Tras
casi una semana en Nueva York nos esperaba el sur, la segunda etapa de nuestro
viaje. De nuevo, el punto de partida era el JFK. Allí tomamos un vuelo de Jet Blue, una de las múltiples compañías
que atienden los desplazamientos interiores. Tres horas y media sobrevolando
ocho o diez estados del Este permiten cubrir la distancia que separa la Big Apple de la Big Easy, Crescent City, The City that care forgot, Nawlins o NOLA,
seguramente el nombre más popular hoy de cuantos se le han atribuido. Así llegamos a Nueva
Orleans, una de las ciudades más peculiares de los Estados Unidos, capital de
la Luisiana, flanqueada por el río Mississipi
y el lago Pontchartrain.
Apenas
pones el pie en el aeropuerto, rotulado con el nombre de uno de sus más
insignes músicos, Louis Armstrong, alcanzas la salida de la terminal y te
diriges a tomar el taxi que te llevará a la ciudad, situada a una veintena de
kilómetros, te percatas de que has llegado a otro mundo, a una realidad que
bien poco o casi nada se parece a Nueva York. Te recibe la conductora del
vehículo, una oronda señora negra, hablando por un teléfono inalámbrico, que
maneja un viejo Toyota destartalado, con unas fundas en los asientos que te
impiden hacer uso de los cinturones de seguridad. Abre el capó y somos nosotros
quienes debemos introducir el equipaje en el maletero sin intercambiar una sola
palabra con ella, porque sigue atendiendo su particular conversación en ese
lenguaje inaprensible que hablan los lugareños, que unas veces es el cajún y otras el criollo (crèole, le llaman ellos). Le mostramos
la dirección del hotel y con un OK por respuesta toma el volante y enfila los
accesos a la autopista. Entretanto, en una especie de atril de cuarto de baño
que tiene instalado en el lugar que habitualmente ocupa el reposabrazos del
conductor, dispone de cuantos productos requiere su atrezzo personal: barra de labios, vaselina, sombra de ojos… que va
utilizando a discreción durante el trayecto. El equipamiento lo completan dos
soportes instalados en el lugar del cambio de marchas de los vehículos
(innecesario aquí, porque la mayoría son automáticos), en los que ha dispuesto
su particular avituallamiento (té, refrescos…), siempre obviando la referencia
del cliente, naturalmente. Llegas al hotel con los ojos como platos y, mientras
te bajas las maletas, sigues escuchando esa conversación ininteligible, solo
interrumpida para pedirte los 33 dólares que cuesta la carrera.
Completas
el checkin en uno de los abundantes
hoteles que pueblan el distrito financiero y, tras deshacer mínimamente los bártulos
y acicalarte un poco, te dispones a emprender la primera descubierta. Apenas
recorres unos centenares de metros y te topas con Canal Street, donde corroboras que has llegado a otra galaxia. Son omnipresentes
las evidencias: el mestizaje por doquier, la obesidad generalizada que causa la
recurrente fast food, las
consecuencias del alcoholismo visibles en las facciones y en las pantorrillas
infectas de numerosas personas apostadas a lo largo de la calle, que acompañan
el traqueteo que producen los tranvías con el soniquete de sus vasos
pedigüeños, huérfanos de calderilla. Has llegado a otro territorio, a otra
realidad, a otro modo de vida.
Atraviesas
Canal Street y casi sin apercibirte
estás transitando por Bourbon Street,
en el French Quartet, la genuina ‘guirilandia’.
En dos manzanas te estalla en el rostro el estrépito y la exuberancia de unas gentes
que han hecho de la música, del baile, del espectáculo, de la fiesta… el norte
de sus vidas. Bourbon St. es un ‘macrogarito’
que se alarga casi dos kilómetros con apariencias diversas y locales con trazas
‘customizadas’, en los que grupos de toda edad y condición ofrecen versiones de
los clásicos del jazz, soul, rock, pop… de los sesenta, setenta, ochenta… y de
lo que se presente. A casi cualquier hora del día, aquello es un gigantesco concierto,
polifónico y herético, permanentemente inconcluso, multicultural y multicolor, adecuadamente
vigilado, especialmente al atardecer, por los coches de la policía del Estado
apostados en los cruces de las calles. Éste es el espacio reservado, casi de
uso privativo, para la tropa de forasteros que visitamos la ciudad, que tiene
un contrapunto de más clase en la calle paralela, Royal St., una alternativa cultural a la oferta musical y
alcohólica, que adopta la forma de galerías de arte y de manifestaciones
culturales más refinadas.
Big House, en Oak Plantation. |
Como
íbamos aleccionados –para algo sirve tener un hijo músico y devoto de aquellos
pagos- sabíamos que el lugar a visitar para degustar la genuina e incontinente expresividad
de los orleannianos (¿) no es Bourbon St.
sino Frenchman St., una calle un
tanto alejada de ese centro neurálgico, más allá de French Market, que es la elegida por los lugareños para escuchar
música y tomarse sus copitas. Allí, la misma noche de nuestra llegada, gozamos
de la oportunidad de sentarnos en una terraza, sintiendo sobre nuestra piel la
humedad y el calor cuasi tropicales que envuelven la ciudad mientras
paladeábamos el genio voluptuoso, emancipado y embriagador de cinco músicos que
interpretaban una tras otra piezas genuinas e improvisadas, de una manera
increíblemente natural y maravillosa.
