martes, 3 de mayo de 2016

Éxodos.

No puedo evitar que la ira y la impotencia me dominen cada vez que tengo ante mis ojos una fotografía o una secuencia de TV en las que aparecen personas harapientas, que han salido de su país hacia un exilio forzoso, al que les empujan guerras y circunstancias que les son ajenas y que les condenan a vagar por centenares, por miles de kilómetros, sin ruta ni destino conocidos, abandonados al albur de su propia suerte, muriéndose en el camino o extenuándose para llegar a las puertas del paraíso que representa para ellos la Unión Europea.

Cuando veo a esas mujeres desaliñadas que parecen las abuelas de sus propios hijos, tristes, sucios y andrajosos, que cogen de la mano o llevan en sus brazos; cuando contemplo a los hombres deslustrados, viejos en plena madurez, pasear sus miserias y su desesperación por caminos enlodados, varar chalupas destartaladas o zodiacs inmundas en nuestras playas y acantilados, porfiar por atravesar fronteras alambradas y selladas por policías y soldados; cada vez que se nos muestran esas desgarradoras e inhumanas escenas no puedo evitar cabrearme y reprobar radicalmente las injusticias que las producen. Una infamia que condena a millones de personas normales y corrientes, que no hace mucho tiempo sobrevivían felizmente en sus pueblos y ciudades, a emigrar a la fuerza por causa de las guerras y conflictos que asolan las tres cuartas partes del mundo, impidiendo vivir a las gentes con normalidad y decencia en los lugares que les vieron nacer o en los que eligieron para vivir.

Salvando la enorme distancia que existe entre estas realidades y las que viví personalmente, comparto con quienes las sufren los sinsabores del indeseado y penoso peregrinaje. El mío fue incomparablemente menor en longitud, sufrimiento y expectativas, aunque probablemente, de algún modo, me motivó pensamientos y sentimientos parecidos a los suyos. Yo también sé lo que es emigrar de mi tierra y hacerlo a la fuerza. Mi pequeño éxodo no obedeció a motivos épicos, como las guerras o las grandes represiones. Su desencadenante fue la enfermedad que le sobrevino a mi padre, que le inhabilitó para realizar el trabajo que le había ocupado los cincuenta años precedentes. Según los médicos esa dolencia le ponía ante una disyuntiva: seguir con lo mismo que hacía y perecer en pocos meses, o abandonar su oficio de agricultor y subsistir de otro modo.

Sebastião Salgado, Éxodos.
Obviamente, optó por la segunda alternativa y ello acarreó que todos, mis padres y nosotros, que entonces éramos adolescentes, dejásemos nuestra tierra, nuestra familia, nuestros amigos, nuestros intereses, hasta nuestros incipientes enamoramientos, y nos trasladásemos a vivir a trescientos kilómetros del lugar donde nacimos y pasamos la infancia. A una ciudad que carecía de significado, a una tierra extraña de la que no teníamos referencias y en la que debíamos rehacer nuestras vidas.

Recuerdo muy bien aquel viaje que emprendimos hace cincuenta años, que no fue precisamente un paseo triunfal. Corría el mes de agosto del año 66. Mis padres habían consumido aquella tarde cargando en un pequeño camión, propiedad de un vecino del pueblo, los enseres que habían decidido llevar consigo. Serían las diez y media o las once de la noche cuando nos dijeron que había llegado la hora de emprender la marcha. Cerraron con llave la puerta de la casa y todos, cabizbajos, nos dirigimos a la entrada del pueblo, donde estaba estacionado el pequeño camión. Mi padre y el conductor nos ayudaron a acomodarnos entre los muebles y los bártulos que habían cargado en la caja; luego, ambos subieron a la cabina e iniciamos lentamente la travesía, dejando casi cuanto teníamos a nuestras espaldas. Sentados en las mismas sillas que utilizábamos en casa, mi madre, mi hermana y yo viajábamos hacia lo desconocido, recorriendo un itinerario que fue desgranándose a lo largo de la noche por carreteras secundarias, para evitar que nos sorprendiera la guardia civil desplazándonos en condiciones que no eran reglamentarias. Así transcurrió aquella larguísima madrugada, entre el traqueteo de las carreteras polvorientas y la incomodidad de unos asientos inadecuados, que en nada amortiguaban los vaivenes y sobresaltos que acompañaban la trayectoria de aquel precario vehículo.

