jueves, 11 de septiembre de 2025

Cuando la crianza se convierte en excusa

Ser madre o padre implica un sinfín de responsabilidades, pero también sirve de coartada para explicar nuestras decisiones. Una de las más comunes —y a veces más problemáticas— se resume en la frase «es que los niños no me dejan» o su variante «lo hacemos por los niños». Detrás de esta aparente justificación se esconden dinámicas complejas: desde la evasión de responsabilidades hasta la manipulación emocional. 

Una de las formas más explícitas de estos comportamientos se produce cuando los padres utilizan a los hijos como excusa, es decir, como argumento para evitar hacer algo que en realidad no desean. En la vida cotidiana es habitual escuchar frases como: «No puedo ir al gimnasio porque los niños no me dejan», «no viajamos porque con los niños es imposible» o «dejé de estudiar porque tengo que estar con ellos».

Naturalmente, criar a los hijos exige tiempo y energía, y conlleva limitaciones reales. Sin embargo, como señalan los psicólogos familiares, a menudo frases como las mencionadas encubren una verdad más incómoda: no quiero hacerlo, no me interesa o no sé cómo hacerlo. La excusa de los niños funciona entonces como un «pararrayos» que desvía eventuales críticas externas.

Un ejemplo ilustrativo que ha utilizado algún profesional es el de una madre de dos niños pequeños, que decía habitualmente que no retomaba sus clases de inglés porque «los niños absorbían todo su tiempo». Sin embargo, cuando comenzaron a ir a la escuela, ella siguió posponiendo el proyecto. En conversación con una amiga, reconoció finalmente: «La verdad es que me da miedo enfrentarme a algo que siento que ya olvidé». Los hijos eran, en realidad, una coartada para tapar su inseguridad.

El sociólogo François de Singly, profesor de sociología en la Facultad de Ciencias Humanas y Sociales de la Sorbona, Universidad de París Descartes, explica que en la vida familiar «los niños se convierten en un recurso simbólico que los adultos utilizan para legitimar decisiones propias». Es decir, no solo son objeto de cuidados, sino también de discursos que facilitan justificar elecciones personales.

Pero, más allá de la excusa, también se constata otra dinámica cuando los padres proyectan sus propios intereses encubriéndolos bajo la máscara del bienestar infantil. La frase «lo hacemos por los niños» a menudo encubre la satisfacción de deseos adultos.

Un ejemplo frecuente tiene que ver con la elección de los lugares de vacaciones. Una determinada familia decide pasar una semana en un complejo turístico «porque es perfecto para los niños». Sin embargo, en la práctica, ellos terminan aburridos haciendo actividades que conocen sobradamente o poco adaptadas a sus edades, mientras los adultos disfrutan del spa, de largas cenas o de interminables sobremesas. En este caso, la justificación infantil legitima la búsqueda de comodidad por parte de los padres.

Algo similar sucede en contextos más sustanciales, como las expectativas laborales. Hay padres que afirman que mantienen un empleo estresante «para dar lo mejor a sus hijos», cuando en realidad en su decisión pesa tanto o más que ello el deseo personal de estatus, éxito profesional o altos ingresos. Obviamente, esto no desmerece la legítima aspiración de querer prosperar, pero lo que sí es problemático es ocultar la verdadera motivación tras el argumento de la crianza.

A la postre, este fenómeno puede generar tensiones en la familia. Como ha argumentado la prestigiosa psicóloga M. Jesús Álava Reyes: «Cuando los hijos perciben que se utilizan como excusa, sienten que no son vistos como sujetos, sino como instrumentos». En otras palabras, los niños acaban siendo un escudo retórico más que personas con voz propia.

La utilización de los hijos como excusa revela, en el fondo, un déficit de comunicación honesta. Decir abiertamente «no quiero» o «no puedo» puede resultar incómodo porque implica reconocer límites, aceptar vulnerabilidades o exponerse a críticas. La crianza, en cambio, ofrece argumentos que es difícil que sean cuestionados. ¿Quién se atrevería a reprochar a una madre o a un padre que priorice a sus hijos?

Sin embargo, esta dinámica erosiona la confianza. En la pareja, puede generar resentimiento: si uno de los dos siempre justifica decisiones apelando a los niños, se dificulta discutir en igualdad. En la relación con los hijos, los efectos son aún más delicados. Cuando crecen y empiezan a notar la incoherencia entre lo que se dice y lo que realmente ocurre, pueden sentirse manipulados.

Un caso citado con frecuencia en investigaciones de psicología familiar es el de adolescentes que rechazan participar en ciertas actividades «familiares» porque sienten que en realidad se trata de planes pensados para satisfacer a los adultos. El mensaje implícito que reciben es: «Nuestros padres no nos dicen la verdad, nos usan como argumento».

El insigne pedagogo, investigador y dibujante italiano Francesco Tonucci insiste en la importancia de dar voz real a los niños: «Los adultos suelen decidir por ellos pensando que saben lo que es mejor, pero muchas veces responden a sus propios intereses». La honestidad en la comunicación, incluso con los más pequeños, resulta esencial para construir confianza y autonomía.

¿Cómo se puede evitar caer en estas trampas? No se trata de dejar de lado a los hijos en las decisiones familiares, sino de asumir con sinceridad las propias motivaciones. Algunas estrategias útiles incluyen:

Aludir a los verdaderos deseos. En lugar de decir «no voy a la reunión porque los niños están cansados», se puede decir «estoy cansado y prefiero no ir». Reconocer la responsabilidad personal es un acto de madurez.

Diferenciar necesidades de deseos. Los hijos tienen necesidades objetivas (cuidado, afecto, educación), pero no todas las elecciones de los padres responden a ellas. Ser capaces de distinguir cuándo una decisión es por ellos y cuándo es por nosotros ayuda a mantener la claridad.

Escuchar a los niños. Darles voz en decisiones que les afectan directamente permite reducir la instrumentalización. Incluso los más pequeños pueden expresar preferencias que orienten a los padres.

Fomentar la transparencia en la pareja. Hablar abiertamente de miedos, cansancio o deseos evita recurrir al «paraguas» de los hijos como excusa.

En definitiva, la frase «es por los niños» refleja una paradoja: al mismo tiempo que reconoce la importancia de la crianza, puede ocultar la falta de honestidad en las relaciones adultas. Los hijos, convertidos en excusa, pasan de ser sujetos de derechos a convertirse en un recurso retórico. Al priorizar los propios deseos disfrazados de cuidado infantil y al evitar la comunicación directa, los padres corren el riesgo de dañar la confianza tanto en la pareja como con los propios hijos.

Aceptar que no siempre queremos o podemos hacer algo, y atrevernos a decirlo sin excusas, es un paso hacia una crianza más auténtica y una vida familiar más sana. Como recuerda la psicóloga Brené Brown, profesora e investigadora de la Universidad de Houston, «la vulnerabilidad es la esencia de la conexión humana». Quizá el mayor regalo que podemos dar a nuestros hijos no sea ponerlos como excusa, sino mostrarles, con honestidad, que ser adulto también significa aprender a decir la verdad.


 

jueves, 4 de septiembre de 2025

Gratitud y dignidad

Tras dedicar su vida a la psicología de la salud y a los cuidados paliativos, tras intentar contumazmente comprender al ser humano y acompañarlo en su sufrimiento hasta el final de la vida, Ramón Bayés se marchó el mes pasado. Tenía 94 años. En su vida enfatizó dos ideas fundamentales: la primera, que los cuerpos duelen, son las personas las que sufren; y la segunda, que la persona es el viaje, y que cada viaje es distinto, único… No importa no llegar a Ítaca; lo importante es que el camino sea consciente y rico en experiencias, como propone Kavafis. Debemos seguir andando, mientras podamos.

En este blog, he abordado en otras ocasiones el espinoso asunto de los cuidados paliativos y la eutanasia. Un derecho incorporado recientemente a la letra de la ley en España, que lamentablemente dista mucho de ser una realidad en el día a día de la vida de los ciudadanos.

La partida de Ramón, catedrático de Psicología en la Universidad Autónoma de Barcelona, me trae a la memoria a otro insigne y polémico académico, el célebre neurólogo y autor Oliver Sacks, que despidió la vida con una carta y una obra profundamente humanas. La primera es una misiva que hizo pública en 2015 revelando que, a sus 81 años, enfrentaba metástasis hepáticas derivadas de un melanoma ocular y elegía vivir los meses que le quedaran «ricos, profundos y productivos». Más tarde, nos regaló Gratitud, una colección de ensayos escritos en sus últimos días, donde abraza la vejez sin miedo, la muerte sin dramatismo y exalta la vida con serenidad. Finalmente, su legado se completó con una exquisita colección de cartas (Cartas, Anagrama, 2025) que revelan la pasión, curiosidad, sensibilidad y calidez de un hombre entregado al conocimiento y al afecto.

Ramón Bayés, por su parte, maestro en cuidados paliativos, también decidió recurrir a la eutanasia dada su situación de aislamiento irrevocable: la pérdida de vista y oído le había privado del mundo que amaba —la lectura, el cine, la escritura—. Su muerte, consumada el pasado 7 de agosto, fue una despedida consciente y libre, pero el proceso para llegar a ella estuvo marcado por la lentitud burocrática, la falta de empatía profesional e incluso la objeción de conciencia oculta. Todo ello hizo su adiós más duro de lo previsto. Su hija ha revelado que los trámites duraron más de tres meses —muchísimo más tiempo del establecido por la ley—; que enfrentó entrevistas protocolarias que no exploraron su sufrimiento real; que medidas tan básicas como la colocación de la vía intravenosa se practicaron tarde y torpemente —seis intentos—, reforzando el dolor en lugar de asegurar la partida digna que ansiaba.

Son dos despedidas muy distintas. Sacks, rodeado de palabras certeras y afecto, encontró en el lenguaje y en su obra el modo de despedirse en plenitud. Bayés, a pesar de su sabiduría, se encontró con un sistema que violentó su etapa final con fallos técnicos, tensiones morales y falta de humanidad. Ninguno escatimó en dignidad, pero a uno le ayudó su voz y el otro enfrentó una ley incipiente —garantista solo sobre el papel— con engranajes todavía chirriantes.