Pero
NOLA no es solamente el French Quartet
y las calles y plazas aledañas. Es una extensión amplísima que ofrece innumerables
contrastes y realidades. Todavía se puede percibir en ella la herencia colonial
francesa y española que, maridada con el carácter caribeño y la idiosincrasia
aborigen, confiere el carácter genuino a la ciudad y a sus habitantes. En ella arraigan
algunos de los capítulos más descarnados de la historia de la esclavitud y en
ella empezó la libertad de los primeros afroamericanos. La herencia de la
esclavitud aportó a sus habitantes la creencia en la magia y en la superstición,
la práctica del vudú o el culto a lo místico, facetas todavía muy presentes en
la vida cotidiana. De esa encrucijada de culturas nació el jazz y la gastronomía
criolla; y también el Mardi Gras
(carnaval). Una de las frases más repetidas por sus habitantes es laissez les bons temps rouller, que sintetiza
su filosofía vital: la alegría de vivir. En realidad, todo en Nueva Orleans es
un canto a los sentidos y a la mezcla cultural que caracteriza a sus habitantes,
que tiene grabada en su ADN y que la hace única.
La
visita panorámica que realizamos la mañana siguiente nos permitió conocer de
primera mano lo que todavía queda de los efectos del Katrina. Un paisaje aterrador, especialmente al este y sur de la
ciudad, que diez años después todavía evidencia la desolación que produjo aquella
catástrofe, a la que todavía no se ha terminado de poner remedio. Centenares de
casas destruidas, algunas casi engullidas por la vegetación, personas vagando
por calles desvencijadas o apostadas a la puerta de sus casas en sillas
destartaladas esperando no se sabe qué. Diríase que viéndolas venir –como se
suele decir- con una actitud que evidencia a las claras que carecen de
expectativa alguna. Esa es al menos la
impresión que tuvimos al pasar por allí. Evidentemente, el paisaje del
pesimismo tuvo su contrapunto. En ese mismo periplo visitamos otros distritos más
pudientes en los que abundan las casas coloniales, ahora sí magníficas, bien
estructuradas y alineadas en calles limpias y pertrechadas de servicios y comodidades.
Una ciudad que, como casi todas, marida violentos contrastes y distancias excesivas
entre las vidas de sus habitantes: desigualdades, asimetrías, injusticias...
que, de alguna manera, volvimos a percibir en el paseo que dimos por la tarde,
montados en un tranvía recuperado en los años 90 que atraviesa la ciudad de
punta a punta, recorriendo un itinerario curvilíneo de una decena de de
kilómetros. Una especie de recorrido transversal y panorámico que nos permitió mariposear
muchas de sus realidades: barrios de trabajadores, espacios residenciales,
parques, jardines, equipamientos, zonas hoteleras… En síntesis, un compendio polifacético
de aquella urbe criolla, asentada en un meandro gigantesco del inconmensurable
Mississippi (de ahí su sobrenombre de “ciudad del cuarto creciente”), el espejo
que contempló las aventuras infantiles de Tom
Sawyer y Huck Finn que tan magistralmente contó Mark
Twain. Un río de anchura portentosa y caudal agotador, que mece con sus
aguas –mezcladas con las de la mar, que no se sabe bien donde desaguan unas y se
aglutinan con las otras- los inefables steamboat,
los genuinos barcos de vapor propulsados por ruedas de paletas que hemos visto
tantas veces en las películas, cuya navegación sigue cautivándonos,
especialmente cuando hacen sonar sus sirenas de tonos graves y timbre
característico.
El
último día de nuestra visita lo dedicamos a realizar un tour por Oak Alley Plantation, una histórica plantación en la orilla oeste del río
Mississippi, a la que se llega tras una hora de viaje, atravesando marismas y
contemplando a retazos el enorme dique que están construyendo para frenar otro
hipotético desbordamiento del lago Pontchartrain.
Visitamos la Big House, que es
monumento nacional y que debe su nombre al enorme pasillo (allée) de más de 240 metros de longitud que crea una doble hilera
de robles sureños, plantados en el siglo XVIII, mucho antes de que se
construyese la casa, que discurre entre ella y el río Mississipi. Allí nos
contaron su historia y nos mostraron la
mansión unas amables señoritas vestidas de época, abundando en detalles
y anécdotas sobre la vida cotidiana en aquellas plantaciones esclavistas de
caña de azúcar, así como sobre las numerosas trapisondas de la familia Roman, su
propietaria original. Concluimos la jornada con un paseo en barca por Honey Island Swamp, uno de los pocos
humedales protegidos de Louisiana, que nos permitió adentrarnos en un pequeño
espacio pantanoso del delta del Mississipi, y osbervar a escasa distancia
cocodrilos (aligators, les denominan
allí) y otras especies endémicas en menor cuantía (nutrias, serpientes,
tortugas, águilas calvas y otras aves).
Esta
es la apretada síntesis de nuestro viaje a los Estados Unidos de América. Un
gran viaje que recordaremos siempre, que reinventaremos a no tardar y que seguro que soñaremos más adelante en alguna desvaída
tarde de los años venideros.
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