miércoles, 13 de agosto de 2014

El ‘Torico’ de Chiva.

Esta semana comienzan en Chiva las fiestas del ‘Torico’. Se inician los días 15 y 16 con las festividades de la Virgen y San Roque, prosiguen el 17, 18 y 19 con los tres días de Torico, y se prolongan durante toda la semana con verbenas, concursos, sueltas de vaquillas, toros embolados y carreras especiales el domingo siguiente. Hogaño, este último día exhiben toros dos ganaderías norteñas: Marqués de Saka, de Deba (Guipúzcoa) y Eulogio Mateo, de Cárcar (Navarra).

La tradición oral atribuye un origen bajomedieval a la fiesta del ‘Torico’. Lamentablemente, como en tantos lugares, el archivo municipal ha sido reiteradamente destruido y expoliado, de modo que su documentación más antigua corresponde a la segunda mitad del siglo XVIII. Historiadores vinculados a la localidad, como Manolo Mora o Antonio Atienza, han estudiado  y divulgado los legajos que permiten saber que, en la Memoria de Construcción de la iglesia parroquial de San Juan Bautista, se hace referencia a las fiestas de agosto de 1765 en los siguientes términos: Las fiestas del Torico estaban encima. Aquel año, como cualquier otro, se celebraron con gran algazara y brillantez, por los mozos del pueblo, los típicos festejos. El Torico corrió por las calles y las plazas con la natural alegría de jóvenes y viejos. Los clavarios, una vez concluidos los festejos, entregaron a la junta de obras 74 libras, más el producto de un toro cedido por los mozos para gastos de las obras, en total, 83 libras, 9 sueldos, 5 dineros. También se ha constatado que desde 1766 a 1775 los clavarios, que eran quienes organizaban los festejos hasta la creación de la Peña Taurina en 1965, siguieron vendiendo el único toro que se utilizaba para las seis carreras, con el objetivo de sufragar las obras del nuevo templo parroquial.

Algunas interpretaciones etnográficas de la fiesta de los toros, más románticas que verosímiles, sostienen que en la sociedad dieciochesca y decimonónica este animal representaba a la aristocracia, tan ociosa y temible, como respetada y odiada. Se ha escrito que, cuando alrededor de 1760 Chiva inició su desvinculación del régimen señorial del duque de Medinaceli, emergieron algunas iniciativas que testimonian y permiten visualizar ese desencuentro. Una de ellas es el ‘Torico’, símbolo del poder señorial, que se ensoga y se arrastra por las calles para teatralizar su dominación. Al toro, que se identifica con el señor, se le ciñe con la badana (remedo de la corona) y se le trata con miramiento, a la vez que se le lleva de aquí para allá, según la voluntad popular.
Salida del 'Torico'

Aunque después he vuelto muchas veces, mis primeros recuerdos del ‘Torico’ los tengo asociados a mi tío Antonio Corral. Él y su hermano Fernando eran dos primos de mi padre, maestros de obra, que vivían en Chiva. Sus hijos, mayores que yo, pasaron algunos veranos en la Casa Suay, una masía que tenían mis abuelos paternos en la partida del mismo nombre, en Gestalgar. En aquel tiempo, en el que ni existían los viajes ni las vacaciones, en el que la gente no tenía coches ni apartamentos, las familias que podían permitírselo enviaban a sus hijos a pasar algunos días de “vacaciones “ a las casas de campo, propias o de sus familiares. Podría decirse que como contrapartida, mi padre, que siempre mantuvo un sólido vínculo con su familia materna, me envió algunos años a Chiva para que presenciase sus fiestas, especialmente el ‘Torico’.

Eran varias las casas en las que podía recalar, pero casi siempre lo hacía en la de mi tío Antonio. Un hogar ocupado básicamente por mujeres. Empezando por su esposa, la tía Amparo, una auténtica matriarca, bien secundada por sus tres hijas solteras: Amparín, mi madrina, Pura y Fina. Era una vivienda donde se percibía especialmente el toque femenino. Seguramente contribuía a ello la condición de modista de la más pequeña, que propiciaba que el zaguán y la primera estancia de la planta baja fuese un lugar en el que revoloteaban permanentemente las mozas que aprendían a coser. A veces he creído que mi tío ansiaba verme llegar para disfrutar de la compañía del varón que no tenía en su familia próxima. Aunque, la verdad, debo reconocer que en aquella casa todos se esforzaban para hacerme grata la estancia.

