La
sociedad numérica y global, que en pocos años ha dejado de ser efímero edén del
bienestar y de la opulencia, salvo para unos pocos, que son cada vez menos (me
pregunto si, por reducción al absurdo, acabaremos siendo todos pobres), aflora diariamente
fenómenos y protagonistas novedosos.
Hace
años que los médicos prescriben caminar a quienes rebasamos la ‘cincuentena’. No
indican hacia donde, ni tampoco exactamente cómo. Dicen que andar ayuda a
prevenir la osteoporosis, el riesgo de parada cardiaca y determinados cánceres.
Que facilita el sueño, mejora la capacidad de concentración y ayuda a controlar
el peso y a sentirse mejor. Que reduce la probabilidad de padecer enfermedades
comunes y que hasta nos hace respetuosos con el medio ambiente. Este contundente
vademécum nos pone a casi todos en el camino: amas de casa, oficinistas,
prejubilados, profesores, comerciales, etc. Actúa como una gran campaña para revitalizar
el título de aquella película (Camina o
revienta), que Vicente Aranda dedicó uno de los delincuentes más geniales de
este país. Me refiero a los de antes,
porque ahora cualquier chiquilicuatre o político del tres al cuatro puede llegar
a ser un forajido importante.
Los
ciudadanos, que cada día estamos más ‘amorcillados’ y somos más serviles, obedecemos
a los galenos e indirectamente a sus interesados y medicamentosos mecenas,
plegándonos sin discusión a sus prescripciones, tengan fundamento o no. Sin
preguntar demasiado ni encomendarnos a nadie, nos metemos en el cuerpo 5, 6 ó 7
kilómetros diarios a paso ligero, arrastrando nuestras desdichas por calles y
caminos, por veredas y avenidas, obviando los dolores articulares, las
molestias musculares, la empanada mental que nos turba, o lo que se tercie tal
día. Durante esos paseos que no conducen
a lugar alguno, nos cruzamos con otros conciudadanos a quienes desconocemos
aunque los veamos a diario. Paradójicamente, esos interminables e insulsos recorridos
nos hacen partícipes involuntarios de múltiples historias que suceden junto a
nosotros y que muchas veces ni percibimos. Una de ellas es la de los hombres con
palito.
Me
refiero a unos seres taciturnos, generalmente varones, con piel requemada y gorra
de visera, que recorren diariamente itinerarios urbanos que escogen por su
“rentabilidad”, cuyos hitos principales señalan los contenedores de basura. Son
personas que encontramos en calles y avenidas, con quienes nos cruzamos o caminamos
en paralelo, ajenos unos a los otros, sin cruzar un mísero saludo. Actúan como
androides o zombis, absortos en lo que parece su único objetivo existencial:
los cubos de la basura. El resto de cuanto ofrece la ciudad parece no importarles.
¿Por qué tendría que hacerlo?, me pregunto entre paréntesis. Mientras los
observamos, discretamente o con el rabillo del ojo, se comportan aparentemente
como autómatas, ajenos a lo que sucede a su alrededor, centrados exclusivamente en localizar sus
objetivos y activar sus particulares protocolos de actuación.
Se
plantan frente al contenedor blandiendo unas varitas metálicas que sujetan con
manos robustas y habilidosas, mientras descuidan sobre la acera el carrito de
bebé ‘customizado’ para el transporte de pequeñas mercancías o la mochila en la
que depositan sus presas. Los más aviesos descubren fácilmente las más
apetecibles. Apenas levantan la tapa del contenedor y han identificado sus objetivos. Introducen su palito, lo proyectan sobre el despojo, lo
trincan, lo extraen y lo mondan con una limpieza y rapidez que amilana. Inmediatamente,
lo guardan en la mochila o lo cargan en el carrito, y se acabó la función. A
otra cosa. Otros, menos diestros, pasan mayores apuros. Por ello, levantan la
tapa y se introducen en el contenedor para localizar las piezas interesantes, respirando
sus efluvios, pringándose con las miasmas y revolviéndose entre la mierda ajena
para, con suerte, tal vez descubrir algún desecho para echarlo en el talego y
ver qué se puede hacer con él. Ambos son nuestros parias privativos, los que cada
día nos recuerdan que existen otras vidas.
Unos
y otros proseguimos nuestro caminar. Algunos de los viandantes, espectadores de las
escenas descritas, nos miramos, mudos, intuyendo que nos preguntamos lo mismo:
¿para este viaje hacían falta tantas alforjas? Llevamos décadas viviendo de
espaldas a la realidad, convencidos de que solamente cabía la salida hacia
delante porque volver atrás era imposible. ¡Atrás, ni un paso, ni para tomar carrera! Pero la realidad es tozuda y estamos retrocediendo, inexorablemente y en casi
todo: en bienestar y en derechos, a nivel local y en clave global.
Hoy
la cuestión no es preguntarnos cómo, por qué y quiénes son los mayores culpables
de la gran involución que vivimos. Eso ya lo conocemos quienes queremos saberlo,
sin recurrir a las trampas ni hacer valer los prejuicios. Lo realmente preocupante
es que da la impresión de que la situación se ha instalado entre nosotros y va para rato. Por otro lado, pasan los años y seguimos viviendo de
espaldas a ella, ignorándola. Y en algún momento habrá que mirarla a la cara,
antes de que se nos lleve a todos por delante.
Me
parece que los políticos no son únicamente quienes se equivocan. También los
ciudadanos estamos engañándonos a nosotros mismos. Preferimos vivir en la
engañifa que afrontar los auténticos problemas. Por razones distintas y con
argumentos diferentes, jóvenes, mayores y viejos nos declaramos impotentes, nos
resignamos a vivir al día, sin perspectivas ni esperanzas, a perder
progresivamente lo poco o mucho que hemos ahorrado o conseguido a lo largo de
los años y con muchos sacrificios. Todo se resume en aquello de: “¿Y qué vas a
hacer?” O en el socorrido “virgencita, virgencita…”
Los
hombres del palito, como sus antagonistas, los “de negro”, me parecen una metáfora de nuestro
tiempo. Una dolorosa analogía con la vida ensimismada, empobrecida,
miserable e indigna. Con la que espera a quienes carezcan de otro horizonte
que no sea sobrevivir de los despojos y de la mierda ajena, mientras quede.
Muy bueno y muy real,
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