se ha escrito
que, cuando alrededor de 1760 Chiva inició su desvinculación del régimen señorial
del duque de Medinaceli, emergieron algunas iniciativas que testimonian y
permiten visualizar ese desencuentro. Una de ellas es el ‘Torico’, símbolo del
poder señorial, que se ensoga y se arrastra por las calles para teatralizar su
dominación. Al toro, que se identifica con el señor, se le ciñe con la badana (remedo de la
corona) y se le trata con miramiento, a la vez que se le lleva de aquí para
allá, según la voluntad popular.
Salida del 'Torico' |
Aunque
después he vuelto muchas veces, mis primeros recuerdos del ‘Torico’ los tengo
asociados a mi tío Antonio Corral. Él y su hermano Fernando eran dos primos de
mi padre, maestros de obra, que vivían en Chiva. Sus hijos, mayores que yo, pasaron
algunos veranos en la Casa Suay, una masía que tenían mis abuelos paternos en
la partida del mismo nombre, en Gestalgar. En aquel tiempo, en el que ni
existían los viajes ni las vacaciones, en el que la gente no tenía coches ni
apartamentos, las familias que podían permitírselo enviaban a sus hijos a pasar
algunos días de “vacaciones “ a las casas de campo, propias o de sus familiares.
Podría decirse que como contrapartida, mi padre, que siempre mantuvo un sólido vínculo
con su familia materna, me envió algunos años a Chiva para que presenciase sus
fiestas, especialmente el ‘Torico’.
Eran varias las casas en las que podía recalar, pero casi siempre lo hacía en la de
mi tío Antonio. Un hogar ocupado básicamente por mujeres. Empezando por su esposa,
la tía Amparo, una auténtica matriarca, bien secundada por sus tres hijas
solteras: Amparín, mi madrina, Pura y Fina. Era una vivienda donde se percibía especialmente
el toque femenino. Seguramente contribuía a ello la condición de modista de la
más pequeña, que propiciaba que el zaguán y la primera estancia de la planta
baja fuese un lugar en el que revoloteaban permanentemente las mozas que
aprendían a coser. A veces he creído que mi tío ansiaba verme llegar para
disfrutar de la compañía del varón que no tenía en su familia próxima. Aunque,
la verdad, debo reconocer que en aquella casa todos se esforzaban para hacerme
grata la estancia.
Recuerdo
cómo mi tío me llevaba a una especie de almacén que tenía, donde guardaba sus herramientas
y criaba palomos, animales que me encantaban porque en mi casa jamás tuvimos
esas aves que “comen oro y cagan plomo”, como decía mi madre. Me permitía
montar ‘de paquete’ en su ‘mobilette’, una especie de bicicleta motorizada, con
la que nos desplazábamos a la casita que tenía en la cercana partida del Armajal,
junto a una parcela de huerta y una balsa de riego, en la que me dejaba
bañarme. En su casa conocí juguetes que jamás imaginé, como el diábolo. Un artilugio
excepcionalmente bien conservado por mis primas, que me enseñaron a manejar en aquel patio frondoso que tenían en su casa de la calle del Cura Valero. Rememoro
a mi tío, con su piel cetrina, su boina calada y ladeada, su parquedad
expresiva y su permanente disposición para endulzar la existencia de sus hijas.
Valga un solo detalle como muestra. En la alicatada y amplia cocina de su casa,
horadó en la pared una pequeña hornacina para enterrar un pajarito que se les
murió in illo tempore, cerrando la
singular sepultura con un cristal transparente que permitía visualizar el
cadáver del ser que seguramente tanto apreciaron. ¿A que resulta impresionante?.
Pero
si algo entusiasmaba a mi tío Antonio eran los días de ‘Torico’. Recuerdo
aquellas fechas de una manera especial. Apenas se hacía de día y se oía en lontananza
el rumor de la dolçaina y el tabalet, iniciando la despertà. Inmediatamente, mi tío me echaba
de la cama y me apremiaba a desayunar rápidamente para ir a ver la salida del toro.