Recuerdo cómo mi tío me llevaba a una especie de almacén que tenía, donde guardaba sus herramientas y criaba palomos, animales que me encantaban porque en mi casa jamás tuvimos esas aves que “comen oro y cagan plomo”, como decía mi madre. Me permitía montar ‘de paquete’ en su ‘mobilette’, una especie de bicicleta motorizada, con la que nos desplazábamos a la casita que tenía en la cercana partida del Armajal, junto a una parcela de huerta y una balsa de riego, en la que me dejaba bañarme. En su casa conocí juguetes que jamás imaginé, como el diábolo. Un artilugio excepcionalmente bien conservado por mis primas, que me enseñaron a manejar en aquel patio frondoso que tenían en su casa de la calle del Cura Valero. Rememoro a mi tío, con su piel cetrina, su boina calada y ladeada, su parquedad expresiva y su permanente disposición para endulzar la existencia de sus hijas. Valga un solo detalle como muestra. En la alicatada y amplia cocina de su casa, horadó en la pared una pequeña hornacina para enterrar un pajarito que se les murió in illo tempore, cerrando la singular sepultura con un cristal transparente que permitía visualizar el cadáver del ser que seguramente tanto apreciaron. ¿A que resulta impresionante?.

Pero si algo entusiasmaba a mi tío Antonio eran los días de ‘Torico’. Recuerdo aquellas fechas de una manera especial. Apenas se hacía de día y se oía en lontananza el rumor de la dolçaina y el tabalet, iniciando la despertà. Inmediatamente, mi tío me echaba de la cama y me apremiaba a desayunar rápidamente para ir a ver la salida del toro. Apenas habíamos tomado dos sorbos de leche y se oía la primera carcasa, que anunciaba la inmediata suelta del animal. Nos apresurábamos y cuando poníamos el pie en la calle ya se escuchaba la segunda carcasa, que nos hacía aligerar el paso para llegar a tiempo al horno de mi tío Bernardo, que era el lugar que escogíamos para ver la salida.

Una vez allí, tras los rápidos saludos, nos acomodábamos en una de las ventanas cuando podíamos (lo que no era fácil, porque el establecimiento solía estar a reventar) y esperábamos expectantes el inicio de la carrera. En pocos minutos sonaba la carcasa definitiva y los movimientos de la gente en la calle anunciaban la inminente salida del toro y su pronta presencia al fondo de la calle, precedido por los mozos que corrían cuanto podían, sujetando por el extremo la larga cuerda que arrancaba de la badana que lucía el animal. En apenas cien metros, los alcanzaba, los sobrepasaba y corría raudo frente a nosotros, atravesando la plaza y dirigiéndose hacía la estación del ferrocarril. Mezclados entre el runrún del gentío y los comentarios sobre la salida, bajábamos a la calle y, sorteando el mar de gente que nos envolvía, íbamos buscando los atajos para llegar a la zona norte del pueblo. Allí, cerca de la estación, mi tío conocía una casa en la que nos dejaban acomodarnos para ver el discurrir del toro y los mozos por aquel barrio y, a veces, por la granja El Cerrito, situada al otro lado de las vías y adonde los mozos se empecinaban en llevar al toro. Seguramente algún enamorado tenía allá su amada y ello justificaba tan disparatado interés.

Después, nos desplazábamos rápidamente a la zona colindante, las denominadas “casicas nuevas”, unas construcciones unifamiliares humildes de nueva planta. En una de ellas vivía mi amigo José Vicente García. Nos instalábamos donde nos dejaban y veíamos las carreras del toro por la nueva barriada. Luego, bajábamos a la calle Pedralba y, finalmente, nuestro recorrido solía concluir observando las últimas carreras en el barrio de Bechinos o en la carretera de Cheste. Volvíamos de nuevo al horno, donde esperábamos que el toro llegase a la plaza y luego enfilase hacia los corrales. Algunas veces los mozos le arrojaban la cuerda a la testuz, dejándolo absolutamente suelto. Tal era el esfuerzo que había realizado que casi era incapaz de moverse, aunque nunca se sabe cómo pueden reaccionar estos animales. El lento discurrir del animal hacia los corrales ponía fin a la carrera y su encierro señalaba la hora del almuerzo. Una tradición que el mocerío espera y celebra tan intensamente como las galopadas del toro.  

Así era y sigue siendo la secuencia. Creció el pueblo, se modificó el tejido urbano y cambiaron las personas, pero en nada se alteró lo esencial: el ‘Torico’ sigue siendo lo mismo. En lugar de un animal para las seis carreras, ahora se emplean doce o quince. Ha crecido tanto el recorrido que cada carrera demanda al menos dos toros. Pese a todo, como dijo Pedro Nácher: La vieja, la antiquísima pugna hispánica entre el hombre y el toro, se ventila en Chiva a través de una cuerda. Ninguna ventaja para nadie: los hombres, a un lado; el toro, al otro; y la cuerda en medio. Desde la misma salida el toro coloca el peligro en la punta de sus cuernos y el hombre lo busca y lo esquiva en un insensato juego de alegre tragedia, que puede medirse en metros; en los metros de la cuerda… Para mí, estos escasos metros de cáñamo trenzado, han representado siempre el punto donde la fiesta se centra y aún diría más: la longitud donde los chivanos han podido hallar, en cierto sentido, la medida de sus propias vidas”.

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