martes, 19 de agosto de 2014

Los hombres del palito.

La sociedad numérica y global, que en pocos años ha dejado de ser efímero edén del bienestar y de la opulencia, salvo para unos pocos, que son cada vez menos (me pregunto si, por reducción al absurdo, acabaremos siendo todos pobres), aflora diariamente fenómenos y protagonistas novedosos.

Hace años que los médicos prescriben caminar a quienes rebasamos la ‘cincuentena’. No indican hacia donde, ni tampoco exactamente cómo. Dicen que andar ayuda a prevenir la osteoporosis, el riesgo de parada cardiaca y determinados cánceres. Que facilita el sueño, mejora la capacidad de concentración y ayuda a controlar el peso y a sentirse mejor. Que reduce la probabilidad de padecer enfermedades comunes y que hasta nos hace respetuosos con el medio ambiente. Este contundente vademécum nos pone a casi todos en el camino: amas de casa, oficinistas, prejubilados, profesores, comerciales, etc. Actúa como una gran campaña para revitalizar el título de aquella película (Camina o revienta), que Vicente Aranda dedicó uno de los delincuentes más geniales de este país. Me refiero a los de antes, porque ahora cualquier chiquilicuatre o político del tres al cuatro puede llegar a ser un forajido importante.

Los ciudadanos, que cada día estamos más ‘amorcillados’ y somos más serviles, obedecemos a los galenos e indirectamente a sus interesados y medicamentosos mecenas, plegándonos sin discusión a sus prescripciones, tengan fundamento o no. Sin preguntar demasiado ni encomendarnos a nadie, nos metemos en el cuerpo 5, 6 ó 7 kilómetros diarios a paso ligero, arrastrando nuestras desdichas por calles y caminos, por veredas y avenidas, obviando los dolores articulares, las molestias musculares, la empanada mental que nos turba, o lo que se tercie tal día.  Durante esos paseos que no conducen a lugar alguno, nos cruzamos con otros conciudadanos a quienes desconocemos aunque los veamos a diario. Paradójicamente, esos interminables e insulsos recorridos nos hacen partícipes involuntarios de múltiples historias que suceden junto a nosotros y que muchas veces ni percibimos. Una de ellas es la de los hombres con palito.

Me refiero a unos seres taciturnos, generalmente varones, con piel requemada y gorra de visera, que recorren diariamente itinerarios urbanos que escogen por su “rentabilidad”, cuyos hitos principales señalan los contenedores de basura. Son personas que encontramos en calles y avenidas, con quienes nos cruzamos o caminamos en paralelo, ajenos unos a los otros, sin cruzar un mísero saludo. Actúan como androides o zombis, absortos en lo que parece su único objetivo existencial: los cubos de la basura. El resto de cuanto ofrece la ciudad parece no importarles. ¿Por qué tendría que hacerlo?, me pregunto entre paréntesis. Mientras los observamos, discretamente o con el rabillo del ojo, se comportan aparentemente como autómatas, ajenos a lo que sucede a su alrededor, centrados exclusivamente en localizar sus objetivos y activar sus particulares protocolos de actuación.

Se plantan frente al contenedor blandiendo unas varitas metálicas que sujetan con manos robustas y habilidosas, mientras descuidan sobre la acera el carrito de bebé ‘customizado’ para el transporte de pequeñas mercancías o la mochila en la que depositan sus presas. Los más aviesos descubren fácilmente las más apetecibles. Apenas levantan la tapa del contenedor y han identificado sus objetivos. Introducen  su palito, lo proyectan sobre el despojo, lo trincan, lo extraen y lo mondan con una limpieza y rapidez que amilana. Inmediatamente, lo guardan en la mochila o lo cargan en el carrito, y se acabó la función. A otra cosa. Otros, menos diestros, pasan mayores apuros. Por ello, levantan la tapa y se introducen en el contenedor para localizar las piezas interesantes, respirando sus efluvios, pringándose con las miasmas y revolviéndose entre la mierda ajena para, con suerte, tal vez descubrir algún desecho para echarlo en el talego y ver qué se puede hacer con él. Ambos son nuestros parias privativos, los que cada día nos recuerdan que existen otras vidas.

Unos y otros proseguimos nuestro caminar. Algunos de los viandantes, espectadores de las escenas descritas, nos miramos, mudos, intuyendo que nos preguntamos lo mismo: ¿para este viaje hacían falta tantas alforjas? Llevamos décadas viviendo de espaldas a la realidad, convencidos de que solamente cabía la salida hacia delante porque volver atrás era imposible. ¡Atrás, ni un paso, ni para tomar carrera! Pero la realidad es tozuda y estamos retrocediendo, inexorablemente y en casi todo: en bienestar y en derechos, a nivel local y en clave global.

Hoy la cuestión no es preguntarnos cómo, por qué y quiénes son los mayores culpables de la gran involución que vivimos. Eso ya lo conocemos quienes queremos saberlo, sin recurrir a las trampas ni hacer valer los prejuicios. Lo realmente preocupante es que da la impresión de que la situación se ha instalado entre nosotros y va para rato. Por otro lado, pasan los años y seguimos viviendo de espaldas a ella, ignorándola. Y en algún momento habrá que mirarla a la cara, antes de que se nos lleve a todos por delante.

Me parece que los políticos no son únicamente quienes se equivocan. También los ciudadanos estamos engañándonos a nosotros mismos. Preferimos vivir en la engañifa que afrontar los auténticos problemas. Por razones distintas y con argumentos diferentes, jóvenes, mayores y viejos nos declaramos impotentes, nos resignamos a vivir al día, sin perspectivas ni esperanzas, a perder progresivamente lo poco o mucho que hemos ahorrado o conseguido a lo largo de los años y con muchos sacrificios. Todo se resume en aquello de: “¿Y qué vas a hacer?” O en el socorrido “virgencita, virgencita…”

Los hombres del palito, como sus antagonistas, los “de negro”, me parecen una metáfora de nuestro tiempo. Una dolorosa analogía con la vida ensimismada, empobrecida, miserable e indigna. Con la que espera a quienes carezcan de otro horizonte que no sea sobrevivir de los despojos y de la mierda ajena, mientras quede.

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