Apenas habíamos tomado dos sorbos de leche y se oía la primera carcasa, que
anunciaba la inmediata suelta del animal. Nos apresurábamos y cuando poníamos
el pie en la calle ya se escuchaba la segunda carcasa, que nos hacía aligerar
el paso para llegar a tiempo al horno de mi tío Bernardo, que era el lugar que
escogíamos para ver la salida.
Una
vez allí, tras los rápidos saludos, nos acomodábamos en una de las ventanas
cuando podíamos (lo que no era fácil, porque el establecimiento solía estar a
reventar) y esperábamos expectantes el inicio de la carrera. En pocos minutos
sonaba la carcasa definitiva y los movimientos de la gente en la calle
anunciaban la inminente salida del toro y su pronta presencia al fondo de la
calle, precedido por los mozos que corrían cuanto podían, sujetando por el
extremo la larga cuerda que arrancaba de la badana que lucía el animal. En
apenas cien metros, los alcanzaba, los sobrepasaba y corría raudo frente a
nosotros, atravesando la plaza y dirigiéndose hacía la estación del
ferrocarril. Mezclados entre el runrún del gentío y los comentarios sobre la
salida, bajábamos a la calle y, sorteando el mar de gente que nos envolvía, íbamos
buscando los atajos para llegar a la zona norte del pueblo. Allí, cerca de la
estación, mi tío conocía una casa en la que nos dejaban acomodarnos para ver el
discurrir del toro y los mozos por aquel barrio y, a veces, por la
granja El Cerrito, situada al otro lado de las vías y adonde los mozos se
empecinaban en llevar al toro. Seguramente algún enamorado tenía allá su amada y
ello justificaba tan disparatado interés.
Después,
nos desplazábamos rápidamente a la zona colindante, las denominadas “casicas
nuevas”, unas construcciones unifamiliares humildes de nueva planta. En una de
ellas vivía mi amigo José Vicente García. Nos instalábamos donde nos dejaban y veíamos
las carreras del toro por la nueva barriada. Luego, bajábamos a la calle
Pedralba y, finalmente, nuestro recorrido solía concluir observando las últimas
carreras en el barrio de Bechinos o en la carretera de Cheste. Volvíamos de
nuevo al horno, donde esperábamos que el toro llegase a la plaza y luego
enfilase hacia los corrales. Algunas veces los mozos le arrojaban la cuerda a
la testuz, dejándolo absolutamente suelto. Tal era el esfuerzo que había realizado
que casi era incapaz de moverse, aunque nunca se sabe cómo pueden reaccionar estos
animales. El lento discurrir del animal hacia los corrales ponía fin a la
carrera y su encierro señalaba la hora del almuerzo. Una tradición que el
mocerío espera y celebra tan intensamente como las galopadas del toro.
Así era
y sigue siendo la secuencia. Creció el pueblo, se modificó el tejido urbano y
cambiaron las personas, pero en nada se alteró lo esencial: el ‘Torico’ sigue
siendo lo mismo. En lugar de un animal para las seis carreras, ahora se emplean
doce o quince. Ha crecido tanto el recorrido que cada carrera demanda al menos
dos toros. Pese a todo, como dijo Pedro Nácher: La vieja, la antiquísima pugna hispánica
entre el hombre y el toro, se ventila en Chiva a través de una cuerda. Ninguna
ventaja para nadie: los hombres, a un lado; el toro, al otro; y la cuerda en
medio. Desde la misma salida el toro coloca el peligro en la punta de sus
cuernos y el hombre lo busca y lo esquiva en un insensato juego de alegre
tragedia, que puede medirse en metros; en los metros de la cuerda… Para mí,
estos escasos metros de cáñamo trenzado, han representado siempre el punto
donde la fiesta se centra y aún diría más: la longitud donde los chivanos han
podido hallar, en cierto sentido, la medida de sus propias vidas”.
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