sábado, 18 de enero de 2025

Post número 500

Parece que fue ayer y, sin embargo, pronto hará doce años que hice la primera anotación en este blog. Fue el martes, 21 de mayo de 2013, casi recién estrenada la jubilación. Entonces escribí: «No tengo ni idea de cómo funciona este mundo. Simplemente, he decidido hacer una especie de dietario, sesgado e intencionado, retrospectivo y actual, según se tercie, que voy a cultivar hasta que me canse. Me he propuesto escribir frases que reflejen algo de lo que me procuraron los días y también de lo que hoy me ofrece la vida. No sé cuánto durará la experiencia, ni qué voy a hacer con el resultado, pero esa es la intención. Así que lo que aquí vaya apareciendo no sé si realmente es o será un contenido específico para un blog, pero me da lo mismo. Me servirá de almacén y quién sabe si para más cosas. Ya se verá». Unos días después llegó el primer comentario. Provenía de mi hijo y decía literalmente: «Te animo a que no lo abandones y proliferes en la escritura de post. ¡Enhorabuena por la iniciativa!». La verdad es que durante los últimos años he atendido su sugerencia con cierta regularidad y tesón. Ese estímulo y mi afán, entre otras razones, explican que hoy esté escribiendo la entrada número 500 del blog.

Tampoco es que sean demasiadas anotaciones. Conozco personas más prolíficas que tienen blogs en los que las entradas se cuentan por millares. Pero proliferan más los perezosos que abandonan sus cuadernos o los completan muy de tarde en tarde. Entre los unos y los otros, in midia virtus, que diría el clásico.

Los textos que he ido conformando durante la última década me han proporcionado material para formalizar tres libros, que vieron la luz correlativamente en los años 2020, 2021 y 2022. El primero, Remembranzas de un gestalguino, incluye tres decenas de posts que reflejan algunas de mis reflexiones, recuerdos, vivencias, aventuras y alguna que otra desventura acaecidos durante mi infancia y adolescencia en mi pueblo (Gestalgar), donde a veces tengo la impresión de que se detuvo el tiempo y se hicieron imperecederos los viejos recuerdos. En sus capítulos se desgranan retazos de una etapa que si no fue demasiado feliz, o sí, al menos sigue siendo tan real como la vida misma. Ofrecen, por un lado, una mirada particular a un territorio descarnado que abate y erosiona; y por otro, rememora una época que se esfumó, pero que el libro preserva en algunos de sus capítulos.

El segundo, Un río, un algarrobo, un mar y una palmera, es una suerte de relato autobiográfico compuesto con algunas decenas de entradas del blog y otras anotaciones complementarias. Una narración que acoge evocaciones reconstruidas, vivencias reelaboradas, sensaciones que a veces son ciertas y en ocasiones falaces, momentos que existieron realmente y otros que únicamente habitaron en mi imaginación. Todo ello constituye una apretada síntesis de mi vida, la que recuerdo y siento que he disfrutado, la que quiero y creo que debo contar. Y, por tanto, la auténtica, porque las cosas no son como son, sino como cada cual las vive. Así intenté relatarlas en algo más de 500 páginas de una edición venal, que distribuí entre mis familiares más próximos y mis amigos más allegados.

El tercero, Crónicas de la amistad, está dedicado a una de mis obsesiones. En él se ensamblan las crónicas que he ido redactando de cada una de las cuarenta ocasiones en las que nos hemos congregado durante la última década, en torno a mesas diseminadas a lo largo y ancho de la geografía provincial, replicando los territorios en los que residimos una decena de amigos. Todas han sido experiencias y oportunidades para hacer turismo emocional, comer muy bien y cultivar la amistad. Siempre en establecimientos dispares y espléndidos (bares, mesones y restaurantes), que nos han deparado ágapes no menos liberales. Todos los encuentros constituyeron hermosas escapadas, magníficos pretextos para cultivar la amistad. De ahí que en esas poco más de 300 páginas se recojan sus crónicas, acompañadas de una semblanza individualizada de una decena de amigos participantes en esa periódica ceremonia de exaltación de la amistad.

