Acabo
de leer El año de la Victoria, el
segundo tomo de la trilogía que Eduardo de Guzmán dedicó a la Guerra Civil y a
la primera posguerra. Eduardo fue compañero de celda y de sumario de Miguel
Hernández y, como él, fue condenado a muerte y luego indultado, logrando la
libertad condicional en 1943. La muerte
de la esperanza y Nosotros los
asesinos completan una obra que escribió entre 1973 y 1976 y que consiguió
editar, no sin pocas dificultades, entre los años 74 y 76. Aunque recibió el Premio
Internacional de la Prensa en 1975 por El
año de la Victoria, su trabajo ha permanecido prácticamente olvidado desde
entonces. No obstante, recientemente parece que alguna gente vuelve a interesarse por
él. Me la recomendó Emilio Soler y su lectura me ha dejado muy mal cuerpo, pese
a su innegable valor como testimonio imprescindible sobre el horror de la
guerra y la posguerra, narrado en primera persona por un periodista libertario,
que vivió la represión en carne propia. El
año de la Victoria es una narración dura, que estremece, sobre los campos
de concentración franquistas, particularmente sobre el los Almendros y el de
Albatera, en los que estuvo confinado el autor, que concluye con su regreso a
Madrid en junio de 1939. Es la antesala del relato que incluye Nosotros los asesinos, que narra su
periplo por diversas cárceles madrileñas, su juicio y condena a muerte y la
conmutación de esta pena varios meses después.
Transcurridos
treinta y cinco años desde el final de la Guerra, Eduardo de Guzmán cuenta de
memoria “una historia triste y real por partes iguales”. Licencias literarias
aparte y lapsus o digresiones justificables, me parece que lo que narra es la
historia verídica que protagonizaron miles de personas que mayoritariamente ya
no existían cuando él la escribió. Pretende ser un alegato contra la violencia
y la crueldad, y particularmente contra la guerra civil que, a su juicio,
representa el mayor compendio de las iniquidades imaginables. Creo que logra en
buena medida su propósito porque cuida especialmente anteponer la verdad y la
justicia al resentimiento y al odio.
Narra
descarnadamente los primeros días de abril de 1939 en el puerto de Alicante y
en el vecino Campo de los Almendros, junto a la Goteta y la Serra Grossa,
primeros lugares de reclusión del contingente de republicanos que se
desplazaron al puerto con la esperanza de embarcar hacia la libertad y el
destierro. El
uno de abril de 1939, caminando entre los soldados que lo custodian, el autor no
puede dejar de recordar la larga cadena de engaños que terminaron por impedir
la evacuación. Engaños de enemigos, pero también de amigos, que fueron más
dolorosos. Envuelto en esa desesperanza, se afana en contar la historia de unas
personas vencidas, que tenían sus manos tan vacías como su espíritu, aplastado
por la convicción de la derrota. Una frase, que el autor pone en los labios de
un camarada, resume el estado de ánimo general en aquellos días: “Pronto
envidiaremos a los muertos”. Pero aún sobrecoge más el propio pensamiento del
autor cuando afirma, tan lacónico como contundente, que salvada la inicial
pérdida de toda esperanza de sobrevivir y la placidez que comporta hallarse
frente a lo inevitable de la muerte, “sería espantoso volver a caer en el
infierno de la esperanza”. Esa es para él la mayor tortura imaginable que
sufren las personas porque trasciende el sufrimiento físico y les añade la
angustia del dolor moral. “Matar la esperanza es matar el temor”, llega a decir,
atormentado por recuperarla, impulsado por el instinto de conservación.
Monolito instalado por la Comisión Cívica de Alicante para la Recuperación de la Memoria Histórica en el Campo de los Almendros. Junio de 2014. |
Describe
minuciosamente el traslado desde el puerto y los primeros días de cautiverio en el Campo de los
Almendros, un labrantío con algunas barracas y pozos de agua salobre junto a la carretera de Valencia, que se utilizó de manera improvisada para la concentración y
clasificación de los prisioneros. Allí se reunió a más de
cuarenta mil personas. Unas, las que permanecieron
en sus puestos y mantuvieron las estructuras y servicios del sector meridional
del territorio republicano hasta el final de la guerra; otras, las que buscaban simplemente
la manera de huir. Describe el suplicio de las noches a la intemperie con
hambre, frío, lluvia y ruido de disparos. Permaneció allí una semana, en la que
apenas nadie probó bocado, engañando al hambre ingiriendo almendrucos y hierbas
silvestres, como los animales; sin agua, y entre torturas, fusilamientos, vejaciones
y atropellos de toda índole. Radiografía, en suma, una situación de extrema
necesidad, hacinamiento, insalubridad y supresión del más elemental derecho
humano, sometidos a las aberraciones y
el sadismo de los vencedores.
Refiere
su salida forzosa del Campo de los Almendros el viernes, 7 de abril, con una
maleta que parece que pesa el doble que cuando llegó, tal es su debilidad. Todos
sufren las vicisitudes que produce la desorganización de los militares que los
conducen, que suscitan entre los presos comentarios como: “Parece mentira que
estos tipos hayan podido derrotarnos”, que tienen el contrapunto de ocurrentes réplicas:
“Acaso perdimos la guerra porque todavía era mayor nuestra falta de
organización.” Tras atravesar a pie la ciudad de Alicante y comprobar los
intensos destrozos de los bombardeos, llegan a la estación de Murcia, donde son
embarcados como si fuesen ganado en un
tren con destino desconocido, que acaba siendo Albatera.
