jueves, 11 de septiembre de 2025

Cuando la crianza se convierte en excusa

Ser madre o padre implica un sinfín de responsabilidades, pero también sirve de coartada para explicar nuestras decisiones. Una de las más comunes —y a veces más problemáticas— se resume en la frase «es que los niños no me dejan» o su variante «lo hacemos por los niños». Detrás de esta aparente justificación se esconden dinámicas complejas: desde la evasión de responsabilidades hasta la manipulación emocional. 

Una de las formas más explícitas de estos comportamientos se produce cuando los padres utilizan a los hijos como excusa, es decir, como argumento para evitar hacer algo que en realidad no desean. En la vida cotidiana es habitual escuchar frases como: «No puedo ir al gimnasio porque los niños no me dejan», «no viajamos porque con los niños es imposible» o «dejé de estudiar porque tengo que estar con ellos».

Naturalmente, criar a los hijos exige tiempo y energía, y conlleva limitaciones reales. Sin embargo, como señalan los psicólogos familiares, a menudo frases como las mencionadas encubren una verdad más incómoda: no quiero hacerlo, no me interesa o no sé cómo hacerlo. La excusa de los niños funciona entonces como un «pararrayos» que desvía eventuales críticas externas.

Un ejemplo ilustrativo que ha utilizado algún profesional es el de una madre de dos niños pequeños, que decía habitualmente que no retomaba sus clases de inglés porque «los niños absorbían todo su tiempo». Sin embargo, cuando comenzaron a ir a la escuela, ella siguió posponiendo el proyecto. En conversación con una amiga, reconoció finalmente: «La verdad es que me da miedo enfrentarme a algo que siento que ya olvidé». Los hijos eran, en realidad, una coartada para tapar su inseguridad.

El sociólogo François de Singly, profesor de sociología en la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Sorbona, Universidad de París Descartes, explica que en la vida familiar «los niños se convierten en un recurso simbólico que los adultos utilizan para legitimar decisiones propias». Es decir, no solo son objeto de cuidados, sino también de discursos que facilitan justificar elecciones personales.

Pero, más allá de la excusa, también se constata otra dinámica cuando los padres proyectan sus propios intereses encubriéndolos bajo la máscara del bienestar infantil. La frase «lo hacemos por los niños» a menudo encubre la satisfacción de deseos adultos.

Un ejemplo frecuente tiene que ver con la elección de los lugares de vacaciones. Una determinada familia decide pasar una semana en un complejo turístico «porque es perfecto para los niños». Sin embargo, en la práctica, ellos terminan aburridos haciendo actividades que conocen sobradamente o poco adaptadas a sus edades, mientras los adultos disfrutan del spa, de largas cenas o de interminables sobremesas. En este caso, la justificación infantil legitima la búsqueda de comodidad por parte de los padres.

Algo similar sucede en contextos más sustanciales, como las expectativas laborales. Hay padres que afirman que mantienen un empleo estresante «para dar lo mejor a sus hijos», cuando en realidad en su decisión pesa tanto o más que ello el deseo personal de estatus, éxito profesional o altos ingresos. Obviamente, esto no desmerece la legítima aspiración de querer prosperar, pero lo que sí es problemático es ocultar la verdadera motivación tras el argumento de la crianza.

A la postre, este fenómeno puede generar tensiones en la familia. Como ha argumentado la prestigiosa psicóloga M. Jesús Álava Reyes: «Cuando los hijos perciben que se utilizan como excusa, sienten que no son vistos como sujetos, sino como instrumentos». En otras palabras, los niños acaban siendo un escudo retórico más que personas con voz propia.

La utilización de los hijos como excusa revela, en el fondo, un déficit de comunicación honesta. Decir abiertamente «no quiero» o «no puedo» puede resultar incómodo porque implica reconocer límites, aceptar vulnerabilidades o exponerse a críticas. La crianza, en cambio, ofrece argumentos que es difícil que sean cuestionados. ¿Quién se atrevería a reprochar a una madre o a un padre que priorice a sus hijos?

Sin embargo, esta dinámica erosiona la confianza. En la pareja, puede generar resentimiento: si uno de los dos siempre justifica decisiones apelando a los niños, se dificulta discutir en igualdad. En la relación con los hijos, los efectos son aún más delicados. Cuando crecen y empiezan a notar la incoherencia entre lo que se dice y lo que realmente ocurre, pueden sentirse manipulados.

Un caso citado con frecuencia en investigaciones de psicología familiar es el de adolescentes que rechazan participar en ciertas actividades «familiares» porque sienten que en realidad se trata de planes pensados para satisfacer a los adultos. El mensaje implícito que reciben es: «Nuestros padres no nos dicen la verdad, nos usan como argumento».