El caudal narrativo del blog ha generado en mi mente otros hipotéticos proyectos, que inicialmente responden a rótulos como: Con nombre propio, Viajes y lugares, Memoria democrática, Cosas de mayores, Cotidianeidad, Mi pensamiento educativo, Cosas de abuelos y nietos, Realidad sociopolítica, Gestalgar y Chiva, Psicosociología, Cultura, Pandemias o Vivencias. Veremos cómo queda todo ello en el futuro, si es que realmente acierto a materializar alguno.

Por otro lado, el seguimiento estadístico que hace el propio blog de las visitas que recibe, me advierte de que en estos doce años han sido un total de 212000. Sé que apenas es nada comparado con las visitas y likes que reciben los grandes portales e influencers, pero estimo que es una cuantía considerable que compensa sobradamente el esfuerzo que me exige porque, a la postre, he escalado involuntariamente una posición que ha trascendido ampliamente mi propósito inicial. Me complace contrastar que mis pensamientos y reflexiones interesan a tanta gente y ello me impone una cierta obligación de responder a la expectativa que he podido generar. Por encima de la faena que ello me exige, me compensan las respuestas que recibo de unos lectores, que son mayoritariamente amigos y personas conocidas, pues he optado voluntariamente por no posicionar el blog en ninguna plataforma digital, red social o herramienta de colaboración.

Así que por el momento no me faltan inspiración ni faena. Espero tener salud y oportunidad para escribir algunos centenares más de entradas, como digo en el prefacio de Un río, un algarrobo, un mar y una palmera: «Antes de que la parca me calle de un manotazo insolente, o que cualquier enfermedad o percance licue mi memoria... antes de que el olvido calcine mis recuerdos y se vayan a donde nadie los reconocerá».

Muchísimas gracias, amigos lectores. Salud y libertad para todos.



viernes, 17 de enero de 2025

Prospectos

Voy a darte una prueba convincente. Me ha sucedido muchas veces que, acompañando a mi hermano y otros médicos a casa de uno de sus enfermos que no quiere tomar la medicina o confiarse al médico para una operación o cauterización, cuando el médico no podía convencerle, yo lo conseguí sin otro auxilio que el de la retórica. Si un médico y un orador van a cualquier ciudad y se entabla un debate en la asamblea o en alguna otra reunión sobre cuál de los dos ha de ser elegido como médico, yo te aseguro que no se hará ningún caso al médico, y que, si él lo quiere, será elegido el orador. 

[Platón, Gorgias, 456 b]


Pese a mi inveterada costumbre lectora, no me considero un lector empedernido. Es cierto que soy perseverante en el escrutinio de cuanto papel impreso o pantalla digital se aproxima a mis ojos, suscita mi interés, o ambas cosas. Seguramente, leo cuanto cae en mis manos porque el paso de los años no solo no ha menguado mi curiosidad, sino que la ha incrementado. Hasta el punto de que no excluyo ni discrimino tipología textual alguna. Disfruto los relatos factuales igual que los literarios, me interesan los expositivos lo mismo que los instructivos, y de la misma manera me atraen las narraciones que saboreo las argumentaciones. Tampoco segrego ni excluyo a ningún formato textual. Igual leo libros, tratados, estudios, noticias, columnas, reseñas, editoriales, recensiones, manuales, gacetillas o prospectos, que ojeo apuntes, notas, actas, documentos, oficios, cartas, misivas o manuscritos.

