Semialetargados por el efecto del jet lag, acabamos de regresar de nuestro último viaje, el mayor de los
periplos que hemos llevado a cabo y el único transoceánico. Hemos pasado las
dos últimas semanas en los Estados Unidos de América, un país al que no
pensábamos viajar y al que nos ha llevado una circunstancia fortuita, un regalo
navideño en forma de pasajes de avión, que nos obsequiaron nuestro hijo y su
esposa. Este fue el lugar y el tiempo que eligieron y allí nos encaminamos.
Desde que sobrevuelas los centenares de urbanizaciones y la
infinidad de viviendas que pueblan Long Island y la costa de Connecticut
percibes inmediatamente que el terreno al que estás llegando es algo
verdaderamente grande, casi inconmensurable. A vista de pájaro, descubres que
aquello no son unas decenas de urbanizaciones como sucede en nuestra
‘amañosita’ costa mediterránea. No, se trata de centenares de kilómetros cuadrados repletos de casas unifamiliares, tan americanas ellas, tan omnipresentes en las
películas y series de TV que vemos habitualmente. Esa primera aproximación al
territorio te pone en la pista de lo que te espera inmediatamente, la visión
del skyline de Manhattan desde una
perspectiva cenital y oblicua, que descubre un paisaje archiconocido y no por
ello menos impactante.
Lo que sigue a esa primera percepción es un compendio de
lugares comunes, de circunstancias superconocidas, de ambientes y visiones reiteradamente
reproducidos por la cinematografía y la publicidad que nos coloniza. El camino
que recorres en el taxi de color amarillo (¿cómo imaginarlo de otro modo?) desde
el aeropuerto JFK a la Gran Manzana es un repaso enciclopédico de edificios, vehículos,
lugares, personajes y objetos de esa saga interminable que nos inocula
la producción audiovisual norteamericana desde hace 70 años. Cada kilómetro recorrido
nos redescubre decenas de escenas, situaciones, personajes o reclamos que
recuerdan inevitablemente a las películas y series que hemos visto en las pantallas
de nuestros cines y televisores. Pese a tanto lugar común, sorprende la
grandiosidad de la panorámica, que muestra un escenario urbano que amedrenta y reduce
el tamaño de las personas a la casi imperceptibilidad. Un horizonte sembrado de
miles de rascacielos con alturas variables, todas estremecedoras y algunas sencillamente
inabarcables. Un paisaje que sobrecoge, por más que lo hayas visto mil veces en
los libros o en las películas, que te sitúa como persona en el umbral de lo insignificante.
¡Qué curiosa, enigmática y conmovedora resulta la sensación que te embarga cuando
compruebas que una creación humana, probablemente involuntaria, logra devolver las
personas a su auténtica dimensión planetaria! Esa es la primera gran impresión
que traigo de aquella tierra: la constatación de la tremenda capacidad del ser
humano para modelar la faz de la Tierra y cincelar el paisaje que, paradójicamente, parece replicarle jactancioso, relativizándolo y reduciéndolo a su nimiedad
casi imperceptible en la grandiosidad del universo. Eso es lo que parecemos
cada una de las personas que transitamos por aquella enorme urbe, por
aquél espacio megalómano que optó radicalmente por situar a las cosas por
encima de las personas.
Más allá de este primer impacto visual, otro elemento
característico de la enorme megápolis neoyorquina es el ruido que le acompaña.
Unas veces es el runrún de los motores de los vehículos de transporte y otras lo
conforman los habituales bocinazos de taxis y trailers, y también de las sirenas
de ambulancias y camiones de bomberos, omnipresentes a cualquier hora del día y
de la noche en la ciudad que nunca duerme. Esa es otra de los rasgos definitorios de esta gran ciudad, la estridencia permanente, el ensordecedor ajetreo que se hace
especialmente perceptible aquí, con el que debes habituarte a dormir.
Performance en Times Square. |
Apenas unas horas después de llegar, descubres un conjunto tan amplio de lugares conocidos que toms conciencia inmediata que será imposible visitarlos en su totalidad en el corto espacio de tiempo disponible. Son innumerables las propuestas que abarcan desde las visitas museísticas a los incontables escenarios
urbanos, muelles del río, hitos en la costa o en el entramado urbano. En esta ciudad todo
está sobredimensionado, los edificios y las infraestructuras, la red de
transporte y los espacios verdes, algunos de ellos increíblemente concebidos
para dulcificar la vida urbana. El ejemplo más conocido es Central Park. Sin
embargo, hemos visitado decenas de espacios más recoletos en los que se reencuentra
la auténtica dimensión de las personas. Se trata de pequeños enclaves,
plazoletas, cruces de calles, etc., sitios dotados de mobiliario urbano sólido
y bien conservado, perfectamente útil, que permite descansar un rato tomando el
sol o contemplando el ajetreo, mientras se degusta un bocata adquirido en uno
de los miles take away que hay en
Manhattan.
Hemos disfrutado también del espacio libre de humos que es Nueva
York, un lugar donde sorprende reconocer en cualquier esquina o en las puertas
de bancos y espacios públicos advertencias grabadas en placas metálicas que recuerdan
que no se puede fumar a menos de veinticinco metros. O los avisos existentes en
los parques públicos en los que se advierte que no se puede montar en bicicleta
ni fumar. Y donde, además, determinados guardias urbanos están presentes para
hacer que las advertencias sean auténticas realidades. Y lo consiguen, lo hemos
comprobado.