El insigne pedagogo, investigador y dibujante italiano Francesco Tonucci insiste en la importancia de dar voz real a los niños: «Los adultos suelen decidir por ellos pensando que saben lo que es mejor, pero muchas veces responden a sus propios intereses». La honestidad en la comunicación, incluso con los más pequeños, resulta esencial para construir confianza y autonomía.

¿Cómo se puede evitar caer en estas trampas? No se trata de dejar de lado a los hijos en las decisiones familiares, sino de asumir con sinceridad las propias motivaciones. Algunas estrategias útiles incluyen:

Aludir a los verdaderos deseos. En lugar de decir «no voy a la reunión porque los niños están cansados», se puede decir «estoy cansado y prefiero no ir». Reconocer la responsabilidad personal es un acto de madurez.

Diferenciar necesidades de deseos. Los hijos tienen necesidades objetivas (cuidado, afecto, educación), pero no todas las elecciones de los padres responden a ellas. Ser capaces de distinguir cuándo una decisión es por ellos y cuándo es por nosotros ayuda a mantener la claridad.

Escuchar a los niños. Darles voz en decisiones que les afectan directamente permite reducir la instrumentalización. Incluso los más pequeños pueden expresar preferencias que orienten a los padres.

Fomentar la transparencia en la pareja. Hablar abiertamente de miedos, cansancio o deseos evita recurrir al «paraguas» de los hijos como excusa.

En definitiva, la frase «es por los niños» refleja una paradoja: al mismo tiempo que reconoce la importancia de la crianza, puede ocultar la falta de honestidad en las relaciones adultas. Los hijos, convertidos en excusa, pasan de ser sujetos de derechos a convertirse en un recurso retórico. Al priorizar los propios deseos disfrazados de cuidado infantil y al evitar la comunicación directa, los padres corren el riesgo de dañar la confianza tanto en la pareja como con los propios hijos.

Aceptar que no siempre queremos o podemos hacer algo, y atrevernos a decirlo sin excusas, es un paso hacia una crianza más auténtica y una vida familiar más sana. Como recuerda la psicóloga Brené Brown, profesora e investigadora de la Universidad de Houston, «la vulnerabilidad es la esencia de la conexión humana». Quizá el mayor regalo que podemos dar a nuestros hijos no sea ponerlos como excusa, sino mostrarles, con honestidad, que ser adulto también significa aprender a decir la verdad.


 

jueves, 4 de septiembre de 2025

Gratitud y dignidad

Tras dedicar su vida a la psicología de la salud y a los cuidados paliativos, tras intentar contumazmente comprender al ser humano y acompañarlo en su sufrimiento hasta el final de la vida, Ramón Bayés se marchó el mes pasado. Tenía 94 años. En su vida enfatizó dos ideas fundamentales: la primera, que los cuerpos duelen, son las personas las que sufren; y la segunda, que la persona es el viaje, y que cada viaje es distinto, único… No importa no llegar a Ítaca; lo importante es que el camino sea consciente y rico en experiencias, como propone Kavafis. Debemos seguir andando, mientras podamos.

En este blog, he abordado en otras ocasiones el espinoso asunto de los cuidados paliativos y la eutanasia. Un derecho incorporado recientemente a la letra de la ley en España, que lamentablemente dista mucho de ser una realidad en el día a día de la vida de los ciudadanos.

La partida de Ramón, catedrático de Psicología en la Universidad Autónoma de Barcelona, me trae a la memoria a otro insigne y polémico académico, el célebre neurólogo y autor Oliver Sacks, que despidió la vida con una carta y una obra profundamente humanas. La primera es una misiva que hizo pública en 2015 revelando que, a sus 81 años, enfrentaba metástasis hepáticas derivadas de un melanoma ocular y elegía vivir los meses que le quedaran «ricos, profundos y productivos». Más tarde, nos regaló Gratitud, una colección de ensayos escritos en sus últimos días, donde abraza la vejez sin miedo, la muerte sin dramatismo y exalta la vida con serenidad. Finalmente, su legado se completó con una exquisita colección de cartas (Cartas, Anagrama, 2025) que revelan la pasión, curiosidad, sensibilidad y calidez de un hombre entregado al conocimiento y al afecto.