Ahora bien, existe una tipología y un formato que aborrezco: los que adoptan los prospectos que acompañan a los productos farmacéuticos que, en teoría, deben ser un complemento de la comunicación oral establecida entre médico y paciente. El prospecto es un documento oficial que incorporan prescriptivamente los envases farmacéuticos y debe contener toda la información sobre el medicamento para que sea utilizado correctamente. Se recomienda su lectura antes de administrarse, por lo que debería ser plenamente legible y comprensible para el público en general. Pues bien, afirmo categóricamente que no lo es, pese a que la legislación europea y la española regulan cómo deben redactarse, tarea de la que se ocupan los fabricantes o la empresa que los comercializa, que aprueban posteriormente las autoridades nacionales, o la Agencia Europea del Medicamento. Pese a ello, la realidad es que me cuesta muchísimo, y no siempre lo consigo, entender el contenido de muchos prospectos y me mete el miedo en el cuerpo la lectura de las interminables contraindicaciones que enumeran algunos. Además, su tipografía, la escasa calidad del papel y su enorme extensión disuaden a cualquier lector medio de emprender su lectura.

Digo todo esto tan rotundamente no solo porque estoy convencido de ello, sino porque esta realidad ha sido estudiada por especialistas de diversas áreas de conocimiento (también los lingüistas), que coinciden en apreciar problemas de comprensión por parte del paciente debido a la cantidad de léxico especializado, a la inconsistencia terminológica, al uso de la voz pasiva, al estilo impersonal y a la densidad textual.

Como con el prospecto parece que se pretende informar indistintamente al paciente y al médico, a la vez que se intenta asegurar una función cautelar para la industria farmacéutica, tal vez ello explique que, desde el punto de vista lingüístico, se utilice un lenguaje médico especializado. Es posible, por otro lado, que la necesidad de que la información sea completa y que se cuenten los facultativos entre sus destinatarios expliquen el alto grado de tecnicismo característico de los prospectos, especialmente en las partes dedicadas a las interacciones, las contraindicaciones y los efectos secundarios.

En todo caso, existe acuerdo entre los expertos en apreciar la dificultad de la lectura y uso del prospecto, pese a que está contrastada la relación existente entre su legibilidad y la adherencia al tratamiento por parte de los pacientes. Es evidente que el lenguaje farmacéutico es variado y complejo, pero ello no justifica que se regateen los esfuerzos para lograr mayor claridad comunicativa en ellos. Se sabe que el prospecto ideal probablemente no existe, pero debe cumplir su misión de estar redactado en términos claros y comprensibles para el conjunto de los ciudadanos que pertenecen a estratos culturales y niveles sociales muy diferentes. Está acreditado, por ejemplo, que más del 80 % de los usuarios que lee el prospecto de medicamentos que utiliza por primera vez, no lo entiende. Y ello no es de recibo.

De ahí que uno de los temas que ha sido analizado con relación a los prospectos es su legibilidad, es decir, que el tamaño, color y tipo de letra faciliten su lectura, y que el contenido sea comprensible para cualquier persona. En el marco legal por el que se rige la elaboración de estos textos se ha recomendado, incluso, el uso de un estilo claro y conciso y la inclusión de pictogramas que coadyuven a utilizar bien el medicamento.

Se han publicado bastantes trabajos centrados en analizar la legibilidad lingüística de diversos materiales relativos al ámbito de la salud, sean documentos de consentimiento informado, textos de educación para la salud y, en menor medida, prospectos. La mayoría de los estudios, particularmente los referidos a estos últimos, demuestran que carecen de un índice de legibilidad aceptable, dado que tienden a emplear construcciones sintácticas complejas, con palabras y frases excesivamente largas que exigen habilidades lectoras superiores a las de un ciudadano medio, que generalmente es una persona con nivel cultural y con herramientas de compresión dispares, cuyo denominador común radica en la necesidad de obtener información sobre el fármaco. De ahí que sea crucial la implicación de los profesionales de la salud en la información y resolución de dudas al usuario, que hoy por hoy, resulta imprescindible para un correcto tratamiento, dada la opacidad de las indicaciones, contraindicaciones y los posibles efectos adversos de los medicamentos.