Pese a todo, ambos encarnan la búsqueda de un final consciente y dignamente elegido. Sacks lo hace acopiando sus vivencias y su gratitud por la vida; Bayés optando por una muerte asistida en uno de los sistemas de salud más avanzados de Europa. Ambos concuerdan en que, en la encrucijada final, debe poderse elegir cómo despedirse: con gratitud o con lucidez, pero siempre con dignidad. De manera que, también en su ocaso, la persona debe seguir siendo protagonista de su historia.

Pero entre las experiencias de ambos se contrastan abismos. Sacks dispuso de su voz, de entornos íntimos y del poder transformador de su obra. Bayés se encontró con un sistema frío y fallido que no supo envolverlo emocionalmente. La ley española de la eutanasia prevé plazos cortos (15 días), acompañamiento médico y garantía legal, pero la práctica demuestra que son habituales las demoras (más de tres meses) y que hay profesionales insuficientemente formados o con objeción oculta. Así pues, el legado de Sacks es simbólico y refleja el ideal de la despedida aceptada. El que deja Bayés desliza una pregunta inquietante: si alguien como él ha encontrado tantos obstáculos, ¿qué no sufrirán quienes carecen de redes de apoyo o no conocen sus derechos?

La Ley Orgánica 3/2021, de regulación de la eutanasia, reconoció el derecho a morir dignamente con asistencia médica, como prestación pública del Sistema Nacional de Salud. Somos el séptimo país del mundo en reconocerlo. Desde su promulgación hasta el año pasado, se constatan 2500 solicitudes, de las que se han atendido poco más del 40 %.

Por otra parte, la ley establece un marco bien cimentado en derechos fundamentales —dignidad, autonomía, libertad— e incluso prevé la objeción de conciencia, las comisiones de garantía y los procedimientos urgentes. Sin embargo, cinco años después de su promulgación, su materialización es dispar: hay retrasos, desigualdades territoriales, carencias formativas, falta de empatía y opacidad estadística.

De hecho, la media real desde la petición hasta la prestación ronda los 67-75 días, frente a los 35 previstos. Una de las consecuencias de ello es que el 25 % de los solicitantes muere antes de que se resuelva su petición. Por otro lado, la desigualdad entre comunidades autónomas es llamativa y refleja realidades muy dispares, desde la no publicación de datos (C. Valenciana y Canarias para los años 2022 y 2023) al 82 % de solicitudes atendidas en el País Vasco, el 12 % en Aragón o el 16 % en Cantabria. En Murcia y Extremadura, curiosamente, se atendieron todas.

En fin, en la figura de Oliver Sacks hay poesía, gratitud, despedida consciente; la despedida de Ramón Bayés muestra descarnadamente que todavía resta mucho por pulir en nuestro sistema para que sea verdaderamente humanizador. Sacks vivió sus últimos días como una narrativa completa y bellísima; Bayés tuvo que contornear un sistema que le falló al borde de su adiós.

Es incuestionable que se han producido avances normativos, pero, como refrenda la historia, las leyes no bastan por sí solas. Su desarrollo y aplicación requieren humanidad, formación, recursos y equidad por parte de quienes deben materializarlas. Si queremos que todas las despedidas se parezcan a la de Sacks —con plenitud, claridad y humanidad— y no tanto a la de Bayés —con espera, frialdad y dolor añadido—, debemos seguir ajustando la ley, desplegando y reforzando las actuaciones y controles que demanda su implementación, y exigiendo que la muerte con dignidad sea una opción real para todos los ciudadanos y las ciudadanas, sin excepciones.


 

domingo, 31 de agosto de 2025

Soledad, solitud

En otras ocasiones he abordado en este blog el tema de la soledad. Hoy vuelvo a él de la mano de Andrés Ortega, nieto del insigne filósofo, que ha publicado recientemente el libro Soledad sin solitud. Por qué tantos están hoy tan solos (2025).

En el siglo XXI, la soledad se ha convertido en un fenómeno paradójico: las sociedades nunca habían estado tan interconectadas tecnológicamente y, sin embargo, los niveles de aislamiento subjetivo alcanzan máximos históricos. Andrés Ortega, periodista y ensayista, analiza este dilema en su libro, distinguiendo entre la soledad no deseada, impuesta por determinadas estructuras sociales, y la solitud, entendida como la capacidad de estar a gusto con uno mismo. En su ensayo, Ortega reflexiona acerca de cómo los regímenes totalitarios se han aprovechado de la soledad y la han fomentado deliberadamente para consolidar su dominio a lo largo de la historia.

Se apoya en una distinción explorada previamente por autores como Paul Tillich, quien afirmó que «La soledad expresa el dolor de estar solo, mientras la solitud expresa la gloria de estar solo» (véase Tillich, 1959). Esta diferencia no es meramente semántica, sino genuinamente existencial. De ahí que Bauman (Amor líquido. Acerca de la fragilidad de los vínculos humanos, 2003), en su diagnóstico de la modernidad líquida, entienda que la soledad se vincula con la precariedad de los lazos interpersonales y con la inestabilidad afectiva, que conforman el correlato subjetivo de un mundo que ya no ofrece comunidades sólidas.

Por el contrario, la solitud implica un espacio interno fértil, un retiro voluntario que permite la reflexión, la creatividad y el juicio autónomo. Ortega y Gasset advirtió en La rebelión de las masas que el hombre-masa huye de la soledad reflexiva, buscando constantemente el amparo del colectivo sin asumir su responsabilidad individual (Ortega y Gasset, 1930).

Por su parte, Hannah Arendt ofrece una clave contundente para entender el vínculo entre soledad y totalitarismo. En Los orígenes del totalitarismo (1951), subraya que el aislamiento social y la atomización son condiciones sine qua non para la dominación total: «El aislamiento puede ser el comienzo del terror; la soledad es siempre su resultado. [...] La esencia del gobierno totalitario, y quizá la naturaleza de todo gobierno, es hacer que los hombres estén tan solos que no puedan siquiera formar una idea común» (Arendt, 1951, p. 474).

Los regímenes totalitarios del siglo XX perfeccionaron la ingeniería del aislamiento. El miedo a la delación fracturó familias, comunidades y colectivos laborales, como documenta Grossman (1980) en su estudio sobre la URSS estalinista, que refleja su novela Todo fluye (versión en castellano de Galaxia Gutenberg, 2023). Nadie podía confiar en nadie, y esa soledad relacional allanó el camino para la sumisión.

Hoy, sin embargo, el totalitarismo se reinventa adoptando formas más sutiles, muchas veces ancladas en la manipulación digital. Shoshana Zuboff (La era del capitalismo de la vigilancia, 2020) advierte que el capitalismo de vigilancia explota la soledad subjetiva para insertar micropublicidades políticas y moldear comportamientos, erosionando el espacio privado de deliberación autónoma. El «algoritmo mutila la espontaneidad», como apunta Ortega, y dirige preferencias sin que el sujeto perciba la coacción.

Al mismo tiempo, las redes sociales ofrecen una ilusión de compañía, pero no una comunidad genuina. Turkle (Alone together, 2011) sostiene que estamos «juntos pero solos»: hiperconectados en lo superficial, pero incapaces de sostener la intimidad o la conversación prolongada. Esto crea un sustrato psicosocial que los populismos y los discursos autoritarios aprovechan, al prometer rescatar al individuo de su anomia y devolverle un «sentido» común, aunque esté construido sobre antagonismos artificiales.

Frente a estos desafíos, Ortega propone revalorizar la solitud desde la infancia, incorporando prácticas de introspección que contrarresten la distracción digital. Este planteamiento recuerda a Nussbaum (Sin fines de lucro. Por qué la democracia necesita de las humanidades, 2010), quien defiende la educación humanística como herramienta para cultivar el juicio crítico y la empatía, en lugar de formar simples consumidores.

De igual modo, reconstruir comunidades locales y espacios compartidos se revela como algo esencial. Putnam (Bowling Alone: The Collapse and Revival of American Community, 2000) documentó cómo el capital social —las redes de confianza y reciprocidad— se ha deteriorado drásticamente en las sociedades occidentales, debilitando la capacidad colectiva de resistir a las narrativas autoritarias.

El totalitarismo, en cualquiera de sus formas, requiere la soledad para prosperar. Para consolidar el poder, fractura los vínculos comunitarios, fomenta la desconfianza y explota el miedo. La advertencia de Ortega (2025) se inscribe en una larga tradición filosófica que une a Arendt, Bauman y Ortega y Gasset: solo un individuo capaz de habitar su solitud, y simultáneamente inserto en una red de relaciones significativas, puede sustraerse a la fascinación del poder absoluto. Así pues, cultivar la solitud no es un acto meramente personal, sino un imperativo político para sostener sociedades libres.



miércoles, 27 de agosto de 2025

¿Mejorar la memoria?

Uno de los grandes hándicaps que afligen a la gente de mi edad –aunque no solamente a ella– es la pérdida de memoria. Frecuentemente, nos quejamos de que nos «patinan» las neuronas o hacemos chistes facilones con el nombre de ese médico alemán que no mentamos por si acaso, no vaya a ser que... Y todo ello pese a que está acreditado que la capacidad de recordar lo que se ve, se escucha o se estudia es una habilidad clave para el aprendizaje, incluso para el que llevamos a cabo las personas adultas. Sin embargo, muchos percibimos que olvidamos fácilmente la información que adquirimos y, consecuentemente, nos hacemos la pregunta del millón: ¿existe alguna solución para contrarrestar ese olvido?

Está acreditado que la memoria humana es un proceso complejo, dinámico y altamente selectivo. Pese a que consideramos que podemos recordar cualquier cosa que nos propongamos, la realidad es muy distinta. Como asegura el neurocientífico norteamericano Charan Ranganath (Por qué recordamos, 2024), pionero en el uso de resonancias magnéticas funcionales (IRMf) para estudiar cómo recordamos, el cerebro está biológicamente programado para olvidar la información poco relevante para la supervivencia o para tomar las decisiones cotidianas. Esta capacidad de «olvidar selectivamente» lo protege de la sobrecarga cognitiva, pero plantea paralelamente una problemática significativa en los procesos de aprendizaje. De ahí que Ranganath aborde en su obra una cuestión esencial y enigmática, que el psicólogo alemán H. Ebbinghaus (1850-1909) ya planteó hace más de un siglo: «Gran parte de lo que experimentamos hoy se perderá en menos de un día. ¿Por qué?».

