sábado, 16 de mayo de 2015

Nueva York.

Semialetargados por el efecto del jet lag, acabamos de regresar de nuestro último viaje, el mayor de los periplos que hemos llevado a cabo y el único transoceánico. Hemos pasado las dos últimas semanas en los Estados Unidos de América, un país al que no pensábamos viajar y al que nos ha llevado una circunstancia fortuita, un regalo navideño en forma de pasajes de avión, que nos obsequiaron nuestro hijo y su esposa. Este fue el lugar y el tiempo que eligieron y allí nos encaminamos.

Desde que sobrevuelas los centenares de urbanizaciones y la infinidad de viviendas que pueblan Long Island y la costa de Connecticut percibes inmediatamente que el terreno al que estás llegando es algo verdaderamente grande, casi inconmensurable. A vista de pájaro, descubres que aquello no son unas decenas de urbanizaciones como sucede en nuestra ‘amañosita’ costa mediterránea. No, se trata de centenares de kilómetros cuadrados repletos de casas unifamiliares, tan americanas ellas, tan omnipresentes en las películas y series de TV que vemos habitualmente. Esa primera aproximación al territorio te pone en la pista de lo que te espera inmediatamente, la visión del skyline de Manhattan desde una perspectiva cenital y oblicua, que descubre un paisaje archiconocido y no por ello menos impactante.

Lo que sigue a esa primera percepción es un compendio de lugares comunes, de circunstancias superconocidas, de ambientes y visiones reiteradamente reproducidos por la cinematografía y la publicidad que nos coloniza. El camino que recorres en el taxi de color amarillo (¿cómo imaginarlo de otro modo?) desde el aeropuerto JFK a la Gran Manzana es un repaso enciclopédico de edificios, vehículos, lugares, personajes y objetos de esa saga interminable que nos inocula la producción audiovisual norteamericana desde hace 70 años. Cada kilómetro recorrido nos redescubre decenas de escenas, situaciones, personajes o reclamos que recuerdan inevitablemente a las películas y series que hemos visto en las pantallas de nuestros cines y televisores. Pese a tanto lugar común, sorprende la grandiosidad de la panorámica, que muestra un escenario urbano que amedrenta y reduce el tamaño de las personas a la casi imperceptibilidad. Un horizonte sembrado de miles de rascacielos con alturas variables, todas estremecedoras y algunas sencillamente inabarcables. Un paisaje que sobrecoge, por más que lo hayas visto mil veces en los libros o en las películas, que te sitúa como persona en el umbral de lo insignificante. ¡Qué curiosa, enigmática y conmovedora resulta la sensación que te embarga cuando compruebas que una creación humana, probablemente involuntaria, logra devolver las personas a su auténtica dimensión planetaria! Esa es la primera gran impresión que traigo de aquella tierra: la constatación de la tremenda capacidad del ser humano para modelar la faz de la Tierra y cincelar el paisaje que, paradójicamente, parece replicarle jactancioso, relativizándolo y reduciéndolo a su nimiedad casi imperceptible en la grandiosidad del universo. Eso es lo que parecemos cada una de las personas que transitamos por aquella enorme urbe, por aquél espacio megalómano que optó radicalmente por situar a las cosas por encima de las personas.

Más allá de este primer impacto visual, otro elemento característico de la enorme megápolis neoyorquina es el ruido que le acompaña. Unas veces es el runrún de los motores de los vehículos de transporte y otras lo conforman los habituales bocinazos de taxis y trailers, y también de las sirenas de ambulancias y camiones de bomberos, omnipresentes a cualquier hora del día y de la noche en la ciudad que nunca duerme. Esa es otra de los rasgos definitorios de esta gran ciudad, la estridencia permanente, el ensordecedor ajetreo que se hace especialmente perceptible aquí, con el que debes habituarte a dormir.

Performance en Times Square.
Apenas unas horas después de llegar, descubres un conjunto tan amplio de lugares conocidos que toms conciencia inmediata que será imposible visitarlos en su totalidad en el corto espacio de tiempo disponible. Son innumerables las propuestas que abarcan desde las visitas museísticas a los incontables escenarios urbanos, muelles del río, hitos en la costa o en el entramado urbano. En esta ciudad todo está sobredimensionado, los edificios y las infraestructuras, la red de transporte y los espacios verdes, algunos de ellos increíblemente concebidos para dulcificar la vida urbana. El ejemplo más conocido es Central Park. Sin embargo, hemos visitado decenas de espacios más recoletos en los que se reencuentra la auténtica dimensión de las personas. Se trata de pequeños enclaves, plazoletas, cruces de calles, etc., sitios dotados de mobiliario urbano sólido y bien conservado, perfectamente útil, que permite descansar un rato tomando el sol o contemplando el ajetreo, mientras se degusta un bocata adquirido en uno de los miles take away que hay en Manhattan.