Hemos pateado una ciudad donde el ajetreo laboral es incontenible.
Percibes inmediatamente que el paro tiene escasa entidad y que los desheredados
de la fortuna y los sin hogar apenas son apreciables. Casi no hay pedigüeños ni
gentes abrasadas por el alcohol o las drogas en las esquinas o en las bocas del
metro. Al contrario, predominan los escenarios donde las personas se afanan por
llegar a sus destinos, por llevar a cabo sus tareas cotidianas, por realizar su
trabajo diario. Son centenares de miles de personas las que al mediodía apuran sus
colaciones en los parques y plazas, porfiando con sus teléfonos o sesteando
mientras atrapan los tímidos rayos de sol que dejan escapar las sombras que
proyectan los edificios. Eso es lo que predomina abrumadoramente: un gran
ajetreo, una enorme actividad, una efervescencia laboral importantísima.
Hemos recorrido una ciudad donde el transporte público parece
funcionar a la perfección. Vehículos sin concesiones a la galería ni veleidades
estéticas, pero solidísimos e impecables, sin pintadas ni rasguños en cristales
de ventanas y puertas. Bocas y estaciones de metro sin incidentes apreciables,
en forma de agresiones o amenazas contra los viandantes. Habrá sido casualidad,
pero no hemos presenciado ni un solo percance de esa naturaleza.
Esto nos motiva una nueva reflexión. Evidentemente desde el
11 S, la seguridad en este país es algo espantoso. Hay centenares de miles de
personas dedicadas a asegurar, presuntamente, eso que se denomina seguridad.
Conserjes, ordenanzas, policías, empleados públicos… que registran a las
personas y revisan sus pertenencias en las entradas de bibliotecas, museos,
oficinas, ascensores, pasillos y dependencias públicas y privadas, privativas y
compartidas. Prácticamente todo está vigilado. No tengo certeza de que esa obsesión sirva para algo más que para acallar las ‘neuras’ ciudadanas desatadas tras
aquel increíble acontecimiento. En todo caso, acabas conjeturando que la vigilancia, junto
con los trabajadores de la restauración (son decenas de miles los locales y
centenares de miles los chiringuitos de comida take away y take&go que
hay en NYC), la gente dedicada al transporte y el personal que provee de víveres y necesidades al comercio, los espectáculos y los museos, a las visitas y a la
logística de la ciudad, es uno de sus principales nichos de empleo.
Otra impresión que cala en el visitante es la
multiculturalidad. NYC -¡cómo les encantan los acrónimos!- es, por encima de
todo, un auténtico cruce de culturas. Se dice que es la más europea de las
ciudades americanas y probablemente así es. Yo añadiría, desde el atrevimiento
que impulsa la ignorancia, que seguramente es, también, la más mestiza de todas.
Una ciudad donde es difícil visualizar la predominancia de una determinada
raza. A primera vista se ofrece multirracial y pluricultural. Otra cosa es la
interculturalidad existente de facto. NYC parece un espacio paradigmático de
cruce de culturas, que es cosa distinta del mestizaje cultural o de las realidades
pluriculturales. Apenas he tenido tiempo de conocer algún indicio mínimo que
fundamente una elemental opinión al respecto, pero tengo la impresión de que
habría que matizar lo suyo con relación a estos conceptos.
Si hemos de hacer un apresurado balance de nuestro viaje a Nueva York, sin duda alguna el cotejo arroja un saldo positivo. Frente a las dificultades que ofrecen las grandes ciudades, desde los desplazamientos a las inevitables colas, desde la carestía de la vida hasta la incomodidad o el apresuramiento de los viajes, es indudable que procuran oportunidades increíbles para satisfacer tanto los aspectos ociosos y culturales como las estrictas necesidades humanas. NYC es el paradigma de la habitabilidad, del cosmopolitismo, de las últimas tendencias, de lo que inevitablemente se nos viene encima…, en síntesis, de lo que nos deparará el futuro, para bien o para mal.
Si hemos de hacer un apresurado balance de nuestro viaje a Nueva York, sin duda alguna el cotejo arroja un saldo positivo. Frente a las dificultades que ofrecen las grandes ciudades, desde los desplazamientos a las inevitables colas, desde la carestía de la vida hasta la incomodidad o el apresuramiento de los viajes, es indudable que procuran oportunidades increíbles para satisfacer tanto los aspectos ociosos y culturales como las estrictas necesidades humanas. NYC es el paradigma de la habitabilidad, del cosmopolitismo, de las últimas tendencias, de lo que inevitablemente se nos viene encima…, en síntesis, de lo que nos deparará el futuro, para bien o para mal.
Esta es la síntesis apresurada de la primera parte de nuestro
viaje. Pero en aquel grandioso país de casi diez millones de kilómetros
cuadrados, con más de 5000 km. de costa a costa y más de 2000 km. de norte a
sur, también existen otras realidades distintas a Nueva York. Allí, el sur
también existe. Y la segunda parte de nuestro viaje fue precisamente una visita
a Nueva Orleans, destino del Mississippi, el río que vertebra una parte importantísima
del territorio norteamericano. Contar esta faceta será motivo de otro post.
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