Ramón Bayés, por su parte, maestro en cuidados paliativos, también decidió recurrir a la eutanasia dada su situación de aislamiento irrevocable: la pérdida de vista y oído le había privado del mundo que amaba —la lectura, el cine, la escritura—. Su muerte, consumada el pasado 7 de agosto, fue una despedida consciente y libre, pero el proceso para llegar a ella estuvo marcado por la lentitud burocrática, la falta de empatía profesional e incluso la objeción de conciencia oculta. Todo ello hizo su adiós más duro de lo previsto. Su hija ha revelado que los trámites duraron más de tres meses —muchísimo más tiempo del establecido por la ley—; que enfrentó entrevistas protocolarias que no exploraron su sufrimiento real; que medidas tan básicas como la colocación de la vía intravenosa se practicaron tarde y torpemente —seis intentos—, reforzando el dolor en lugar de asegurar la partida digna que ansiaba.

Son dos despedidas muy distintas. Sacks, rodeado de palabras certeras y afecto, encontró en el lenguaje y en su obra el modo de despedirse en plenitud. Bayés, a pesar de su sabiduría, se encontró con un sistema que violentó su etapa final con fallos técnicos, tensiones morales y falta de humanidad. Ninguno escatimó en dignidad, pero a uno le ayudó su voz y el otro enfrentó una ley incipiente —garantista solo sobre el papel— con engranajes todavía chirriantes.

Pese a todo, ambos encarnan la búsqueda de un final consciente y dignamente elegido. Sacks lo hace acopiando sus vivencias y su gratitud por la vida; Bayés optando por una muerte asistida en uno de los sistemas de salud más avanzados de Europa. Ambos concuerdan en que, en la encrucijada final, debe poderse elegir cómo despedirse: con gratitud o con lucidez, pero siempre con dignidad. De manera que, también en su ocaso, la persona debe seguir siendo protagonista de su historia.

Pero entre las experiencias de ambos se contrastan abismos. Sacks dispuso de su voz, de entornos íntimos y del poder transformador de su obra. Bayés se encontró con un sistema frío y fallido que no supo envolverlo emocionalmente. La ley española de la eutanasia prevé plazos cortos (15 días), acompañamiento médico y garantía legal, pero la práctica demuestra que son habituales las demoras (más de tres meses) y que hay profesionales insuficientemente formados o con objeción oculta. Así pues, el legado de Sacks es simbólico y refleja el ideal de la despedida aceptada. El que deja Bayés desliza una pregunta inquietante: si alguien como él ha encontrado tantos obstáculos, ¿qué no sufrirán quienes carecen de redes de apoyo o no conocen sus derechos?

La Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, reconoció el derecho a morir dignamente con asistencia médica, como prestación pública del Sistema Nacional de Salud. Somos el séptimo país del mundo en reconocerlo. Desde su promulgación hasta el año pasado, se constatan 2500 solicitudes, de las que se han atendido poco más del 40 %.

Por otra parte, la ley establece un marco bien cimentado en derechos fundamentales —dignidad, autonomía, libertad— e incluso prevé la objeción de conciencia, las comisiones de garantía y los procedimientos urgentes. Sin embargo, cinco años después de su promulgación, su materialización es dispar: hay retrasos, desigualdades territoriales, carencias formativas, falta de empatía y opacidad estadística.

De hecho, la media real desde la petición hasta la prestación ronda los 67-75 días, frente a los 35 previstos. Una de las consecuencias de ello es que el 25 % de los solicitantes muere antes de que se resuelva su petición. Por otro lado, la desigualdad entre comunidades autónomas es llamativa y refleja realidades muy dispares, desde la no publicación de datos (C. Valenciana y Canarias para los años 2022 y 2023) al 82 % de solicitudes atendidas en el País Vasco, el 12 % en Aragón o el 16 % en Cantabria. En Murcia y Extremadura, curiosamente, se atendieron todas.

En fin, en la figura de Oliver Sacks hay poesía, gratitud, despedida consciente; la despedida de Ramón Bayés muestra descarnadamente que todavía resta mucho por pulir en nuestro sistema para que sea verdaderamente humanizador. Sacks vivió sus últimos días como una narrativa completa y bellísima; Bayés tuvo que contornear un sistema que le falló al borde de su adiós.

Es incuestionable que se han producido avances normativos, pero, como refrenda la historia, las leyes no bastan por sí solas. Su desarrollo y aplicación requieren humanidad, formación, recursos y equidad por parte de quienes deben materializarlas. Si queremos que todas las despedidas se parezcan a la de Sacks —con plenitud, claridad y humanidad— y no tanto a la de Bayés —con espera, frialdad y dolor añadido—, debemos seguir ajustando la ley, desplegando y reforzando las actuaciones y controles que demanda su implementación, y exigiendo que la muerte con dignidad sea una opción real para todos los ciudadanos y las ciudadanas, sin excepciones.