El pasado año, el mercado farmacéutico en España alcanzó los 25 248 millones de euros, lo que representa un incremento de mil millones respecto a 2023. De ellos 13 000 millones se dispensaron a través de la receta oficial, siendo el gasto medio por envase de 13,5 €. Son datos que hablan por sí solos respecto a lo que venimos comentando. Solamente con detraer de cada dispensación el 0,1 % de su importe se obtendría un montante de 25 000 000 de euros, suficientes para rediseñar por completo el mundo de los prospectos y coadyuvar definitivamente a que todos los entendamos. Es nuestro derecho como pacientes y ciudadanos, y debieran tener la obligación de asegurarlo quienes elaboran los productos y quienes supervisan su producción y dispensa. Pero eso es harina de otro costal porque con la todopoderosa industria farmacéutica hemos topado.



domingo, 12 de enero de 2025

De jóvenes y mayores, y viceversa

Hace unos años, Rosa Montero, en una de las columnas que le publicó el diario El País, escribía: «No hay tópico más grande (y quizá más inevitable: Sócrates era un genio y también cayó) que el de criticar a la juventud, siendo uno añoso, y sostener que las nuevas generaciones son una decepción y que van de cabeza a la catástrofe. Cosa que el tiempo ha demostrado que es falso, porque, si hubiéramos ido decayendo sin parar desde hace 4.000 años, a estas alturas seríamos amebas».

La controversia intergeneracional es recurrente a lo largo de la historia. Quizá, actualmente, se ha agudizado porque en las sociedades modernas conviven más generaciones –cada una con sus privativos intereses y afanes– que hacen más difícil la coexistencia armoniosa. Y ello obliga a redoblar los esfuerzos para entendernos, pues al fin y al cabo es –o debiera ser– el principal objetivo de todos.

En las distintas épocas, generación tras generación, se constata la tendencia de los mayores a lamentar los comportamientos y las actitudes de las nuevas progenies. De la misma manera, los jóvenes han cuestionado las atribuciones y prerrogativas que han tenido aquellos. Secularmente, unos y otros han contribuido a ahondar sus discrepancias, distorsionando la realidad con argumentos basados en prejuicios, que no ayudan sino a alimentar las brechas generacionales. De modo que podría decirse que los mayores no han entendido ni entienden a los jóvenes, mientras que estos han hecho y hacen lo posible para evitar avenirse con aquellos.

En las culturas prehistóricas la vejez era motivo de vanidad y admiración entre los jóvenes. Como los peligros abundaban y la esperanza de vida era escasa, alcanzar una cierta edad era patrimonio casi exclusivo de las personas fuertes y sabias. Y tampoco es una casualidad que los consejeros, chamanes, educadores y jueces fuesen los mayores de sus respectivas comunidades, clanes o familias. Ni que los consejos de ancianos se ocupasen de las tareas de gobierno, de educar a los jóvenes y de impartir justicia. Sin embargo, en las mismas sociedades que se reconocían la fortaleza y la sabiduría de los mayores, coexistían estereotipos negativos sobre la vejez. Igual que se asociaba sabiduría y prudencia con decrepitud y fealdad, se apareaban belleza e inexperiencia juveniles. El texto que sigue, atribuido a Ptah-Hotep, visir del Faraón egipcio Tzezi, de la V Dinastía, escrito hacia el 2450 a C., lo ejemplifica: «¡Qué penoso es el fin de un viejo! Se va debilitando cada día; su vista disminuye, sus oídos se vuelven sordos; su fuerza declina, su corazón ya no descansa; su boca se vuelve silenciosa y no habla. Sus facultades intelectuales disminuyen y le resulta imposible acordarse hoy de lo que sucedió ayer. Todos los huesos están doloridos. Las ocupaciones a las que se abandonaba hace poco con placer, solo las realiza con dificultad, y el sentido del gusto desaparece. La vejez es la peor de las desgracias que pueden afligir a un hombre».