Hemos disfrutado también del espacio libre de humos que es Nueva York, un lugar donde sorprende reconocer en cualquier esquina o en las puertas de bancos y espacios públicos advertencias grabadas en placas metálicas que recuerdan que no se puede fumar a menos de veinticinco metros. O los avisos existentes en los parques públicos en los que se advierte que no se puede montar en bicicleta ni fumar. Y donde, además, determinados guardias urbanos están presentes para hacer que las advertencias sean auténticas realidades. Y lo consiguen, lo hemos comprobado.

Hemos pateado una ciudad donde el ajetreo laboral es incontenible. Percibes inmediatamente que el paro tiene escasa entidad y que los desheredados de la fortuna y los sin hogar apenas son apreciables. Casi no hay pedigüeños ni gentes abrasadas por el alcohol o las drogas en las esquinas o en las bocas del metro. Al contrario, predominan los escenarios donde las personas se afanan por llegar a sus destinos, por llevar a cabo sus tareas cotidianas, por realizar su trabajo diario. Son centenares de miles de personas las que al mediodía apuran sus colaciones en los parques y plazas, porfiando con sus teléfonos o sesteando mientras atrapan los tímidos rayos de sol que dejan escapar las sombras que proyectan los edificios. Eso es lo que predomina abrumadoramente: un gran ajetreo, una enorme actividad, una efervescencia laboral importantísima.

Hemos recorrido una ciudad donde el transporte público parece funcionar a la perfección. Vehículos sin concesiones a la galería ni veleidades estéticas, pero solidísimos e impecables, sin pintadas ni rasguños en cristales de ventanas y puertas. Bocas y estaciones de metro sin incidentes apreciables, en forma de agresiones o amenazas contra los viandantes. Habrá sido casualidad, pero no hemos presenciado ni un solo percance de esa naturaleza.

Esto nos motiva una nueva reflexión. Evidentemente desde el 11 S, la seguridad en este país es algo espantoso. Hay centenares de miles de personas dedicadas a asegurar, presuntamente, eso que se denomina seguridad. Conserjes, ordenanzas, policías, empleados públicos… que registran a las personas y revisan sus pertenencias en las entradas de bibliotecas, museos, oficinas, ascensores, pasillos y dependencias públicas y privadas, privativas y compartidas. Prácticamente todo está vigilado. No tengo certeza de que esa obsesión sirva para algo más que para acallar las ‘neuras’ ciudadanas desatadas tras aquel increíble acontecimiento. En todo caso, acabas conjeturando que la vigilancia, junto con los trabajadores de la restauración (son decenas de miles los locales y centenares de miles los chiringuitos de comida take away y take&go que hay en NYC), la gente dedicada al transporte y el personal que provee de víveres y necesidades al comercio, los espectáculos y los museos, a las visitas y a la logística de la ciudad, es uno de sus principales nichos de empleo.

Otra impresión que cala en el visitante es la multiculturalidad. NYC -¡cómo les encantan los acrónimos!- es, por encima de todo, un auténtico cruce de culturas. Se dice que es la más europea de las ciudades americanas y probablemente así es. Yo añadiría, desde el atrevimiento que impulsa la ignorancia, que seguramente es, también, la más mestiza de todas. Una ciudad donde es difícil visualizar la predominancia de una determinada raza. A primera vista se ofrece multirracial y pluricultural. Otra cosa es la interculturalidad existente de facto. NYC parece un espacio paradigmático de cruce de culturas, que es cosa distinta del mestizaje cultural o de las realidades pluriculturales. Apenas he tenido tiempo de conocer algún indicio mínimo que fundamente una elemental opinión al respecto, pero tengo la impresión de que habría que matizar lo suyo con relación a estos conceptos.

Si hemos de hacer un apresurado balance de nuestro viaje a Nueva York, sin duda alguna el cotejo arroja un saldo positivo. Frente a las dificultades que ofrecen las grandes ciudades, desde los desplazamientos a las inevitables colas, desde la carestía de la vida hasta la incomodidad o el apresuramiento de los viajes, es indudable que procuran oportunidades increíbles para satisfacer tanto los aspectos ociosos y culturales como las estrictas necesidades humanas. NYC es el paradigma de la habitabilidad, del cosmopolitismo, de las últimas tendencias, de lo que inevitablemente se nos viene encima…, en síntesis, de lo que nos deparará el futuro, para bien o para mal.

Esta es la síntesis apresurada de la primera parte de nuestro viaje. Pero en aquel grandioso país de casi diez millones de kilómetros cuadrados, con más de 5000 km. de costa a costa y más de 2000 km. de norte a sur, también existen otras realidades distintas a Nueva York. Allí, el sur también existe. Y la segunda parte de nuestro viaje fue precisamente una visita a Nueva Orleans, destino del Mississippi, el río que vertebra una parte importantísima del territorio norteamericano. Contar esta faceta será motivo de otro post.

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