El
campo de concentración que había en esta localidad albergó durante la Guerra a
unos quinientos presos fascistas. Ahora acogía a alrededor de veinte mil
personas, que tenían que dormir en el suelo, de lado, sincronizándose para darse
la vuelta por la carencia de espacio, y hacerlo sobre los charcos que formaba una lluvia persistente que no dejó de caer durante buena parte de aquel mes de
abril. Dormir era algo casi imposible. Las condiciones de
habitabilidad eran terribles y la alimentación nula durante muchos días y escasísima
cuando la había (he calculado que el rancho medio que comieron los presos cada
cuatro días en esa fase de su cautiverio fue equivalente a 50 gramos de pan y
sardinas). La frase “por no tener, no tenemos ni mierda en las tripas” expresa
a las claras la situación. Se mantenía a los reclusos formados largas horas,
mientras comisiones procedentes de diversos lugares husmeaban entre las filas a
la caza del ‘rojo’. Se llevaban a bastantes personas y poco después solían
oírse disparos. Demacrados, encerrados
en sí mismos, desesperados, sufriendo los estragos de continuas epidemias de
piojos, sarna, chinches, tifus, paludismo, etc. muchos enfermaron y bastantes fallecieron,
pero curiosamente nadie se suicidó.
Con
la llegada de mayo y cierta mejoría en la alimentación se abatió sobre los reclusos
una nueva y penosísima epidemia de estreñimiento, que causó mucho sufrimiento e
incluso muertes. Tras semanas de inactividad, el intestino se resiste a
volver a funcionar. La escasa comida, la falta de grasas y la casi total
ausencia de líquidos en el tracto intestinal generan los llamados “escibalos”,
unos excrementos parecidos a los de las cabras, erizados de pinchitos, que
producen desgarros intestinales dolorosísimos. Sin solución de continuidad, a
los escibalos les sucedieron las diarreas, con consecuencias más dramáticas, si
cabe.
Entre
tanto, llegaban noticias sobre la represión en zonas próximas, en forma de encarcelamientos
masivos, sentencias de muerte y fusilamientos diarios. Incluso corrieron
rumores sobre un generoso indulto que se produciría el 19 de mayo con motivo
del desfile de la Victoria. Solo hubo que esperar a que llegase tal fecha para
que se desvaneciese toda esperanza. Finalmente, el quince de junio Eduardo deja
el Campo de Albatera. Días antes había sido delatado por un preso que lo
conocía. Fue el último en ser llamado y en el camión no había sitio para su
maleta, que debió abandonar, con ropa, un par de novelas y una obra de teatro
inéditas. Los ciento un presos que seleccionaron en Albatera y Orihuela por su
significación política, militar o sindical, pertenecientes a todos los partidos
y sindicatos, emprendieron viaje esposados en el interior de los camiones. Hicieron
reiteradas paradas en los pueblos de la ruta, donde se les “exhibió” para que
sufrieran escarnio y vejaciones. De madrugada, llegaron a Madrid en ayunas y fueron
encerrados en el sótano de uno de los hotelitos que se utilizaron como
prisiones irregulares y lugares de tortura en los primeros meses de la
posguerra. Aquí concluye el relato.
En
la nuestra, como en toda guerra civil, se produjeron excesos sangrientos,
represión, en definitiva. La represión republicana fue condenada y las víctimas
que provocó son consideradas mártires de la “Cruzada”. Muchas de ellas fueron
enterradas en el memorial que homenajea en exclusiva a los triunfadores: el
Valle de los Caídos. Por el contrario, las víctimas de la represión franquista
fueron silenciadas por la Dictadura y lo siguen siendo hoy, casi cuarenta años
después de las primeras elecciones democráticas. Todavía no han ocupado el
lugar que les corresponde en la memoria oficial de la democracia porque han
sufrido dos derrotas consecutivas: el silencio impuesto por la Dictadura y el
pactado en la Transición. Sus familiares soportaron todo tipo de vejaciones y
humillaciones durante la primera y, paradójicamente, la democracia tampoco les
ha resarcido mínimamente con el reconocimiento formal de lo que fueron sus
muertos: defensores de la libertad contra el fascismo. Ni siquiera hoy pueden
recuperar sus cuerpos, que siguen mayoritariamente sepultados donde los dejaron
sus verdugos: en cunetas, pinares, barrancos, etc. Y todo ello, pese a la promulgación
y vigencia de la Ley de la Memoria Histórica.
Es
hora sobrada de pasar definitivamente la página más negra de nuestra historia
reciente, la represión franquista. Pero para ello, siguiendo el camino que
iniciaron Eduardo de Guzmán y otros muchos, hay que terminarla de escribir y leerla
tranquila y sosegadamente. Obviar el pasado o intentar olvidarlo es
incompatible con profundizar la convivencia democrática auténtica, superadora
de viejos tabúes y respetuosa con la diferencia y la discrepancia.
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