Serían las cinco y media o las seis de la mañana cuando llegamos a Alicante. Nos detuvimos en una gasolinera que había a la derecha de la carretera, casi a la entrada de la ciudad. Bajaron José, el Aniceto, que era el conductor, y mi padre. En silencio, acurrucados bajo el entoldado que cubría nuestro inusitado habitáculo, oímos que preguntaban por la dirección que nos habían facilitado y a donde debíamos ir. Allí obtuvieron las oportunas indicaciones. Todavía era de noche y no era oportuno encaminarse directamente al lugar que nos aguardaba. De modo que, según deduje tiempo después, la camioneta debió adentrarse en la ciudad tomando la empinada calle que bordea la vertiente septentrional del castillo de Santa Bárbara, continuaría por Vázquez de Mella para, finalmente, descender la cuesta de la Fábrica de Tabacos. Recorridas unas decenas de metros, aproximadamente en su intersección con la calle La Huerta, decidieron estacionarla. Agotados y somnolientos, permanecimos allí descabezando un breve sueño hasta que se hizo hora de buscar nuestro destino en el barrio del Altozano. De modo que en ese extremo del barrio de San Antón terminamos de pasar la noche. Yo no podía dormir y estuve atenuando el mal cuerpo y el mareo que me produjo el incómodo viaje curioseando a través de los intersticios de las lonetas que cubrían la camioneta, escudriñando las luces y las viviendas y, a medida que se acercaba el alba, a las personas que entonces se dirigían a sus trabajos.

Finalmente, a la hora que les pareció prudente a mis padres, nos pusimos de nuevo en marcha. Bordeamos la plaza de toros y enfilamos la avenida de Alcoy hasta el Rancho Grande, un bar hoy desaparecido situado en el Altozano que acabó dando nombre a aquella zona del barrio. Cerca de allí estaba la vivienda que nos esperaba. Todavía retengo en mi memoria el aspecto que presentaba aquella casa recién construida, aquel larguísimo pasillo de la entrada con sus tramos de escaleras que daba acceso a la especie de guarida, que era la lóbrega vivienda del conserje, en la que deberíamos vivir los próximos años. Evoco con nitidez la descarga de los enseres y su acomodo en las pequeñas habitaciones, la primera comida y la soledad que nos embargó aquella tarde, reunidos en una morada que no nos pertenecía y que entonces nos pareció, más que el hogar de una familia, la celda de unos condenados.

Son algunos de los sentimientos y sensaciones que me provocó el pequeño éxodo interior que emprendí entonces hacia un territorio que apenas distaba unos centenares de kilómetros y que, pese a que era desconocido, pronto descubrí que formaba parte de mi entorno cultural y social. Porque es justo reconocer que esta ciudad nos acogió con los brazos abiertos, hasta el punto de que con el paso de los años la hemos considerado nuestra casa porque aquí hemos construido el grueso de nuestras vidas, aquí han nacido nuestros hijos y aquí viven la mayoría de nuestros amigos.  

Cuando veo en las fotografías y en las secuencias de televisión a los ejércitos de personas demudadas y famélicas, perdidas en la inmensidad de las llanuras centroeuropeas, hacinadas frente a las fronteras o porfiando en los vagones de los trenes; cuando observo a las madres con sus hijos en brazos y a los hombres que las acompañan porteando cual bestias los cuatro enseres que han podido salvar; cuando verifico que se les cierran barreras y pasos, que se les mantiene a raya y se les deporta a países periféricos con regímenes autoritarios, sin habilitar ninguna solución estructural, razonable y sostenible, a la miseria de sus vidas, ni aquí ni en los territorios de donde proceden, siento una profunda tristeza y me consume la rabia y la impotencia. No puedo evitar reeditar el terrible destierro, la incertidumbre, la impotencia y la soledad que se siente cuando se abandonan forzosamente las raíces y se empieza a vivir -o a malvivir- una nueva existencia lejos de ellas. Nadie debiera ser sometido a tamaña crueldad y mucho menos ser condenado a vagabundear por el mundo.

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