Para dar respuesta a esa pregunta, un estudiante llamado Hilel ideó una estrategia para mejorar la retención de la información, la llamada «Regla del 2-7-30», un método basado en la investigación de Ebbinghaus, pionero en el estudio empírico de la memoria. Este enfoque ha sido respaldado por la neurociencia moderna y se basa en los principios de la repetición espaciada, una técnica comprobada para consolidar conocimientos en la memoria a largo plazo.

El mencionado Ranganath explica en su obra que el cerebro funciona regido por un principio de eficiencia: prioriza la retención de la información que considera significativa y desecha el resto. De ello deduce que «La memoria es esencialmente un proceso competitivo». Es decir, que los recuerdos compiten por ser almacenados, y aquellos que no se refuerzan acaban desvaneciéndose con el tiempo. Este fenómeno fue estudiado en el siglo XIX por Ebbinghaus, quien descubrió lo que se conoce como la curva del olvido. Según sus experimentos, tras adquirir un determinado aprendizaje, se produce una rápida pérdida del recuerdo en los primeros días y, si no media repaso o refuerzo alguno, al cabo de un mes solo se retiene entre el 20 % y el 30 % de lo aprendido.

La curva del olvido representa gráficamente ese deterioro progresivo de la memoria. Sin embargo, Ebbinghaus demostró que es posible modificarla mediante la repetición espaciada, es decir, repasando la información en intervalos de tiempo crecientes.

Este principio ha sido retomado en investigaciones más recientes, que confirman que la repetición distribuida activa los mecanismos neuronales que favorecen la consolidación de recuerdos en el hipocampo y otras estructuras cerebrales implicadas en la memoria a largo plazo (Karpicke & Roediger, 2008).

La regla del 2-7-30 es una aplicación práctica de la repetición espaciada. Consiste en repasar una información clave —ya sea una lectura, un concepto o un conjunto de datos— tres veces después de la primera exposición:

1. A los 2 días: Primer repaso breve, si es posible con técnicas activas como escribir un resumen o hacer una autoevaluación.

2. A los 7 días: Segundo repaso, más profundo, reforzando lo aprendido y ampliando detalles.

3. A los 30 días: Tercer repaso final, que sirve para consolidar el contenido en la memoria a largo plazo.

Este patrón de revisión ha mostrado ser eficaz tanto en el ámbito educativo como en el profesional. Por ejemplo, para aprender vocabulario en un idioma extranjero, se recomienda revisar las nuevas palabras siguiendo estos intervalos. Del mismo modo, si se trata de recordar el contenido de un libro, es útil redactar un resumen tras la primera lectura y revisarlo según el calendario 2-7-30.

La efectividad de la regla del 2-7-30 está respaldada por estudios en psicología cognitiva. En particular, el mencionado trabajo de Karpicke y Roediger (2008) sobre el «efecto del testeo» (https://web.mit.edu/jbelcher/www/learner/retrieval.pdf) demostró que el acto de recordar activamente la información —más que releerla, simplemente— mejora significativamente la retención a largo plazo. La repetición espaciada potencia este efecto, pues obliga al cerebro a reconectar con la información justo cuando está a punto de olvidarla, lo que fortalece las redes neuronales asociadas.

Además, investigaciones más recientes han mostrado que técnicas como la recuperación activa, combinadas con intervalos óptimos de repaso, mejoran la comprensión profunda y la transferencia del conocimiento a nuevas situaciones (Brown, Roediger & McDaniel, 2014; consulta el 14/07/2025 en https://www.hup.harvard.edu/file/feeds/PDF/9780674729018_sample.pdf).

Para aplicar eficazmente la regla del 2-7-30, se pueden seguir estos pasos:

Planificación: Tras leer o estudiar un tema, programar recordatorios para los días 2, 7 y 30 posteriores.

Revisión activa: Evitar releer, simplemente, el material. En su lugar, hacerse preguntas, escribir resúmenes, crear mapas conceptuales o explicar el contenido en voz alta.

Evaluación: En el tercer repaso (día 30), intentar reconstruir el contenido sin ayuda del material original. Ello servirá para medir cuánto se ha retenido realmente.

Variación del contexto: Repasar, en lugares y momentos distintos, ayuda a que el recuerdo sea más robusto, según estudios realizados sobre la variabilidad del contexto.

La regla del 2-7-30 no es una moda ni una técnica de productividad más. Es una herramienta respaldada por más de un siglo de investigación en psicología de la memoria y neurociencia cognitiva. Frente a un mundo donde la sobrecarga de información es constante, recordar de manera eficaz requiere estrategia y método. Esta regla ofrece una forma simple, pero eficiente, de mejorar la memoria y asegurar que el esfuerzo de aprender tenga un impacto duradero. Como dijo Ebbinghaus: «Con la práctica adecuada, el olvido puede ser controlado». En ese sentido, volver a lo clásico no solo es una elección inteligente, sino también profundamente efectiva.



domingo, 24 de agosto de 2025

Vulgaridad

En la era de la ostentación digital, cuando las redes sociales amplifican cada gesto consumista y la exhibición de logos constituye una parte importantísima de la identidad visual global, ha emergido una nueva corriente estética, que es una forma de resistencia sofisticada: quiet luxury o lujo silencioso. No es una moda pasajera, sino una declaración de valores, un lenguaje visual codificado que define el gusto, el poder y la exclusividad a través de la discreción. Una realidad todo lo loable que se desee, que, además de inaccesible, nos resulta ajena al común de los mortales.

El término «quiet luxury» hace referencia a prendas y accesorios de altísima calidad carentes de logotipos visibles, que, lejos de invocar a la ostentación, interpelan al refinamiento implícito. Según explica la periodista Dana Thomas en su libro Deluxe: How Luxury Lost Its Luster (2007) –existe versión en castellano de la Editorial Superflua, 2023– el lujo tradicional se ha transformado en un fenómeno de masas, perdiendo en ese tránsito gran parte de su exclusividad. Como respuesta a esa «anomalía», quiet luxury se postula como una vuelta a los orígenes, que es lo mismo que decir a los materiales nobles, a la confección impecable y al diseño atemporal.

Este movimiento se remonta en el tiempo hasta vincularse con la filosofía de sellos históricos, como Hermès, Loro Piana o The Row, que han priorizado la calidad sobre el logotipo durante décadas. Sin embargo, su reciente auge obedece a la saturación del lujo llamativo promovido en la pasada década por otras marcas como Gucci o Balenciaga.

La periodista Rachel Tashjian, editora de moda de The Washington Post, define quiet luxury como «una forma de comunicación entre iniciados». Son prendas que solo hablan a quienes reconocen los cortes, las texturas y las marcas, sin necesidad de logotipos. Responden, además, a unas características comunes: colores neutros y sobrios, y materiales naturales (cachemira, lino...). Ello implica un conocimiento especializado y una formación visual que separa al consumidor masivo del auténticamente informado. Como señala la antropóloga Frédérique Veysset, en Le Monde Diplomatique, el lujo silencioso «permite ejercer una forma de distinción social sin caer en la vulgaridad del exceso».

Aunque se autodefine por su discreción, quiet luxury ha ganado visibilidad gracias a series como Succession (HBO), donde los personajes de la familia Roy visten marcas como Brunello Cucinelli, Zegna o Max Mara, todas sin logos, pero de altísimo precio. Este fenómeno fue ampliamente discutido en The Cut (2023), una publicación en línea de la revista New York, donde la crítica Emilia Petrarca afirmó: «Lo que visten los ricos ya no grita; susurra».

Incluso celebridades como Gwyneth Paltrow o Jennifer Lawrence han abrazado esta estética, contribuyendo a su normalización en el imaginario de las élites. Esto ha generado una gran paradoja: una tendencia basada en la invisibilidad se ha tornado aspiracional, generando copias más accesibles por parte de marcas como COS o Massimo Dutti, poniendo en riesgo su exclusividad original.

Quiet luxury también refleja un cambio en el discurso económico de la moda. Tras la pandemia del COVID-19 y en un contexto de crisis climática, ha aumentado la demanda de piezas que duren años y que justifiquen la inversión por su calidad. Como indica la consultora McKinsey&Company, en su informe The State of Fashion 2024, «los consumidores de alto poder adquisitivo están priorizando la longevidad sobre la rotación rápida de tendencias».

Este tipo de consumo puede interpretarse como una forma de sostenibilidad silenciosa: menos compras, pero mejores. Sin embargo, también puede considerarse como una estrategia para reafirmar el estatus en un mundo donde el lujo masificado ha diluido las fronteras entre clases.

Un ejemplo prototípico reciente es la chancla Dune de la marca The Row, fundada por las gemelas americanas Mary-Kate y Ashley Olsen, exactrices y diseñadoras de moda. Con una traza minimalista y sin logos, se ha lanzado a un precio de 780 euros, convirtiéndose en el artículo más deseado de este verano, según el Lyst Index, el informe trimestral que clasifica las marcas y productos de moda más populares del mundo. Su ascenso lo ha impulsado una aparición del actor Jonathan Bailey, pero su valor simbólico trasciende la celebridad: es una declaración de pertenencia a una élite que valora lo imperceptible. Del mismo modo, marcas como Khaite, Bottega Veneta y Jil Sander han cimentado su prestigio actual en una estética contenida pero impecable, que interesa a un consumidor más introspectivo y menos dependiente del aplauso social inmediato.

No obstante, quiet luxury tampoco está exento de críticas. Algunos lo acusan de ser una forma de exclusión sutil, una suerte de clasismo disfrazado de buen gusto. La crítica de moda Vanessa Friedman, del New York Times, sugiere que «quiet luxury es tan ‘performativo’ como el logo; simplemente, su audiencia es más limitada».

