lunes, 9 de mayo de 2016

Mi tío Frandisco.

Cuando me siento a la mesa del comedor en la casa del pueblo suelo hacerlo frente a un pequeño aparador que hay en uno de los lados, rematado por una pequeña alacena con puertas de cristal que permiten ver los objetos que hay en su interior. Allí guardamos una exigua vajilla y una cristalería ínfima, acompañadas de pequeñas reliquias de loza, unas heredadas de nuestros antepasados y otras que han logrado sortear el paso de los años. Una de ellas es una hucha con forma de cerdito. Como está a la altura de los ojos, cuando me siento, reparo involuntariamente en ella como lo hago en un elegante tigre de bengala que, pese a la pequeñez de su tamaño, da prestancia a su función de palillero, aunque confieso que jamás lo he visto encima de la mesa haciendo las veces de tal. Pues bien, esa pequeña hucha tiene su historia.


Empezaré por decir que no he errado al escribir en el título el nombre "Frandisco". Así lo conocimos todos; su hermana, mi abuela Magdalena, y sus hijos, y todos sus resobrinos nacidos de ellos, entre los que me cuento. La razón es muy simple, en los territorios de habla churra -y en otros- son muy habituales los cambios consonánticos en el habla. Este no es más que uno de las decenas de ejemplos que podría mencionar. De modo que, hecha la aclaración, seguiré refiriéndome a mi tío por su nombre correcto. 

El tío Francisco era un un hombre menudo, de pequeña estatura, cuerpo enjuto y ademanes educados, matizados con el sesgo de esa amabilidad casi servil que impregna las maneras de muchas de las personas que han sido asistentes en el ámbito doméstico o en el profesional. Su cara, de contornos redondeados y rasgos poco prominentes, era tan blanquecina que desvelaba a las claras que sus ocupaciones y devociones le permitían eludir las inclemencias atmosféricas. Ningún otro rasgo destacaba más de su fisonomía que la boina que lucía habitualmente, que le confería el característico semblante cercano y bondadoso que se asocia a los abuelos. Tal vez, especialmente en él, la boina era un complemento que concordaba perfectamente con su carácter y probablemente con la imagen que deseaba proyectar, más allá de su natural e intrínseca utilidad. Cuando se dejaba caer por el pueblo, fuera cual fuese la época del año, era inseparable de ella, de ese complemento tan habitual de la vestimenta de los hombres del lugar que, sin embargo, contrastaba con la indumentaria que solía lucir mi tío. Sus zapatos, sus pantalones y su chaqueta denotaban inmediatamente que no era persona de aquellos pagos. Tales prendas le delataban ipso facto, desvelando que su vida transcurría lejos del pueblo, y más que probablemente en una ciudad. Por otro lado, era un hombre extraordinariamente afable, de esas personas que tienen la sonrisa en la boca permanentemente, que han desterrado de su habla las estridencias y los exabruptos, y en cuyos diálogos menudean las palabras gratas y los comentario amables o agradecidos. Ese era el tío Francisco que recuerdo.

Vivía en Barcelona. Desconozco porqué y cuándo decidió irse a esa ciudad. A veces he especulado sobre lo que pudo llevarle allí y apenas he logrado deducir más de dos alternativas plausibles: o su vida era absolutamente imposible en el pueblo, o había tanta hambre en su casa que no tuvo otro remedio que emigrar. Nunca supe por qué se fue, ni la razón de que pasarse buena parte de su vida allí. Sé lo que me dijeron, que tenía un empleo como conserje en un garaje y que así se ganó la vida mientras vivió, sin penurias, razonablemente satisfecho y relativamente feliz.

Volvía al pueblo regularmente cada año. Creo que la mayoría de las veces coincidía con las navidades o el año nuevo, pero no lo aseguraría. En una de esas visitas me regalo la hucha a la que hacía referencia. Me dijo que la había comprado en Andorra, un lugar que rememoraba con admiración y que a mí me sorprendía siempre. Me preguntaba qué sería eso de Andorra. Entonces la imaginaba como un territorio lejanísimo, un sitio al que casi sería imposible llegar. Hablaba maravillas de aquel pequeño país y todos los sobrinos le preguntábamos incansablemente porque nos embelesaba escuchar las historias que nos contaba. En aquella ocasión, aprovechó una visita a mi casa para obsequiarme el cerdito. Seguramente sería alguna circunstancia especial, que no recuerdo. Aseguró que me lo trajo de Andorra, que lo compro allí pensando en mí porque sabía cuánto me gustaba escuchar las historias de aquella tierra, para que tuviese un recuerdo de ella que me traería suerte y que me ayudaría a visitarla cuando fuese mayor. Creo que acertó y tal vez por ello todavía lo guardo en la alacena. Es verdad que un tanto deteriorado porque en su momento lo llene de monedas y lo vacié agujereando toscamente su parte superior. Pero, más allá del agujero que desdora su lomo, el cerdito conserva milagrosamente su integridad casi sesenta años después. 

Las visitas del tío las esperábamos los sobrinos como agua de mayo. La razón era evidente, verlo y llegar el maná era lo mismo. Cuando venía se nos aparecía el Señor en forma de una disponibilidad de monedas que desconocíamos a lo largo del año. Para empezar, a todos nos caía un duro de papel, de aquellos de color verde con la efigie de Alfonso X el Sabio, que nuestras madres ponían inmediatamente a buen recaudo para evitarnos las tentaciones. Más allá de recibir individualizadamente ese capitalazo, permanecer junto a el era como estar cerca de una máquina tragaperras desregulada que, sin apostar, a poco que te descuidabas, te caía una moneda de diez céntimos o de dos reales, e incluso alguna peseta que otra. De modo que, mientras mi tío estaba en el pueblo, él y sus sobrinos éramos la misma cosa, él era el árbol y los demás su propia sombra. Siempre con la sonrisa la boca, siempre con esa palabra cariñosa que todos recordamos, con su disposición permanente para disfrutar de la "canalleta", cariñoso e importado apelativo con el que nos designaba cuando hablaba con sus convecinos. A menudo le decían, "Frandisco, ¿qué, de paseo?" Y él respondía siempre, "Pues sí, mira, aquí vamos, con la canalleta". No sé cuánto catalán aprendió, aunque presumo que poco, también desconozco la voluntad y el empeño que puso en ello, pero esa palabra tan cercana y tan cariñosa formaba parte de su vocabulario esencial, y también del nuestro, aunque entonces desconociésemos su origen.

Guardo mi cerdito en la alacena como oro en paño, me lo estimo como mi tío nunca imaginó, tengo intención de conservarlo mientras viva porque siempre será el fetiche que me recuerde que hace muchos años tuve un tío -que pudo ser cualquiera de mis abuelos, a los que por desgracia no conocí- con el que disfruté unos pocos días al año los buenos ratos que no tuve oportunidad de compartir con ellos.

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