sábado, 16 de agosto de 2014

Campo de los Almendros.

Acabo de leer El año de la Victoria, el segundo tomo de la trilogía que Eduardo de Guzmán dedicó a la Guerra Civil y a la primera posguerra. Eduardo fue compañero de celda y de sumario de Miguel Hernández y, como él, fue condenado a muerte y luego indultado, logrando la libertad condicional en 1943. La muerte de la esperanza y Nosotros los asesinos completan una obra que escribió entre 1973 y 1976 y que consiguió editar, no sin pocas dificultades, entre los años 74 y 76. Aunque recibió el Premio Internacional de la Prensa en 1975 por El año de la Victoria, su trabajo ha permanecido prácticamente olvidado desde entonces. No obstante, recientemente parece que alguna gente vuelve a interesarse por él. Me la recomendó Emilio Soler y su lectura me ha dejado muy mal cuerpo, pese a su innegable valor como testimonio imprescindible sobre el horror de la guerra y la posguerra, narrado en primera persona por un periodista libertario, que vivió la represión en carne propia. El año de la Victoria es una narración dura, que estremece, sobre los campos de concentración franquistas, particularmente sobre el los Almendros y el de Albatera, en los que estuvo confinado el autor, que concluye con su regreso a Madrid en junio de 1939. Es la antesala del relato que incluye Nosotros los asesinos, que narra su periplo por diversas cárceles madrileñas, su juicio y condena a muerte y la conmutación de esta pena varios meses después.

Transcurridos treinta y cinco años desde el final de la Guerra, Eduardo de Guzmán cuenta de memoria “una historia triste y real por partes iguales”. Licencias literarias aparte y lapsus o digresiones justificables, me parece que lo que narra es la historia verídica que protagonizaron miles de personas que mayoritariamente ya no existían cuando él la escribió. Pretende ser un alegato contra la violencia y la crueldad, y particularmente contra la guerra civil que, a su juicio, representa el mayor compendio de las iniquidades imaginables. Creo que logra en buena medida su propósito porque cuida especialmente anteponer la verdad y la justicia al resentimiento y al odio.

Narra descarnadamente los primeros días de abril de 1939 en el puerto de Alicante y en el vecino Campo de los Almendros, junto a la Goteta y la Serra Grossa, primeros lugares de reclusión del contingente de republicanos que se desplazaron al puerto con la esperanza de embarcar hacia la libertad y el destierro. El uno de abril de 1939, caminando entre los soldados que lo custodian, el autor no puede dejar de recordar la larga cadena de engaños que terminaron por impedir la evacuación. Engaños de enemigos, pero también de amigos, que fueron más dolorosos. Envuelto en esa desesperanza, se afana en contar la historia de unas personas vencidas, que tenían sus manos tan vacías como su espíritu, aplastado por la convicción de la derrota. Una frase, que el autor pone en los labios de un camarada, resume el estado de ánimo general en aquellos días: “Pronto envidiaremos a los muertos”. Pero aún sobrecoge más el propio pensamiento del autor cuando afirma, tan lacónico como contundente, que salvada la inicial pérdida de toda esperanza de sobrevivir y la placidez que comporta hallarse frente a lo inevitable de la muerte, “sería espantoso volver a caer en el infierno de la esperanza”. Esa es para él la mayor tortura imaginable que sufren las personas porque trasciende el sufrimiento físico y les añade la angustia del dolor moral. “Matar la esperanza es matar el temor”, llega a decir, atormentado por recuperarla, impulsado por el instinto de conservación.
Monolito instalado por la Comisión Cívica de Alicante
para la Recuperación de la Memoria Histórica
en el Campo de los Almendros. Junio de 2014.

Describe minuciosamente el traslado desde el puerto y los primeros días de cautiverio en el Campo de los Almendros, un labrantío con algunas barracas y pozos de agua salobre junto a la carretera de Valencia, que se utilizó de manera improvisada para la concentración y clasificación de los prisioneros. Allí se reunió a más de cuarenta mil personas. Unas, las  que permanecieron en sus puestos y mantuvieron las estructuras y servicios del sector meridional del territorio republicano hasta el final de la guerra; otras, las que buscaban simplemente la manera de huir. Describe el suplicio de las noches a la intemperie con hambre, frío, lluvia y ruido de disparos. Permaneció allí una semana, en la que apenas nadie probó bocado, engañando al hambre ingiriendo almendrucos y hierbas silvestres, como los animales; sin agua, y entre torturas, fusilamientos, vejaciones y atropellos de toda índole. Radiografía, en suma, una situación de extrema necesidad, hacinamiento, insalubridad y supresión del más elemental derecho humano, sometidos a las aberraciones  y el sadismo de los vencedores.

Refiere su salida forzosa del Campo de los Almendros el viernes, 7 de abril, con una maleta que parece que pesa el doble que cuando llegó, tal es su debilidad. Todos sufren las vicisitudes que produce la desorganización de los militares que los conducen, que suscitan entre los presos comentarios como: “Parece mentira que estos tipos hayan podido derrotarnos”, que tienen el contrapunto de ocurrentes réplicas: “Acaso perdimos la guerra porque todavía era mayor nuestra falta de organización.” Tras atravesar a pie la ciudad de Alicante y comprobar los intensos destrozos de los bombardeos, llegan a la estación de Murcia, donde son embarcados como si fuesen ganado en un tren con destino desconocido, que acaba siendo Albatera.