En síntesis, este singular movimiento se consolida como un lenguaje de la moda postpandémica, caracterizado por su sobriedad, su intencionalidad y su deseo de diferenciarse en silencio. Más que una simple tendencia, representa una transformación en la manera de entender el lujo, la sostenibilidad y la identidad en un mundo saturado de signos visibles y evidentes. Podría decirse que en ese susurro estético se esconde una de las declaraciones más potentes de la actualidad sartorial.

Para quienes se mueven con naturalidad entre la exclusividad, la elegancia, el glamour y la sofisticación, quiet luxury es aderezo imprescindible para asegurar una cotidianeidad refinada, sensual y exquisita, alejada de las vulgaridades y ramplonerías que inspiran tendencias y estilos tipo cool, fashion, trendy o street style, que, a su lado, no parecen sino ordinarieces insufribles.

Lo dicen ellos y lo aseguran quienes, como yo, detestan esos mundos en los que campan a sus anchas la vanidad, la opulencia y la frivolidad.

Chancla Dune (The Row) 

miércoles, 20 de agosto de 2025

El fraude científico y sus amenazas

Va para tres lustros que abandoné las tareas académicas con motivo de mi jubilación como profesor e investigador de la Universidad de Alicante. Este prolongado distanciamiento me da perspectiva para reflexionar sobre algunas de las vertientes de la actividad académica. En este caso concreto, acerca del fraude científico, un fenómeno que ni es novedoso ni se erradicará definitivamente, pero que conviene que se conozca para que se puedan combatir con firmeza y tenacidad las prácticas indignas que amenazan gravemente el futuro de la ciencia y de las universidades, y también las trayectorias profesionales de los académicos.

Quienes conocemos el mundo universitario sabemos que, en las últimas décadas, una creciente amenaza ha sacudido el contexto académico: el fraude científico sistematizado. Lo que antes eran incidentes aislados han evolucionado hacia una industria organizada que carcome los cimientos de la investigación legítima. Un recentísimo estudio, firmado por los investigadores de la Universidad de Northwestern (USA) Richardson, R., Yang, J., & Evans, J. A. (2025). The global rise of fraudulent scientific publications, en Proceedings of the National Academy of Sciences, 122(32), e2402938121. [https://doi.org/10.1073/pnas.2420092122], ha puesto en evidencia la magnitud del problema, revelando que mafias internacionales se dedican a fabricar artículos falsos, vender autorías y manipular citas con fines lucrativos.

Estas redes operan como verdaderas factorías de producción de supuesto conocimiento, que es fraudulento. Según el estudio, existen organizaciones que redactan artículos científicos de baja calidad con datos ficticios, imágenes manipuladas o plagios encubiertos. Posteriormente, los ponen a la venta en el mercado negro académico, donde los investigadores interesados pagan por aparecer como autores. La tarifa varía según la posición que se ocupe. Obviamente, ser primer autor cuesta más que aparecer en el último lugar de la lista.

Si estas prácticas resultan execrables, todavía es más alarmante el hecho de que muchas de las publicaciones referidas logran superar los filtros editoriales y son indexadas en las bases de datos científicas internacionales. Es más, algunos brokers incluso garantizan la aceptación automática mediante falsos procesos de revisión por pares. Esto ha convertido al fraude en un sistema de producción en masa, que ya crece a una velocidad superior a la de la ciencia legítima.

Uno de los ejemplos más notorios es el caso de la revista Bioengineered, gestionada por la editorial Taylor & Francis. Tras detectarse la publicación de miles de artículos potencialmente fraudulentos, la editorial suspendió temporalmente los envíos. Concretamente, entre 2010 y 2023, se identificaron cerca de 9.000 artículos sospechosos en su catálogo, aunque solo 35 han sido oficialmente objeto de retracto y, por tanto, revocados formalmente.

Otro caso destacable es el secuestro de revistas académicas por parte de grupos de delincuentes. Estas mafias adquieren publicaciones que han dejado de operar legítimamente por diferentes razones y las reactivan con el mismo nombre, publicando miles de artículos falsos en pocos meses. De esta forma, logran aprovechar la reputación previa de las revistas para dar una pátina de credibilidad a sus actuales ediciones.

En algunos países, como China, India y Rusia, se ha documentado la existencia de «empresas de servicios académicos» que ofrecen paquetes completos que incluyen redacción del artículo, simulación de datos, manipulación de imágenes, envío a revistas y garantía de publicación. Estos paquetes pueden costar entre 500 y 10.000 dólares.

Por otra parte, la irrupción de herramientas de inteligencia artificial generativa, como los modelos de lenguaje y los generadores de imágenes, ha intensificado el problema. Estas tecnologías pueden automatizar la generación de artículos completos, fabricando texto con apariencia coherente, referencias bibliográficas ficticias y hasta visualizaciones «verosímiles». Esto no solo facilita la proliferación de investigaciones falsas, sino que contamina la literatura científica, afectando incluso a los metaanálisis y a los modelos de IA entrenados sobre corpus bibliográficos. Como señalan los autores del estudio de la Northwestern University, este efecto cascada puede comprometer el avance científico real, al basarse en conclusiones erróneas extraídas de datos inexistentes.

Frente a esta crítica situación, los expertos proponen estrategias para detectar y minimizar el fraude científico, como las que siguen:

1. Fortalecimiento de la revisión por pares, implementando procesos de revisión doble ciego más rigurosos, con verificación cruzada de datos y análisis estadísticos independientes.

2. Uso de herramientas automáticas de detección, desarrollando software especializado en revelar plagio, duplicación de imágenes, inconsistencias en los datos, y referencias falsas. Herramientas como ImageTwin o Statcheck ya están siendo usadas a tal efecto con relativo éxito.

3. Transparencia de datos y códigos, exigiendo a los autores que publiquen los conjuntos de datos originales y los scripts de análisis, fomentando la reproducibilidad y verificación independiente.

4. Desindexación de revistas fraudulentas, eliminándolas de las bases de datos científicas.

5. Reformulación de los incentivos académicos, cuestionando y revisando los sistemas de evaluación de méritos basados exclusivamente en la cantidad de publicaciones o en su factor de impacto. Esto incentiva la productividad a toda costa, aun comprometiendo la calidad o colisionando con la ética.

6. Educación en ética científica, incluyendo formación obligatoria en integridad académica en todos los niveles universitarios y de investigación.

El fraude científico no es solo un problema de deshonestidad individual e institucional, sino una amenaza estructural para el sistema de producción del conocimiento. Cuando los artículos falsos ingresan en las bases de datos y se citan en trabajos posteriores, generan una red de desinformación que puede afectar a decisiones clínicas, políticas públicas o desarrollos tecnológicos.

El estudio de la Universidad de Northwestern no solo denuncia esta situación, sino que hace un llamamiento urgente a la acción coordinada entre editoriales, universidades, agencias de financiación y gobiernos. Concuerdo con lo que se dice, asegurando que solo mediante un esfuerzo conjunto se podrá frenar esta industria del fraude y restaurar la confianza en la ciencia. La transparencia, la rigurosidad metodológica y la ética deben volver a ocupar el centro del quehacer científico. El combate contra el fraude no es, pues, un asunto opcional; es una condición para que la ciencia siga siendo una herramienta válida para comprender y transformar el mundo.



sábado, 16 de agosto de 2025

El rumor de los días lentos

Cuando escuchó sus risas las pasadas semanas, Luis sintió algo muy parecido a la vida regresando. No eran carcajadas ni gritos: eran risas limpias, desbordadas, como si no pesaran. Se quedó quieto, apoyado en el borde de la barandilla de la terraza, observando cómo sus nietos corrían por las zonas comunes de la urbanización, junto a los setos, los bancos de madera y los rosales, que alumbraban tímidas flores estivales. No vivían cerca del mar, aunque en días despejados, desde el balcón, se adivinaba como una línea azul al fondo, a la derecha, por encima de los tejados. El aire, sin embargo, siempre traía aromas salobres.

Aria exhibía, feliz, vistosas extensiones de trenzas africanas coloreadas. Cumplió siete años hace pocos días. Vito, el niño, con nueve veranos recién estrenados, intentaba lanzar un avión de papel desde la entreplanta, convencido de que alcanzaría el edificio de enfrente. Venían de una gran ciudad, con sus padres, un poco como «de visita», porque no duermen aquí, sino en otra casa familiar, que utilizan algunos fines de semana y en vacaciones.

—¿Qué día es hoy? —preguntó Carmen desde el sofá, sin levantar mucho la voz.

Luis se giró. Carmen ya no era del todo la de antes. Su deterioro era leve, pero progresivo. Olvidaba los nombres, el orden de los días, las cosas que acababan de suceder. A veces confundía a los nietos con los hijos. Pero seguía siendo ella. Especialmente cuando sonreía.

—Es jueves, cariño. Hoy aprieta el calor. Han venido los niños.

—¿Y dónde duermen?

—Con sus padres. En la casa de los tuyos, ¿recuerdas?

Ella asintió, con esa expresión de quien no recuerda, pero agradece igual.

Los primeros días fueron una mezcla de caos y dulzura. La casa, silenciosa desde hacía meses, se llenó de carreras, gritos, migas en el suelo, huellas en los cristales de las mesas y risas, desde la cocina hasta el pasillo y las habitaciones. Luis, que se había acostumbrado al ritmo lento de los días iguales, se dejó arrastrar por esa energía luminosa que acompaña a los niños.

Carmen también intentaba seguirlos. A veces los acompañaba para que localizasen sus juegos; otras, trataba de reconvenirlos para evitar que se lastimasen en sus disputas. Pero pronto se cansaba. Se enredaba con las instrucciones. Una vez llamó a la niña Claudia, como si de pronto hubiera regresado a otro tiempo. Ella no se molestó. Se limitó a decir con dulzura:

—Soy Aria, abuela. Pero no importa, me gusta ese nombre.

Luis lo presenció todo. Y calló. Porque sabía que hay cosas que no se explican con palabras, sino con silencios.

El viernes por la tarde, mientras Vito desmontaba una vieja radio en la habitación y Aria dibujaba corazones en hojas sueltas, Carmen los miró largamente desde su sillón. Luis, desde la cocina, escuchó su voz apagada:

—¿Y si un día ya no sé quiénes son?