En la Grecia Antigua convivían concepciones diferentes sobre la vejez. Por un lado, la visión positiva, sostenida entre otros por Platón (387-347 a C.), que la elogiaba como etapa vital en la que las personas alcanzan la máxima prudencia, sagacidad, juicio y discreción, atributos que justifican su idoneidad para desempeñar funciones administrativas, directivas y jurisdiccionales de gran prestigio social. Distinta era su percepción de la juventud cuando afirmaba: «El padre teme a sus hijos. El hijo se cree igual a su padre y no tiene por sus padres ni respeto ni temor. Lo que él quiere es ser libre. El profesor tiene miedo de sus alumnos. Los alumnos cubren de insultos al profesor. Los jóvenes quieren rápidamente el lugar de sus mayores. Los mayores, para no parecer atrasados o despóticos, consienten en la dimisión, y coronándolo todo, en nombre de la libertad y de la igualdad, la emancipación de los sexos».

La postura alternativa, defendida por su discípulo Aristóteles (384-322 a C.), consideraba la vejez como la «cuarta y última etapa de la vida del hombre», caracterizada por la senectud y el deterioro. De ahí que, en su opinión, las personas mayores solo inspiren compasión o sospecha por su cinismo, desconfianza y egoísmo. No obstante, también encontramos en él opiniones peyorativas sobre la juventud cuando, por ejemplo, afirma que: «Los jóvenes de hoy no tienen control y están siempre de mal humor. Han perdido el respeto a los mayores, no saben lo que es la educación y carecen de toda moral».

Estas visiones antagónicas sobre la vejez de Platón y Aristóteles han tenido continuidad y han sido matizadas por diversos autores a lo largo de la historia del pensamiento, siendo, además, las responsables de muchos de los estereotipos tanto positivos como negativos presentes en la sociedad actual. Pero antes que ellos, Hesiodo (ss. VIII-VII a C.), aludía a la juventud en los siguientes términos: «Ya no tengo ninguna esperanza en el futuro de nuestro país si la juventud de hoy toma mañana el poder, porque esa juventud es insoportable, desenfrenada, simplemente horrible». Tampoco Sócrates (470-399 a C.) se mordía la lengua hablando de los jóvenes cuando aseguraba que «Nuestra juventud gusta del lujo y es mala, no hace caso a las autoridades y no tiene el menor respeto por los de mayor edad. Nuestros hijos hoy son unos verdaderos tiranos. Ellos no se ponen de pie cuando una persona anciana entra. Responden a sus padres y son simplemente malos». Y en otros territorios, como Babilonia, se pensaba que «La juventud está podrida desde lo más profundo del corazón. Los jóvenes son malsanos y perezosos. No serán nunca como la juventud de antes. Estos de hoy no serán capaces de mantener nuestra cultura» (Inscripción en una vasija del 300 a. C).

También en la cultura romana coexisten visiones antagónicas de la vejez. La primera la representa Cicerón (106-43 a C.) que, en su diálogo filosófico Catón el Viejo, defiende la vejez como una etapa de sabiduría, fruto de la experiencia, ilustrando su tesis con ejemplos de hombres que hicieron sus principales aportaciones con edades avanzadas. Como Platón, considera que las personas mayores no deben ser objeto de compasión, sino de veneración y respeto, y que el envejecimiento está condicionado por la vida que cada cual ha llevado. Sin embargo, Horacio (65-8 a C.), en su Ars poética, ofrece una imagen fatalista de la vejez y considera que no es ni una etapa dorada de la vida, ni un momento culminante de felicidad personal.