El campo de concentración que había en esta localidad albergó durante la Guerra a unos quinientos presos fascistas. Ahora acogía a alrededor de veinte mil personas, que tenían que dormir en el suelo, de lado, sincronizándose para darse la vuelta por la carencia de espacio, y hacerlo sobre los charcos que formaba una lluvia persistente que no dejó de caer durante buena parte de aquel mes de abril. Dormir era algo casi imposible. Las condiciones de habitabilidad eran terribles y la alimentación nula durante muchos días y escasísima cuando la había (he calculado que el rancho medio que comieron los presos cada cuatro días en esa fase de su cautiverio fue equivalente a 50 gramos de pan y sardinas). La frase “por no tener, no tenemos ni mierda en las tripas” expresa a las claras la situación. Se mantenía a los reclusos formados largas horas, mientras comisiones procedentes de diversos lugares husmeaban entre las filas a la caza del ‘rojo’. Se llevaban a bastantes personas y poco después solían oírse disparos.  Demacrados, encerrados en sí mismos, desesperados, sufriendo los estragos de continuas epidemias de piojos, sarna, chinches, tifus, paludismo, etc. muchos enfermaron y bastantes fallecieron, pero curiosamente nadie se suicidó.

Con la llegada de mayo y cierta mejoría en la alimentación se abatió sobre los reclusos una nueva y penosísima epidemia de estreñimiento, que causó mucho sufrimiento e incluso muertes. Tras semanas de inactividad, el intestino se resiste a volver a funcionar. La escasa comida, la falta de grasas y la casi total ausencia de líquidos en el tracto intestinal generan los llamados “escibalos”, unos excrementos parecidos a los de las cabras, erizados de pinchitos, que producen desgarros intestinales dolorosísimos. Sin solución de continuidad, a los escibalos les sucedieron las diarreas, con consecuencias más dramáticas, si cabe.

Entre tanto, llegaban noticias sobre la represión en zonas próximas, en forma de encarcelamientos masivos, sentencias de muerte y fusilamientos diarios. Incluso corrieron rumores sobre un generoso indulto que se produciría el 19 de mayo con motivo del desfile de la Victoria. Solo hubo que esperar a que llegase tal fecha para que se desvaneciese toda esperanza. Finalmente, el quince de junio Eduardo deja el Campo de Albatera. Días antes había sido delatado por un preso que lo conocía. Fue el último en ser llamado y en el camión no había sitio para su maleta, que debió abandonar, con ropa, un par de novelas y una obra de teatro inéditas. Los ciento un presos que seleccionaron en Albatera y Orihuela por su significación política, militar o sindical, pertenecientes a todos los partidos y sindicatos, emprendieron viaje esposados en el interior de los camiones. Hicieron reiteradas paradas en los pueblos de la ruta, donde se les “exhibió” para que sufrieran escarnio y vejaciones. De madrugada, llegaron a Madrid en ayunas y fueron encerrados en el sótano de uno de los hotelitos que se utilizaron como prisiones irregulares y lugares de tortura en los primeros meses de la posguerra. Aquí concluye el relato.

En la nuestra, como en toda guerra civil, se produjeron excesos sangrientos, represión, en definitiva. La represión republicana fue condenada y las víctimas que provocó son consideradas mártires de la “Cruzada”. Muchas de ellas fueron enterradas en el memorial que homenajea en exclusiva a los triunfadores: el Valle de los Caídos. Por el contrario, las víctimas de la represión franquista fueron silenciadas por la Dictadura y lo siguen siendo hoy, casi cuarenta años después de las primeras elecciones democráticas. Todavía no han ocupado el lugar que les corresponde en la memoria oficial de la democracia porque han sufrido dos derrotas consecutivas: el silencio impuesto por la Dictadura y el pactado en la Transición. Sus familiares soportaron todo tipo de vejaciones y humillaciones durante la primera y, paradójicamente, la democracia tampoco les ha resarcido mínimamente con el reconocimiento formal de lo que fueron sus muertos: defensores de la libertad contra el fascismo. Ni siquiera hoy pueden recuperar sus cuerpos, que siguen mayoritariamente sepultados donde los dejaron sus verdugos: en cunetas, pinares, barrancos, etc. Y todo ello, pese a la promulgación y vigencia de la Ley de la Memoria Histórica.

Es hora sobrada de pasar definitivamente la página más negra de nuestra historia reciente, la represión franquista. Pero para ello, siguiendo el camino que iniciaron Eduardo de Guzmán y otros muchos, hay que terminarla de escribir y leerla tranquila y sosegadamente. Obviar el pasado o intentar olvidarlo es incompatible con profundizar la convivencia democrática auténtica, superadora de viejos tabúes y respetuosa con la diferencia y la discrepancia.

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