Luis tardó en responder. Secó sus manos con un paño y se acercó despacio. Le tomó las suyas con suavidad.

—Ellos sí sabrán quién eres tú —dijo.

Y fue suficiente.

El sábado, el día del cumpleaños, fue especial. Los padres de los niños trajeron una tarta de la pastelería del barrio. Habíamos decorado el salón con globos. Aria se puso un vestido azul con lunares y una diadema brillante.

Durante la merienda, Vito leyó en voz alta una carta que había escrito para su hermana. Fue muy emocionante. Aria sopló las velas con los ojos apretados, deseando en secreto que la abuela nunca se olvidara de ella. Carmen, sin saber que era su cumpleaños hasta ese momento, le cantó el «Cumpleaños feliz» con voz temblorosa, como si lo recordara de otra época, de otro lugar. Y al final, le dio un beso en la frente y le dijo: 

—Tú eres de las que se quedan.

Esa noche, cuando todos se habían ido, Luis se tumbó en una hamaca del balcón. La brisa olía a sal, aunque la playa quedaba lejos. Se levantó para comprobar que Carmen dormía. Lo hacía con el rostro en paz y las manos cruzadas sobre el pecho. La miró durante unos instantes y, finalmente, anotó en su cuaderno: 

«Carmen no recordó que hoy era el cumpleaños de Aria. Pero la miró con los mismos ojos con que miraba a nuestro hijo cuando era pequeño. Yo también olvido cosas (dónde dejé las llaves, qué día es...). Pero no olvido que el amor, cuando es verdadero, sobrevive al olvido; y que nuestros nietos no vinieron solo a vernos, sino a recordarnos que todavía estamos aquí. No olvido que el tiempo se encoge, sí, pero el amor se ensancha».

Luis sabía que la memoria se iría apagando. Que Carmen, un día, podría no saber que era su esposa. Ni él su nombre. Pero también sabía que la presencia —esa forma silenciosa de amar sin condiciones— no necesita recuerdos para seguir siendo verdad.

Mientras cerraba el cuaderno, oyó el murmullo de una risa. Era Aria, que había convencido a sus padres para que la dejasen dormir en casa de los abuelos. En su habitación le contaba un secreto a su peluche. Luis sintió que eso bastaba, que había luz aún. Que la historia no se acababa allí.

Se acercó al dormitorio y, en voz baja, susurró:

—Hasta mañana, tesoro.

Aria, medio dormida, murmuró:

—Te quiero, «abu».

Y Luis se quedó un instante quieto, como si el mundo entero se hubiera detenido solo para eso.

Después se acostó junto a Carmen, le tomó la mano y se dejó llevar por la noche. Con la certeza honda y tranquila de que, aunque el tiempo arrastre mucho, hay cosas —y personas— que se quedan.



martes, 12 de agosto de 2025

El último tren

La historia no concede segundas oportunidades. Y en España, el reloj está en cuenta atrás. La derecha y la extrema derecha llevan meses preparando su asalto. Votan juntas. Mienten juntas. Gobiernan juntas. Saben perfectamente qué quieren y hasta dónde están dispuestas a llegar: la educación pública, los derechos de las mujeres, la memoria histórica, los sindicatos, la libertad de prensa… Todo está en su punto de mira.

Frente a eso, ¿qué ofrece la izquierda? Reuniones rotas. Plataformas duplicadas. Listas enfrentadas. Votos que se pierden en vetos cruzados y debates interminables sobre quién debe liderar qué. Es un espectáculo de egos en el peor momento posible. Y, como ha advertido recientemente Gabriel Rufián, «si no nos ponemos de acuerdo, nos van a matar por separado». No es una metáfora: es un aviso, dijo.

La política, como la historia, no se detiene a esperar a quienes dudan. Y menos aún a una izquierda fragmentada, atrapada en sus propias disputas internas, mientras crece ante sus ojos un bloque conservador y autoritario que avanza con determinación. Esa es la tesis que, entre otros y desde distintos ángulos, comparten dos personajes públicos: Iván Redondo (consultor político) y Gabriel Rufián (diputado de Esquerra Republicana). Ambos coinciden en una idea esencial: nos encontramos a las puertas de un ciclo reaccionario en España y Europa. La única respuesta eficaz pasa por un acuerdo amplio, capaz de superar diferencias ideológicas y estratégicas, y de poner el interés colectivo por encima de la ambición personal o partidista.

Para argumentar su posición, Redondo recupera un concepto de Enrico Berlinguer, histórico líder comunista italiano: la «gran ambición». No se trata de ganar una votación o un ministerio, sino de construir alianzas improbables para aislar a las fuerzas reaccionarias. Él lo hizo con los católicos en Italia. Fue incómodo, fue difícil, pero funcionó. No era una alianza grata ni libre de tensiones, pero sí una que respondía a la lógica de Berlinguer: ante amenazas mayores, hay que superar las trincheras habituales. La advertencia de fondo es clara: si en momentos críticos no se articula una gran ambición común, la inercia lleva a que las fuerzas autoritarias ganen terreno. Pues bien, Redondo ve en el acuerdo PSOE–Junts de 2023 un eco de ese pacto histórico. Una demostración de que, si hay voluntad, se pueden tender puentes incluso entre mundos que parecen irreconciliables. Pero ese espíritu brilla por su ausencia en buena parte de la izquierda actual, que prefiere alimentar la lógica de «mi parcela antes que el interés general».

Por su parte, Rufián hizo público hace unas semanas un manifiesto, rotulado Unidad o barbarie, en el que no se anda con rodeos: «La desunión no es solo un error estratégico, es una traición a quienes lo han dado todo esperando un cambio que nunca llega». «La fragmentación no moviliza; confunde, agota y desmoviliza. No se construye poder popular hablando únicamente para los convencidos, ni lanzando tuits incendiarios que se disuelven en el ruido. La mayoría social necesita certezas, acuerdos, puentes».

Y apostilla con la contundencia que le caracteriza: «Aquí no valen excusas: se puede ser soberanista, municipalista, comunista, ecologista o feminista y, aun así, entender que lo urgente es levantar un bloque común que defienda la justicia social, los derechos humanos, los servicios públicos y la vida frente a los mercados. Eso no se improvisa. Se organiza. Y se hace ya».

Mientras la izquierda se entretiene con el juego de las sillas, el bloque reaccionario avanza sin pausa. Y, como sabemos, no se trata de un fenómeno exclusivamente español: Trump y MAGA en Estados Unidos, Brexit en el Reino Unido, Le Pen rozando la presidencia en Francia, el derrumbe de partidos históricos en Alemania e Italia. Redondo lo resume con frialdad: estamos viendo cómo se derrumban las barreras que contenían el autoritarismo en Europa. Y España no es una excepción.

Con casi 50 millones de habitantes —un 19 % nacidos en el extranjero—, una crisis de vivienda crónica, las desigualdades que se disparan y un clima social cada vez más polarizado, el terreno está preparado para que la extrema derecha se presente como «la solución» a todos los males. Y si las fuerzas progresistas siguen divididas, se lo estarán sirviendo en bandeja.

La gran ambición exige humildad. Exige aceptar que las diferencias, por importantes que sean, no pueden pesar más que el objetivo común de frenar la reacción y garantizar un futuro digno. Exige renunciar a parte del protagonismo para ganar juntos lo que no se puede ganar por separado. En política, como en la historia, hay momentos en los que la elección es binaria: o se salta juntos o se despeña cada uno por su lado. No hay término medio. No hay segundas oportunidades.

Si no hay unidad, el guion es fácil de escribir: retroceso en derechos, privatización de servicios públicos, persecución del movimiento feminista y ecologista, blindaje de las élites económicas y criminalización de la protesta social. Lo hemos visto en otros países y sabemos que es reversible… pero solo si se actúa antes de que ocurra. Rufián lo ha dicho con toda la crudeza: «O nos entienden como una alternativa común, o nos barrerán como residuos de una esperanza muerta». Y en su manifiesto lo eleva a categoría histórica: «La unidad no es un deseo: es una obligación».

La pregunta no es si la izquierda puede unirse. Es si quiere hacerlo. Porque cuando las desigualdades se disparan, la vivienda se convierte en un privilegio, el racismo se normaliza y un genocidio como el de Gaza goza de impunidad, la única respuesta decente es política y colectiva. Y esa respuesta no llegará si cada cual sigue hablando para sí mismo. Ahora es el momento para acuerdos amplios, para un pacto histórico. No cuando la derrota sea irreversible. No cuando las urnas se hayan cerrado y el recuento confirme lo que hoy es todavía algo más que una advertencia.

España está en una encrucijada. O se construye una gran ambición común que sume a toda la diversidad progresista —con sus matices, con sus discusiones, pero también con su responsabilidad histórica—, o el país quedará atrapado en un ciclo reaccionario que costará décadas revertir.

La historia no espera. El adversario, tampoco. Y la ciudadanía, cansada de espectáculos internos, no lo hará por mucho tiempo. La unidad  dejó de ser una opción para después del próximo congreso o de la siguiente campaña: es el billete para un último tren. Y si se deja pasar, me temo que no llegará otro en mucho tiempo.



viernes, 8 de agosto de 2025

La paradoja de la dependencia migrante

En las últimas décadas, en el tristemente célebre municipio de Torre Pacheco (Región de Murcia), se viene produciendo una de las paradojas más crudas del modelo económico español contemporáneo. Una sociedad que depende casi por completo del trabajo migrante, sorprendentemente, ve crecer en ella el racismo con una pujanza y celeridad inusitadas. Más allá de que a primera vista podría parecer una contradicción cultural o moral, lo que realmente significa, en mi opinión, es la manifestación sintomática de un fenómeno mucho más profundo: el racismo; que no es solamente un asunto social o ideológico, sino, además, una herramienta funcional de la economía.