Petronio (14/27-65 d C.), en su Satiricón, novela en la que se retrata la corrupción de la sociedad romana de la época de Nerón, cuestiona la cultura y las enseñanzas impartidas entonces, que presagiaban la inevitable decadencia imperial. Se señala a los jóvenes asegurando que «Ahora los muchachos van a la escuela a divertirse, los jóvenes hacen el ridículo en el foro y, lo que es más penoso, nadie quiere reconocer cuando llega a viejo que aprendió mal en su momento». Alude, en definitiva, a un tipo de sociedad que tuvo que inventar fórmulas para combinar simultáneamente los espectáculos permanentes y la sexualidad desenfrenada con la exaltación de la vida familiar y hogareña. Procederes que han replicado las sociedades contemporáneas cuando sus clases dirigentes han visto peligrar su autoridad y poder ante el empuje de la juventud emergente, reclamando su espacio de representación y responsabilidad social.

Durante la Edad Media se prolongan y acentúan las tradiciones culturales de la antigüedad clásica. Por una parte, San Agustín dignifica la visión cristiana de la persona mayor, de la que se espera un equilibrio emocional y la liberación de las ataduras de los deleites mundanos. Por otra, Santo Tomás de Aquino afianza el estereotipo aristotélico de la vejez como período de decadencia física y moral, en el que las personas mayores adoptan comportamientos particulares y egoístas. Contrariamente, en la época renacentista, se rechaza lo «senil» y lo «viejo» y se elude el tema de la muerte, se promociona una imagen melancólica de las personas mayores, atribuyéndoseles artimañas, brujerías y enredos. Consecuentemente, se configura un perfil doliente de la vejez, escasamente contrarrestado por la pervivencia del estereotipo de la sabiduría. En cambio, durante el período barroco crece enormemente el interés por los temas sobre el control de los vicios y pasiones, por el perfeccionamiento constante en la vida y en la vejez, y por el problema de la muerte.

Posteriormente, han sido muchos los pensadores que se han ocupado a fondo del proceso de envejecimiento: Shakespeare, Schopenhauer, Hölderlin o Humboldt, entre otros. Todos, de una u otra manera, conciben la vejez como «época difícil», pero a la vez como una etapa de la vida que ofrece aspectos positivos.

No cabe duda de que el pensamiento antiguo, medieval y moderno ha influido en los prejuicios (sentimientos), estereotipos (pensamientos) y discriminaciones (actuaciones) que en la actualidad afectan a jóvenes y personas mayores, afligiéndolos o deleitándolos, como ha sucedido a lo largo de la historia. Por ello, estoy convencido de que cualquier generación no es peor que la anterior. Es más, si hilamos fino, probablemente contrastaremos que unos y otros –todos– tenemos responsabilidad en lo que acontece en cada momento, y todos podemos esgrimir excusas para intentar eludirla. Por ello, propongo que, en lugar de distraernos con tareas estériles, más valdría que todos empezásemos a remar con ahínco en la misma dirección, porque no podemos permitirnos que la cansina queja de los viejos contra los jóvenes, y viceversa, termine siendo cierta.



viernes, 3 de enero de 2025

A vueltas con la «abuelidad»


«El juguete más sencillo, 
aquél que hasta el niño más pequeño puede manejar, 
se llama abuelo» [Sam Levenson]

Los abuelos y las abuelas –abuelos, en lo sucesivo– han desempeñado desde siempre un papel muy importante en la transmisión de los valores sociales y emocionales a sus nietos y nietas –nietos, en lo sucesivo–, además de contribuir significativamente a su educación aportándoles experiencias y conocimientos. Los cambios económicos y sociales acontecidos en las últimas décadas, el envejecimiento de la población y el aumento de la esperanza de vida han desdibujado esa realidad, redefiniendo los roles de los abuelos que, frecuentemente, asumen funciones educativas y cuidados de los nietos que sus padres y madres aseguran no poder atender, bien porque objetivamente es así o porque tienen otras prioridades. Muchos viejos, además de subvencionar, avalar y contribuir con sus ahorros al sostenimiento de los hogares filiales, acaban por ser la columna vertebral de la estabilidad familiar, responsabilizándose de los nietos, en una sociedad consumista en la que por muchos salarios que entren en casa siempre parece que son insuficientes.

