Estoy
convencido de que uno de los mejores años de nuestras vidas es aquel en que
nacemos. No sólo porque en él se produce la irrepetible ventura de que nos alumbren
al mundo, sino porque además compartimos tamaña dicha con otros congéneres, que
en mi caso llegan a ser 148.865, según dicen. Un placer que difícilmente tiene
réplica en cualquier otro episodio de la existencia, que todavía alcanza mayor
dimensión si se enfoca desde la perspectiva de lo que significa sincronizar la
hora de nuestro nacimiento con otras seis mil personas. Nunca tan multitudinarias
coincidencias fueron tan de mi agrado.
En
esta sociedad numérica que me apabulla, nacer es posicionarse –tal
vez con mayor trasparencia que nunca– en el ranking ecuménico del Planeta.
¿Quién no se ha preguntado por el lugar que ocupa en el mundo? ¿Quién no ha
reflexionado sobre su posición en el catálogo de las personas vivas? No me
parecen interrogantes artificiosos o retóricos, al contrario, considero que son interpelaciones
relativamente frecuentes, para las que probablemente no encontramos respuestas
satisfactorias. Al menos es lo que sucedía hasta hace relativamente poco. Sin
embargo, de unos años acá, existe la posibilidad de conocer esos y otros
detalles a través de una web, Population.io,
que aspira a hacer de la demografía una materia accesible para la mayoría de las
personas, ya que la empresa que la patrocina –World Data Lab– considera que las estadísticas
demográficas juegan un papel importante en la comprensión de los avances socioeconómicos
contemporáneos.
Así
pues, gracias a esa aplicación, sé que en el momento que escribo esto soy la persona
viva del Planeta que hace el número 6.888.023.173. Lo que equivale a decir que
soy mayor que el 92% de la población del mundo y que el 80 % de la gente que
vive en España. Poco más de seiscientos millones de personas me sobrepasan en
edad. En síntesis, soy un auténtico privilegiado. Y mucho más si atiendo a
otros datos de la referida web que informan de que todavía me quedan alrededor
de veinte años de vida, porque sus cálculos les permiten aventurar que debo
fallecer en torno al 17 de julio del año 2037. La verdad es que firmaría ya mismo
por ello, sin más exigencias ni protocolo; especialmente si me garantizan que
cobraré la pensión (más o menos actualizada) hasta entonces y que disfrutaré de
una salud medianamente regular.
¿Quién
me lo iba a decir a mí, que nací el año que acababa el “racionamiento”,
trece años después de que finalizase la guerra y se implantasen las celebérrimas
cartillas? Y así fue, llegué al mundo justo cuando uno de los Consejos de Ministros
de la Dictadura aprobaba un nuevo régimen de producción, venta y precio de los
artículos que habían estado intervenidos durante más de una década por la
Comisaría de Abastecimientos y Transportes. ¿Cómo podía imaginar entonces mi madre
que acababa de alumbrar a un niño con una expectativa vital de más de ochenta
años, cuando la esperanza de vida del momento apenas rebasaba los sesenta?
Cartillas de racionamiento individual |
Cuando
concluyó la Guerra Civil había una extremada escasez de alimentos y de otros
artículos de primera necesidad. El gobierno de la Dictadura optó por el reparto
de esos bienes, intentando racionalizar el suministro, garantizar su
distribución y evitar la especulación. Sin embargo, como sabemos, la realidad
fue bien diferente. A la sombra de las reglamentaciones fue creciendo el
fenómeno del estraperlo en el mercado negro, convirtiéndose en uno de los
mayores problemas de la sociedad española de posguerra. Un fenómeno que apenas
sufrieron las clases pudientes que, a base de influencias y de pagar precios
inflados, lograban los productos que estaban vetados a los demás. En ese
contexto, la Comisaría de Abastecimientos y Transportes, creada en marzo de
1939, se encargaba de proporcionar semanalmente, a precios tasados y previa
presentación de la correspondiente cartilla, alimentos como garbanzos, pan
negro, boniato, aceite, azúcar, bacalao o tocino y, de vez en cuando, algunos productos
especiales como el dulce de membrillo o el jamón. Por supuesto, todo ello
estaba (in)adecuadamente racionado y se vendía a precio tasado, satisfecho
previamente. Sólo eran de venta libre las hortalizas, las frutas y el pescado.
A
partir de 1950 comenzó a ampliarse la lista de productos liberalizados. Sin
embargo, fue durante el mes de febrero de 1952 cuando se desató rumor de la
supresión del racionamiento y del control de los precios, especialmente del
tabaco. A finales de marzo, cuando yo aún no había cumplido el primer mes de
vida y no consumía otra cosa que no fuera la leche que me proporcionaban los pechos de
mi madre, todos los periódicos anunciaban en primera página el fin de
racionamiento del pan con efectos del uno de abril. Se autorizaba la libertad de producción
y venta, aunque con alguna intervención provisional de los precios. Desde
entonces la población podía adquirir libremente este artículo en las panaderías sin
necesidad del previo corte de los cupones, ni limitación de cantidad alguna. De
hecho se autorizaba la fabricación de piezas de 150, 250, 500 y 1000 gramos para
facilitar el abastecimiento y la comodidad de los consumidores. Al mismo tiempo
se suprimió el racionamiento del aceite y de la carne de ganado vacuno, lanar y
de cerda.
Evidentemente,
si en algo no pensaba el Gobierno de turno era en que adoptando tales medidas
favorecería la nutrición de la población y en que ello redundaría en el incremento de su esperanza de vida. Simplemente, pretendía fomentar la producción y lograr una cierta normalización del
comercio, tras largos años de aislamiento y de feroz
autarquía, aprovechando la ayuda internacional que se recibía y un ciclo
favorable de cosechas agrícolas. Adicionalmente, se logró el control del
mercado negro y del estraperlo de los productos racionados. En
apenas diez años se duplicó el consumo de carne per cápita y se triplicó el de
azúcar y luz. Sin solución de continuidad, alumbraba el desarrollismo y venía otro tiempo, que
afortunadamente pude vivir en primera persona.
Volviendo
al inicio y retomando la expectativa vital que me atribuye la web referenciada
que, como decía, sitúa en los aledaños del año 2037, confieso que tomo la
predicción con mucha cautela y con bastante incredulidad. Creo que nunca mejor
dicho aquello de “vivir para ver”. Y, por tanto, es lo que pienso: ¡ya veremos!