La realidad socioeconómica de este singular municipio ilustra meridianamente la paradoja. En conjunto, exporta cada año más de 160.000 toneladas de melón —la cuarta parte de la cosecha producida en España— generando beneficios millonarios. Esta fortaleza económica es inconcebible sin la aportación del trabajo de los migrantes, pues más del 90% de los trabajadores agrícolas son extranjeros (marroquíes, ecuatorianos, rumanos, dominicanos, indios...). Sin ellos, la viabilidad de la economía local es, sencillamente, nula.

Paradójicamente, tan significativa dependencia de los trabajadores foráneos no está acompañada de reconocimiento alguno, ni de iniciativas para su inclusión. Al contrario, el reciente ascenso de fuerzas políticas radicales, como Vox, ha hecho crecer la retórica del odio y la exclusión. Paulino Ros, periodista en Onda Regional de Murcia y profesor de Sociología en la UNED, especialista en temas migratorios, lo resume con una frase lapidaria: «Estamos recogiendo los frutos del odio que otros han sembrado». A pesar de que la criminalidad en Torre Pacheco está por debajo de la media regional, la percepción del migrante como amenaza no deja de extenderse.

Obviamente, la pregunta que cabe formularse es: ¿Cómo es posible semejante divorcio entre la realidad económica y el discurso social? En mi opinión, la respuesta está en la función del racismo en el modelo productivo. La agricultura intensiva necesita mano de obra abundante, barata y sin derechos. El migrante responde paradigmáticamente a ese rol, pero para que esa desigualdad se sostenga y perpetúe, debe estar acompañada de una exclusión simbólica. Es decir, se permite la presencia física del migrante, pero se niega su participación social. O dicho de otro modo, se le necesita, pero no se le quiere.

Esto da lugar a lo que algunos vecinos describen como una «convivencia de conveniencia». No hay integración real, sino una tolerancia precaria basada en la utilidad económica. Además de injusta, esa relación es profundamente inestable. Cuando las condiciones cambian mínimamente, bien como consecuencia de una crisis, un discurso populista o una campaña electoral, el pacto se rompe y la figura del migrante emerge como chivo expiatorio. Es, entonces, cuando se evidencia que el racismo no es solo una expresión de prejuicios, sino una forma de organizar el trabajo y justificar la desigualdad.

El modelo económico agrario no solo reproduce esta segmentación, sino que la necesita. Torre Pacheco conjuga una de las tasas de desempleo más bajas de la región (7,2%) con uno de los índices de pobreza más altos: uno de cada dos habitantes vive con la mitad de ingresos que el resto de los murcianos. Dicho de otro modo: la desigualdad está naturalizada y el migrante ocupa el escalón más bajo, muchas veces en condiciones de semiesclavitud laboral.

El silencio de los grandes propietarios agrícolas respecto a los episodios de xenofobia es tan atronador como revelador. Ninguno se ha manifestado públicamente en contra del odio racial. Saben que sin esa mano de obra no podrían obtener sus cosechas, pero no están dispuestos a poner en cuestión un sistema que les beneficia. Un agricultor foráneo resume el problema descarnadamente: «Que vengan ellos, los tatuados de la banderita, a ver cuánto aguantan haciendo lo que hacemos nosotros». Una sentencia que, a su vez, resume la dignidad del migrante, basada en su capacidad para resistir el calor, la fatiga y la precariedad.

Quienes ya tenemos años, con poco que reflexionemos, recordaremos que esta situación no es novedosa. Desde los años 80, primero con jornaleros andaluces y manchegos; y después con migrantes del Magreb, Torre Pacheco y otros muchos lugares (Almería, Huelva, Lérida...) han sido enclaves de atracción laboral. Muchos se asentaron en ellos, compraron casas y escolarizaron a sus hijos. Pero incluso así, la inclusión ha sido mínima. A pesar de su dilatada y significativa aportación al desarrollo de los municipios, las comunidades migrantes siguen sin representación política, con escaso acceso a vivienda digna o a los servicios sociales, y enfrentan un racismo cotidiano que se invisibiliza bajo una supuesta «normalidad».

Frente a esta realidad, es urgente dejar de enfocar el racismo como un fenómeno únicamente cultural o moral. Hay que entenderlo además como factor que influye manifiestamente en la economía política, pues se trata de una tecnología de poder que permite explotar cuerpos sin derechos, mantener salarios bajos y evitar conflictos laborales. En suma, sirve a los intereses de quienes controlan la producción y divide a quienes la sostienen.

Por tanto, la lucha contra el racismo no puede limitarse a campañas de sensibilización o a determinadas actividades educativas. Requiere transformar las estructuras que lo hacen rentable, lo que significa regular el empleo agrícola, garantizar derechos laborales plenos para todos los trabajadores, redistribuir la riqueza que genera el campo y abrir espacios reales de participación para las comunidades migrantes.

Afortunadamente, Torre Pacheco no ha llegado a ser lo que fue El Ejido veinticinco años atrás, pero podría serlo en el futuro. Y no por el odio espontáneo de sus vecinos, sino por las condiciones materiales que lo hacen posible. Mientras el racismo siga siendo útil al sistema, seguirá floreciendo. Aunque las tierras sean fértiles para otras cosas.


 

martes, 5 de agosto de 2025

A quiénes deciden quedarse

Julián ya no abre las cortinas. Dice que le molesta la luz y que prefiere la penumbra porque no pide explicación alguna. Las plantas de su salón —una lengua de suegra medio seca y una costilla de Adán casi deshecha— remedan en cierto modo la vida que se encoge, como la suya.

Antes, hablaba con circunspección de los libros leídos, de sus viajes, del sabor concreto que debía tener un guiso meritorio o del aroma de un buen vino. Pero eso era antes. Ahora, apenas pronuncia más de tres frases seguidas. Suena el telefonillo y no se da por aludido, pues cuando consigue responder, ya no hay nadie al otro lado. Tampoco devuelve las llamadas telefónicas, ni los wasaps, porque le sucede aproximadamente lo mismo. La última vez que lo visité, recuerdo que yo desplegaba mi habitual locuacidad y él asentía a veces; otras, se limitaba a mirar distraídamente hacia cualquier rincón del salón.

Clara, su esposa durante casi cincuenta años, sigue ahí: paciente, discreta, religiosamente presente. Lo cuida con la amalgama de amor, cansancio y resignación que proporciona casi una vida entera compartida. Le habla poco –menos de lo que quisiera– porque Julián apenas responde. Sus conversaciones se han ido reduciendo a frases sentenciosas: «¿Has comido?», «¿Te has tomado los medicamentos?», «Deberías pasear un poco». «Te convendría visitar al fisioterapeuta». «¿Quieres que demos un paseo en coche?».

Sus hijos los visitan de tanto en tanto. A veces llegan con prisas; otras se limitan a telefonear, simplemente. Uno de ellos, no recuerdo quién, es el que más frecuenta la casa familiar. Pero ni así logra arrancar a Julián algo más que una mirada. Las palabras, como sus músculos, parecen habérsele atrofiado irrevocablemente. Apenas camina porque se cae con frecuencia. Por eso no quiere salir. Antes, cuando rebosaba vigor, lo hacía habitualmente. Ahora, que solo conserva rescoldos de su energía, ni siquiera lo intenta.

De vez en cuando, con ocasión de algún aniversario, onomástica u otra efeméride, su media docena de nietos los visitan y corretean por la casa. Los más pequeños juegan a esconderse detrás del sillón del abuelo. Los mayores lo saludan con respeto y algo de recelo. Lo quieren, claro. Pero les asusta un poco verlo así, tan distinto del abuelo que les contaba historias o les enseñaba a construir cometas, del que les recitaba poemas de memoria o se emocionaba cuando les enseñaba alguna canción. Ahora, se limita a observarlos en silencio. Unas veces con ternura, otras con una tristeza muda.

—No quiero que me vean así —le dijo una tarde a Clara, con voz apenas audible.

Ella le apretó la mano, sin decir nada, porque no había nada que explicar.

Lo que más le duele no es el deterioro físico, algo tan indeseable como probable. Lo que le perturba extraordinariamente es su retirada interior. El modo en que percibe que se va desdibujando. Pese a que no se queja, aunque no haya tragedia visible, está ausente, como si el mundo ya no lo convocara para participar en sus vicisitudes.

Yo —amigo de muchos años— lo visito cada vez más espaciadamente. Tampoco lo veo por la calle o en los espacios próximos a nuestras viviendas. Realmente, hablamos muy poco. En alguna ocasión tengo la impresión de que me observa con lucidez, como si por un instante regresara a tiempos pretéritos. Otras, percibo su mirada dispersa, perdida sobre el horizonte o desperdigada sobre la pared que tiene enfrente. Soy yo quien habla. Él, a veces, solamente a veces, se limita a asentir.

—¿Te duele algo? —le pregunté en cierta ocasión.

—No. Me falla la pierna y me canso mucho, me respondió.

No solo se refería al agotamiento corporal, sino a esas fatigas que no se alivian durmiendo. A los cansancios del alma, del tiempo, de uno mismo. A un hastío sin nombre. Mucho más profundo que el sueño. En esos momentos, lo que me sobrecoge no es su deterioro físico —la dificultad para caminar, los temblores en las manos o la lentitud al hablar— sino esa especie de evaporación silenciosa. Como si, poco a poco, él mismo se fuese alejando del mundo, no con un portazo, sino desliéndose hasta hacerse transparente. Sigue ahí, pero ya no está del todo.

Y es que, con los años, el cuerpo nos va restando argumentos. Las pequeñas derrotas cotidianas —los primeros tropiezos, la letra que ya no podemos trazar con la misma firmeza, los nombres que se escapan por segundos— se acumulan. Y si no se tiene una red firme de afectos, si no hay vínculos que tiren de uno hacia afuera, la voluntad se va oxidando.

En Julián, lo físico es solo el prólogo. Me parece que el argumento principal es otra cosa: la sensación de haber perdido, o casi, su lugar en el mundo. Ya no se considera necesario para nadie. El trabajo quedó atrás. Sus amigos, los que subsisten, están en situaciones similares, o simplemente se rindieron ya.

—A veces pienso que estoy en el otro lado —me dijo un día—, solo que el cuerpo aún no se ha enterado.