Afortunadamente no es mi caso, pero son legión los abuelos que crían, cuidan y educan a sus retoños. Se han convertido en piezas imprescindibles sobre las que descansa la conciliación de la vida familiar, personal y laboral de sus hijos e hijas. Ello les obliga a realizar faenas que han pasado de ser voluntarias y esporádicas a convertirse en obligatorias y a tiempo completo en muchos casos. Esta incongruente realidad les da mucha más presencia y protagonismo en el núcleo familiar y condiciona su relación con los nietos, alterando la tipología de los roles que tradicionalmente se han desempeñado durante la vejez. De hecho, muchos abuelos realizan funciones que generacionalmente no les corresponden, pues son incompatibles con el disfrute y la permisividad característicos de su rol, que tiene más de complementariedad que de suplencia parental.

Aunque no lo parezca, ser abuelo no es una tarea fácil. Los cometidos están poco definidos y se desempeñan de muy diferentes maneras según sean el tipo de sociedad y la estructura familiar de que se trate, o la especificidad de cada situación y de las propias personas. De modo que no se puede generalizar porque los papeles de abuelos y abuelas son diversos y variables, y están muy mediatizados por los contextos en los que se desempeñan.

Ser abuelo o abuela no se elige. Es un estatus al que se llega de improviso, como resultado de decisiones ajenas. De ahí que se aprenda a ser abuelos poco a poco, ensayando tentativas, reestructurando las identidades, conjugando emociones placenteras y esfuerzos embarazosos para encajar los nuevos desempeños en los moldes y expectativas de un rol ambiguo, que tiene escasos puntos de referencia. De ahí que sea un proceso sembrado de significativas contradicciones. Pese a todo, en general, ser abuelo o abuela provoca un placer que da vida, rejuvenece y protege contra depresiones y enfermedades inducidas por la vida en soledad o compartida en exclusiva con otras personas mayores.

Se ha argumentado que hasta los sesenta o sesenta y tantos años las personas vivimos hacia los demás, como proyectándonos hacia afuera. Y que, a partir de ahí, nos transformamos existencialmente, miramos hacia nosotros mismos, nos escudriñamos y buscamos renovadas razones para vivir. Esta actitud, que podríamos denominar «razón creativa», se moviliza más fácilmente interactuando con los nietos, pues son seres en desarrollo que necesitan dar a su existencia sentido de futuro. De ahí que, paradójicamente, lo que vincula a abuelos y nietos resulta ser la concepción del tiempo: ambos viven el presente con intensidad y plenitud. Los niños perciben emocionalmente esta peculiar ligadura, ese circuito comunicativo intergeneracional, que aporta a la relación parental una atmósfera de alegría y seducción. Los niños perciben que sus abuelos los acogen y aceptan con gran generosidad, sin juzgarlos, y ello les aporta seguridad, respeto y libertad, valores que tienen un enorme potencial educativo y ayudan a crecer saludablemente.

Reivindico la «abuelidad», término cuyo uso y reconocimiento reclamo, aunque no esté aceptado por el DRAE, porque define irreprochablemente la cualidad de abuelo/a, como lo hacen otros reconocidos vocablos, como paternidad o hermandad. Obviamente, hay tantos modelos de abuelidad como yayos existen. Y celebro esta polifonía socioemocional, incluyente de los significados que le atribuimos los adultos y los enfoques que le dan los niños.

Tradicionalmente, en nuestra cultura el rol de abuelo subsume la función de cuidado de los nietos cuando sus padres no lo procuran. También conlleva aportar la ayuda necesaria cuando surgen crisis familiares (separaciones, divorcios, enfermedades, problemas económicos...), así como la contribución a la estabilización de la familia y el apoyo emocional. No obstante, más allá de estas ineludibles componentes de la crianza de los nietos, entiendo que cabe reclamar para la abuelidad al menos las prerrogativas que seguidamente se desglosan.