Ese es Julián: lúcido incluso en la rendición. No hay dramatismo en sus palabras. No busca compasión. Solo constata una dolorosa verdad: se ha convertido en un testigo silente del paso del tiempo, en una presencia inofensiva, casi testimonial.

Los hijos, preocupados, hablan entre ellos sin saber bien qué hacer. Alguno propone llevarlo a un centro de día. Otros; entienden que necesita determinada terapia. Pero nadie osa aludir a lo que realmente sucede: Julián se está yendo, sin drama ni ceremonia, solo bajando una a una las persianas de su mundo.

Sorprendentemente, un día lo encontré escribiendo. Apenas unas líneas, torcidas y difíciles de leer. Pero eran suyas. Me dejó ojearlas:

—No me asusta morir, me asusta seguir de este modo: sin ser visto, sin apenas hablar. Me pregunto si realmente es la forma natural de apagarse, o si hay todavía algo más que pueda ofrecer. Hoy, escribo solo para comprobar que aún estoy aquí.

Evidentemente, la escritura no lo cura; es solo una pequeña grieta por donde entra algo de luz de vez en cuando. La suficiente para motivarlo a levantarse, a asomarse a la ventana, o a salir a la terraza y ver jugar a los muchachos.

—¿Crees que esto sirve de algo? —me preguntó en cierta ocasión.

—No lo sé —le dije—. Pero es un modo de seguir estando.

A menudo pienso en Julián con preocupación, más que con tristeza. Me inquieta su lento declive –el que otros experimentaremos, si no lo estamos haciendo ya– que incluye la pérdida de roles de toda índole y que culminará con su ulterior retirada a la periferia de sus mundos. Sin embargo, incluso en tal desvalimiento, existen modos y modos de resistir al desmayo de las certezas y a las cesiones corporales, al enfriamiento de las amistades y a la extinción de la utilidad social. E incluso queda la posibilidad —aunque sea remota— de no rendirse del todo y escribir una frase más. Y hasta pugnar por entreabrir la cortina.

No quiero idealizar a Julián. Ni ha sido un héroe, ni un mártir; ni tampoco un santo. Pero sí un hombre bueno y educado, que ha vivido muy decentemente y que eligió quedarse, aunque solo fuese un día más, para escribir la penúltima frase. Eso, en este mundo tan amante de la velocidad y del brillo, es un acto de enorme valentía. Y yo se lo reconozco y agradezco.

Hay una dignidad silente en los que resisten casi sin esperanza, en los que alcanzan a compartir hasta la sombra de lo que fueron. Particularmente, no aspiro a un final glorioso, pero me gustaría conservar el coraje necesario para quedarme un poco más, aun cuando todo parezca terminar. Y tal vez por eso recuerdo a menudo a Julián y a tantos otros que eligieron, semana tras semana, seguir vivos una más.



sábado, 2 de agosto de 2025

Valor educativo del aburrimiento

Cuando el curso escolar termina y las actividades extraescolares se detienen, muchos niños se enfrentan a un espacio inesperado: el tiempo libre. Ajeno a los horarios repletos de obligaciones y compromisos, el verano ofrece un terreno fértil para algo que muchos padres temen: el aburrimiento. Sin embargo, lejos de ser un enemigo, puede convertirse en una poderosa herramienta de desarrollo emocional y creativo.

Los psicólogos aseguran que «el aburrimiento no es una carencia, sino una oportunidad para descubrir, explorar e imaginar, porque cuando a los niños se les permite no hacer nada, aprenden a llenar ese vacío con su mundo interior». Esta afirmación cobra especial relevancia en una era donde el exceso de estímulos y la «sobreprogramación» han jibarizado el margen de espontaneidad en la infancia. Muchos padres sienten la presión de mantener a sus hijos constantemente ocupados, temiendo que el aburrimiento derive en conflictos o frustración. Sin embargo, permitir que los niños atraviesen momentos de inactividad favorece la aparición del juego libre, la creatividad y la resolución autónoma de problemas.

La neurocientífica inglesa Susan Greenfield sostiene que «la creatividad florece cuando la mente no está centrada en una tarea específica, sino cuando tiene espacio para divagar». En este sentido, el verano puede ser el mejor escenario para fomentar ese estado mental abierto, sin la presión de los resultados o la productividad. Los niños, al no tener una agenda fija, pueden experimentar con ideas, materiales, historias o juegos que surgen de su propia curiosidad. Es en esos momentos, considerados pérdidas de tiempo en muchas ocasiones, donde nacen los descubrimientos más sorprendentes.

No se trata de dejar que los niños se aburran indefinidamente, sino de ofrecerles un entorno propicio para el juego libre y la creatividad. De lo que se trata es de activar algunas estrategias sencillas y efectivas como:

a) Crear «cajas de aburrimiento»: Se puede preparar una caja con materiales diversos (cartulinas, botones, lanas, revistas viejas, rollos de papel, pegamento, etc.) para que el/la niño/a explore libremente y cree sus propios inventos.

b) O proponer retos creativos semanales: Por ejemplo, construir un refugio con mantas, escribir una historia de detectives, crear una obra de teatro con marionetas hechas a mano o diseñar un juego de mesa casero.

c) Cuando sea posible, se puede fomentar el contacto con la naturaleza: Pasar tiempo al aire libre (en parques, playas, bosques o incluso terrazas) estimula la imaginación, la observación y el movimiento espontáneo.

d) Pueden organizarse «días temáticos»: Elegir un tema (piratas, espacio, dinosaurios, cocina, etc.) y organizar pequeñas actividades alrededor de él, siempre con espacio para que el/la niño/a proponga sus propias ideas.

e) E incluso ofrecer materiales sin instrucciones. En lugar de juguetes con funciones predeterminadas, apostar por elementos abiertos como bloques, telas, cajas, pintura o barro.

f) Es más, hasta se puede respetar el tiempo de no hacer nada: A veces, simplemente mirar por la ventana o tumbarse en el suelo puede ser el inicio de una gran idea.

Una de las claves para que el ocio creativo florezca es que los adultos se conviertan en facilitadores más que en directores de la actividad. Ello implica observar, escuchar y estar disponibles sin invadir el proceso creativo de los niños.

Es importante también revisar nuestras propias expectativas y la tolerancia que tenemos al silencio o al «no hacer nada». Muchas veces, la incomodidad frente al aburrimiento infantil lo que refleja realmente es nuestra dificultad como adultos para desconectarnos del ritmo acelerado que impone la vida moderna.

Aprender a aburrirse sin angustia enseña a los niños tolerancia a la frustración, capacidad de espera y autorregulación emocional. Estas competencias son esenciales para su desarrollo integral. «Los niños necesitan vacíos para llenarlos con lo que ellos son, no con lo que nosotros queremos que hagan», argumenta la pedagoga Elena Piñero. Y añade; «Un niño que se aburre es un niño que está a punto de inventar algo».

Conclusión: Lejos de representar un problema, el aburrimiento en verano puede significar una gran oportunidad. Es en esos momentos sin estructuras ni exigencias cuando los niños conectan con su mundo interior, experimentan el juego sin objetivos y desarrollan habilidades fundamentales para la vida. Como adultos, podemos ofrecer un entorno rico en posibilidades, pero libre de presión. Y sobre todo, confiar en que el aburrimiento no es el fin de la diversión, sino el inicio de algo mucho más valioso: el descubrimiento de uno mismo.



miércoles, 30 de julio de 2025

Lecciones que convendría aprender

En un contexto europeo –y universal– cada vez más convulso, cuando los discursos de odio y los ataques racistas se extienden con incomprensible impunidad, el Reino Unido ofreció el pasado verano una respuesta inusualmente firme ante una oleada de disturbios provocados por grupos ultraderechistas. Frente a la cadena de ataques planificados contra migrantes, especialmente de comunidades musulmanas, el gobierno británico y la sociedad civil desplegaron una combinación de iniciativas que lograron frenar el avance de la violencia. Aunque fuese imperfecta, esta respuesta ofrece una lección valiosa: además de discursos, el freno al odio reclama actuaciones múltiples, audaces y coordinadas.

Como recordaremos, el detonante de los disturbios fue el ataque perpetrado con arma blanca contra unas niñas en un estudio de baile de Southport (Merseyside). Los disturbios duraron del 30 de julio al 5 de agosto, se extendieron por varias ciudades y fueron alimentados por la desinformación en línea, que aseguraba erróneamente que el atacante era un musulmán solicitante de asilo.

La reacción del gobierno británico, liderado por el primer ministro Keir Starmer, fue inmediata. Ante el riesgo de que los disturbios se extendieran –como ocurrió en el pasado en ciudades como Rotherham o Dover– el Estado se puso en acción y se adelantó a los violentos con una política de tolerancia cero. Se desplegaron miles de agentes en puntos calientes de las islas británicas mientras Starmer transmitía un mensaje inequívoco: «Si participáis en estos ataques, os arrepentiréis. Sentiréis toda la fuerza de la ley».

No fue una amenaza vacua. El Ministerio de Justicia habilitó circuitos de juicios rápidos y designó a un centenar de fiscales adicionales para que los procedimientos no se dilataran. En cuestión de días, cientos de personas fueron detenidas y procesadas, muchas de ellas condenadas a prisión inmediata. La intervención se percibió no solo como un acto de autoridad, sino como una señal clara de que el monopolio legítimo de la violencia pertenece al Estado, jamás a bandas extremistas.

Esta decidida –y eficaz– actuación contrasta con lo acontecido en otros países europeos. En España, por ejemplo, recientes y similares disturbios, como los vividos en Torre Pacheco, no se están saldando con la misma celeridad y contundencia penal. La impunidad con que hasta ahora han actuado los instigadores y protagonistas de estos delitos xenófobos y racistas ha sido el principal caldo de cultivo para que los movimientos ultraderechistas se sientan legitimados. Y es que, como advierte el criminólogo británico Anthony Bottoms, «la ley no solo castiga: también comunica. Cuando el Estado es tibio ante el odio, se vuelve cómplice por omisión» (British Journal of Criminology, 2020).

La eficacia del Estado se vio reforzada muy significativamente por la movilización ciudadana. No solo participaron en ella las organizaciones antifascistas o los partidos progresistas; también lo hicieron los sindicatos, asociaciones religiosas, comunidades migrantes y colectivos vecinales, que actuaron como auténticas barreras humanas frente a los agresores. En Cardiff, por ejemplo, media docena de extremistas que intentaban acosar en una mezquita se vieron rodeados por 400 personas que respondieron pacíficamente. En Bristol, más de 25.000 ciudadanos se congregaron para proteger un hotel donde vivían decenas de refugiados, tras circular rumores de una «caza» organizada por grupos xenófobos. El periodista de The Guardian Owen Jones sintetizó en una frase la estrategia: «Los antifascistas no ganan porque griten más, sino porque demuestran que son muchos más y que tienen legitimidad moral para defender la convivencia».

Esta movilización me parece esencial para hacer frente a la narrativa ultra. Evidencia que el Estado no está solo frente a los intransigentes. Al contrario, cuenta con la sociedad civil organizada, lo que demuestra que la defensa democrática puede y debe ser compartida. Además, esta activación de la participación ciudadana constituye una auténtica vacuna ética: cuando los ciudadanos se ponen en pie frente a la injusticia, se activa una pedagogía pública que ninguna campaña institucional logra igualar.

Diversos analistas coinciden en señalar que, pese al éxito táctico y la ejemplaridad de su inmediatez, la respuesta que dio el Reino Unido a la violencia racista y xenófoba no atacó la raíz del problema. La islamofobia estructural, la criminalización de los migrantes, el racismo institucional y la exclusión socioeconómica siguen alimentando las bases sobre las que florecen los brotes violentos.

La Race Equality Foundation, en su informe Understanding the Racist Riots of 2024 and what should be done (mayo de 2025) ha advertido que «las intervenciones policiales, si no van acompañadas de cambios estructurales, corren el riesgo de ser solo cortafuegos temporales». Las políticas migratorias restrictivas, los discursos que equiparan migración con amenaza y la pobreza acumulada en barrios racializados han mantenido intactas las condiciones que provocaron los disturbios que, obviamente, podrían repetirse. Ello no resta valor a la actuación judicial desplegada, pero a la vez evidencia que la firmeza no puede sustituir a la justicia social. De lo contrario, se corre el riesgo de que la represión sea selectiva y termine afectando desproporcionadamente a los sectores más vulnerables.

El caso británico demuestra que la pasividad institucional no es una fatalidad inevitable. Europa puede —y debe— actuar con decisión para frenar el ascenso ultra mediante un modelo dual que combine la intervención rápida y proporcional del sistema judicial y policial, sin vacilaciones, ni excusas políticas, y el reforzamiento del tejido comunitario para que defienda valores democráticos desde abajo, promoviendo la diversidad y la reacción colectiva frente al odio. Ambas dimensiones se refuerzan mutuamente. Donde el Estado actúa pero la sociedad se encoge, la legitimidad del orden se erosiona. Donde la sociedad se moviliza pero el Estado es cómplice o indiferente, la frustración puede derivar en caos o autodefensa.

Como dice Hannah Arendt, «la libertad comienza allí donde los hombres se levantan juntos y dicen: esto no puede pasar» (La condición humana, 1958). En el verano de 2024, en algunas ciudades del Reino Unido, esa libertad cobró forma con policías en las calles, jueces en los tribunales y ciudadanos de a pie en los portales de las casas y las instituciones.

Obviamente, la experiencia británica no es perfecta ni exportable sin matices. Pero deja una enseñanza clara: el odio no se detiene solo con declaraciones simbólicas. Se detiene con voluntad política, con leyes justas y aplicadas, con estructuras sociales sólidas y con una ciudadanía que no acepta la barbarie como paisaje.

Europa, especialmente en tiempos de retrocesos democráticos y auge de movimientos extremistas, necesita recuperar el músculo cívico. Porque si no somos nosotros quienes trazamos la línea roja, otros lo harán. Y lo harán más cerca del abismo.


 

domingo, 27 de julio de 2025

Dormir a partir de los 60

A medida que cumplimos años, muchas personas empezamos a notar que las noches no son tan largas ni tan placenteras como lo fueron tiempo atrás. Despertarse varias veces o dar vueltas en la cama de madrugada, con dificultades para conciliar el sueño, se convierte en algo habitual, alimentando la sensación de que «dormir bien» es un privilegio reservado para los jóvenes. Sin embargo, el psicólogo experto en sueño Merijn van de Laar (Universidad de Maastricht) ofrece una mirada distinta. Según él, para dormir mejor en la madurez y en la vejez debemos replantearnos las expectativas.

Diversos estudios respaldan lo que, como decía, muchos percibimos experimentalmente: el sueño tiende a cambiar con la edad. Según datos de la Sociedad Española de Neurología, a partir de los 60 años disminuye el tiempo en que dormimos profundamente, esa fase crucial para la recuperación física y mental. Mientras un adolescente pasa entre el 90 y el 95 % del tiempo que permanece en la cama realmente dormido, una persona de 70 años apenas alcanza el 80 %. Van de Laar (Cómo dormir como un cavernícola, 2025) considera que esto no debe interpretarse, sino aceptarse como una realidad inevitable, asegurando que «el problema no es tanto que dormimos menos, sino cómo interpretamos esa diferencia». Para él, gran parte del malestar de los mayores en torno al sueño proviene de expectativas poco realistas: queremos dormir como si tuviésemos 20 años, incluso cuando nuestro cuerpo tiene otras necesidades. En su opinión, «las personas mayores que hemos perdido la esperanza de volver a dormir bien deberíamos preguntarnos si nuestras expectativas no son, simplemente, demasiado altas».

De ahí la importancia de cambiar el enfoque mental. Más allá de los factores biológicos —como la reducción de melatonina o los «microdespertares»—, el componente psicológico tiene un peso inmenso. Van de Laar insiste en que la ansiedad anticipatoria (esa preocupación que comienza incluso antes de acostarse) sabotea el descanso. «Si entras en la cama pensando ‘hoy tampoco voy a dormir bien’, es muy probable que eso suceda. El cuerpo está en alerta, los niveles de cortisol suben y el sueño, que es un proceso natural, se vuelve esquivo». Y por eso propone un giro radical: dejar de obsesionarse con las horas exactas y enfocarse en la calidad subjetiva. En vez de preguntarnos: «¿He dormido ocho horas?», preguntémonos «¿Me siento razonablemente descansado para afrontar el día?». Este pequeño cambio de perspectiva puede aliviar la presión y, sorprendentemente, facilitar un sueño más reparador.

Los expertos en medicina del sueño ofrecen consejos concretos que pueden marcar la diferencia, especialmente para quienes sienten que ya han probado «de todo» sin éxito. El primero de ellos es ajustar el horario sin miedo. A menudo se da por sentado que lo ideal es dormir ocho horas seguidas por la noche. Pero a partir de cierta edad, el cuerpo puede preferir acostarse más temprano y levantarse también antes, resistirse a ese cambio solo añade frustración. Si descubrimos que nos da sueño a las 22:00 h, permitámonos acostarnos a esa hora. Del mismo modo, si nos despertamos a las 5:30 h sintiéndonos bien, en lugar de torturarnos intentando dormir una hora más, aprovechemos ese tiempo para leer o hacer alguna actividad tranquila.

La segunda recomendación es evitar dormir a la fuerza. Intentar hacerlo por obligación es contraproducente. El sueño no es algo que se pueda forzar, como disponerse a caminar o a leer un libro. Es un proceso involuntario, que sobreviene cuando el cuerpo y la mente están listos. De modo que si tras 20 o 30 minutos en la cama no se logra dormir, lo que conviene es levantarse y hacer algo relajante, con luz tenue, intentándolo de nuevo cuando el sueño reaparezca.

Como se ha insistido en el ámbito de la psicología, el cerebro adora la rutina. Y a ello apunta la tercera sugerencia: activar un «ritual» previo —como leer un libro impreso, escuchar música tranquila o practicar la respiración lenta— puede actuar como una señal clara de que el día termina y es hora de ralentizarse. Además, es importante reducir la luz azul de las pantallas (móviles, tabletas o TV) al menos una hora antes de dormir porque suprime la melatonina (hormona reguladora del sueño).

La cuarta propuesta atañe a algo casi sagrado en nuestro país: la siesta. Si es breve suele ser reparadora; de hecho, Van de Laar recomienda limitarla a 20–30 minutos, pues dormir más tiempo puede restar sueño nocturno y alterar el ritmo circadiano.

Quizá el consejo más valioso que nos proporciona este experto es esta quinta proposición: mantener expectativas realistas. «El objetivo no debe ser volver a dormir como a los 20 años, sino encontrar un patrón que permita sentirse funcional y con energía». Con la edad, un sueño más ligero es normal. Lo importante es que sea suficiente para asegurar el bienestar.

Como subrayan los especialistas, dormir bien no depende solo de lo que ocurre en la cama. La actividad física regular —preferiblemente por la mañana o por la tarde temprano— contribuye a un mejor descanso. De idéntico modo, una alimentación equilibrada y el manejo del estrés son aliados fundamentales del buen dormir. Como remarca Van de Laar, los problemas de sueño suelen ser multifactoriales: «No es solo el cerebro ni solo el cuerpo. Es un ecosistema en el que intervienen hábitos, emociones, enfermedades crónicas y el propio envejecimiento». Por eso, si el insomnio persiste o interfiere gravemente en la calidad de vida, se recomienda consultar a un profesional para descartar causas médicas subyacentes como la apnea del sueño, la depresión o los efectos secundarios de algunos fármacos.

En suma, dormir bien en la madurez y en la vejez implica aceptar que el cuerpo cambia, pero también confiar en que podemos mejorar el descanso con pequeños ajustes. La clave está en dejar de confrontarnos cada noche con los patrones juveniles y optar por valorar el descanso en términos de bienestar general. Muchas veces la verdadera solución es mental: dejar de luchar contra el insomnio y permitir que el sueño vuelva cuando esté listo. Dormir parece que es, en definitiva, un arte que se ejercita esencialmente practicando dos grandes virtudes: la paciencia y la autocompasión.