La primera es el derecho al contacto saludable entre abuelos y nietos y, en consecuencia, la obligación que cabe exigir a los progenitores para asegurar las situaciones que permiten a ambos detener el tiempo, entretenerse con experiencias que les cautivan y estimular la magia que los vincula. Dicho más sencillamente, reclamo el derecho a disfrutar de oportunidades para ofrecer placer y diversión a los nietos y a recibirlos de ellos.

Además, reivindico para los abuelos el rol de contador de historias. Los abuelos deben promover el diálogo con los nietos, contarles historias de cuando ellos eran jóvenes o sus padres pequeños, como lo son ellos ahora. Esos relatos les ayudan a vincular el presente con el pasado, a afianzar la relación con sus progenitores, a descubrir facetas desconocidas y completar la imagen ontogenética que tienen de ellos.

Reclamo para la abuelidad el papel de transmisores de valores morales, de filosofía de vida y de civilidad. Incluso si tales concepciones divergen o se oponen a las de los progenitores. Cada cual tiene su responsabilidad en la educación de los niños y debe ejercitarla de la mejor manera posible. Ser responsable no equivale a patrimonializar o sesgar su educación, al contrario, consiste en ofrecerles alternativas para que elijan su propio camino. En este sentido, una contingencia cada vez menos valorada es la necesidad de darles mecanismos para aprender a tolerar las frustraciones y a entender que, en el transcurso de la vida, se encontrarán con imponderables que no podrán controlar y deberán aceptar. No son realistas ni convenientes las actitudes que pretenden evitar a los hijos todo tipo de sufrimientos porque las frustraciones son parte de la vida y deben aprender a tolerarlas. En este sentido, entre otros muchos pretextos, gestionar el impacto de las enfermedades y defunciones de los abuelos pueden ser estrategias importantes a tal efecto.

Requiero para la abuelidad el derecho a transmitir a los nietos la diversidad de modelos de ocupación y de envejecimiento. Reclamo su prerrogativa para ofrecerles formas de hacer las cosas alternativas a las que practican sus padres, sin entrometerse en ellas. Simplemente, para que contrasten que convivir con ellos es algo distinto. Esa riqueza de enfoques entiendo que es de un valor vital.

En fin, reclamo para los abuelos el rol de intermediarios y estabilizadores de las tensiones que surgen en las relaciones entre padres e hijos. Y el derecho a mimar y malcriar, y a hacer y recibir confidencias de estos últimos. Todas ellas, prerrogativas que deslindan la abuelidad de la paternidad/maternidad.

Afortunadamente, en casi todas las culturas, la relación entre abuelos y nietos está llena de encanto, de mutua satisfacción y de posibilidades insospechadas. Bien es verdad que ese vínculo no es ajeno a conflictos cotidianos entre padres y abuelos, motivados generalmente por sus discrepancias sobre la crianza de los niños, por celos mal comprendidos o porque los abuelos se entrometen en tareas educativas o domésticas propias de los padres. En consecuencia, también reclamo para la abuelidad la práctica prescriptiva de servidumbres que aseguren la convivencia saludable. Entre ellas, de manera especial, la prudencia y la discreción para intervenir en los acontecimientos familiares. Lo ideal es el acuerdo entre las partes y ello exige una relación sosegada entre padres y abuelos, ponderada y libre de celos, en la que reine el respeto a las exigencias y a los hábitos del otro. En todo caso, estos inevitables conflictos nunca deberían opacar los extraordinarios valores de la relación entre abuelos y nietos. Como se dice al principio, nadie debiera entorpecer, y menos impedir, que nietos y abuelos gocen de los juguetes más sencillos con la más absoluta libertad.