lunes, 25 de mayo de 2015

NOLA (Nueva Orleans LuisianA).

Tras casi una semana en Nueva York nos esperaba el sur, la segunda etapa de nuestro viaje. De nuevo, el punto de partida era el JFK. Allí tomamos un vuelo de Jet Blue, una de las múltiples compañías que atienden los desplazamientos interiores. Tres horas y media sobrevolando ocho o diez estados del Este permiten cubrir la distancia que separa la Big Apple de la Big Easy, Crescent City, The City that care forgot, Nawlins  o NOLA, seguramente el nombre más popular hoy de cuantos se le han atribuido. Así llegamos a Nueva Orleans, una de las ciudades más peculiares de los Estados Unidos, capital de la Luisiana, flanqueada por el río Mississipi y el lago Pontchartrain.

Apenas pones el pie en el aeropuerto, rotulado con el nombre de uno de sus más insignes músicos, Louis Armstrong, alcanzas la salida de la terminal y te diriges a tomar el taxi que te llevará a la ciudad, situada a una veintena de kilómetros, te percatas de que has llegado a otro mundo, a una realidad que bien poco o casi nada se parece a Nueva York. Te recibe la conductora del vehículo, una oronda señora negra, hablando por un teléfono inalámbrico, que maneja un viejo Toyota destartalado, con unas fundas en los asientos que te impiden hacer uso de los cinturones de seguridad. Abre el capó y somos nosotros quienes debemos introducir el equipaje en el maletero sin intercambiar una sola palabra con ella, porque sigue atendiendo su particular conversación en ese lenguaje inaprensible que hablan los lugareños, que unas veces es el cajún y otras el criollo (crèole, le llaman ellos). Le mostramos la dirección del hotel y con un OK por respuesta toma el volante y enfila los accesos a la autopista. Entretanto, en una especie de atril de cuarto de baño que tiene instalado en el lugar que habitualmente ocupa el reposabrazos del conductor, dispone de cuantos productos requiere su atrezzo personal: barra de labios, vaselina, sombra de ojos… que va utilizando a discreción durante el trayecto. El equipamiento lo completan dos soportes instalados en el lugar del cambio de marchas de los vehículos (innecesario aquí, porque la mayoría son automáticos), en los que ha dispuesto su particular avituallamiento (té, refrescos…), siempre obviando la referencia del cliente, naturalmente. Llegas al hotel con los ojos como platos y, mientras te bajas las maletas, sigues escuchando esa conversación ininteligible, solo interrumpida para pedirte los 33 dólares que cuesta la carrera.

Completas el checkin en uno de los abundantes hoteles que pueblan el distrito financiero y, tras deshacer mínimamente los bártulos y acicalarte un poco, te dispones a emprender la primera descubierta. Apenas recorres unos centenares de metros y te topas con Canal Street, donde corroboras que has llegado a otra galaxia. Son omnipresentes las evidencias: el mestizaje por doquier, la obesidad generalizada que causa la recurrente fast food, las consecuencias del alcoholismo visibles en las facciones y en las pantorrillas infectas de numerosas personas apostadas a lo largo de la calle, que acompañan el traqueteo que producen los tranvías con el soniquete de sus vasos pedigüeños, huérfanos de calderilla. Has llegado a otro territorio, a otra realidad, a otro modo de vida.

Atraviesas Canal Street y casi sin apercibirte estás transitando por Bourbon Street, en el French Quartet, la genuina ‘guirilandia’. En dos manzanas te estalla en el rostro el estrépito y la exuberancia de unas gentes que han hecho de la música, del baile, del espectáculo, de la fiesta… el norte de sus vidas. Bourbon St. es un ‘macrogarito’ que se alarga casi dos kilómetros con apariencias diversas y locales con trazas ‘customizadas’, en los que grupos de toda edad y condición ofrecen versiones de los clásicos del jazz, soul, rock, pop… de los sesenta, setenta, ochenta… y de lo que se presente. A casi cualquier hora del día, aquello es un gigantesco concierto, polifónico y herético, permanentemente inconcluso, multicultural y multicolor, adecuadamente vigilado, especialmente al atardecer, por los coches de la policía del Estado apostados en los cruces de las calles. Éste es el espacio reservado, casi de uso privativo, para la tropa de forasteros que visitamos la ciudad, que tiene un contrapunto de más clase en la calle paralela, Royal St., una alternativa cultural a la oferta musical y alcohólica, que adopta la forma de galerías de arte y de manifestaciones culturales más refinadas.

Big House, en Oak Plantation.
Como íbamos aleccionados –para algo sirve tener un hijo músico y devoto de aquellos pagos- sabíamos que el lugar a visitar para degustar la genuina e incontinente expresividad de los orleannianos (¿) no es Bourbon St. sino Frenchman St., una calle un tanto alejada de ese centro neurálgico, más allá de French Market, que es la elegida por los lugareños para escuchar música y tomarse sus copitas. Allí, la misma noche de nuestra llegada, gozamos de la oportunidad de sentarnos en una terraza, sintiendo sobre nuestra piel la humedad y el calor cuasi tropicales que envuelven la ciudad mientras paladeábamos el genio voluptuoso, emancipado y embriagador de cinco músicos que interpretaban una tras otra piezas genuinas e improvisadas, de una manera increíblemente natural y maravillosa.

Pero NOLA no es solamente el French Quartet y las calles y plazas aledañas. Es una extensión amplísima que ofrece innumerables contrastes y realidades. Todavía se puede percibir en ella la herencia colonial francesa y española que, maridada con el carácter caribeño y la idiosincrasia aborigen, confiere el carácter genuino a la ciudad y a sus habitantes. En ella arraigan algunos de los capítulos más descarnados de la historia de la esclavitud y en ella empezó la libertad de los primeros afroamericanos. La herencia de la esclavitud aportó a sus habitantes la creencia en la magia y en la superstición, la práctica del vudú o el culto a lo místico, facetas todavía muy presentes en la vida cotidiana. De esa encrucijada de culturas nació el jazz y la gastronomía criolla; y también el Mardi Gras (carnaval). Una de las frases más repetidas por sus habitantes es laissez les bons temps rouller, que sintetiza su filosofía vital: la alegría de vivir. En realidad, todo en Nueva Orleans es un canto a los sentidos y a la mezcla cultural que caracteriza a sus habitantes, que tiene grabada en su ADN y que la hace única.

La visita panorámica que realizamos la mañana siguiente nos permitió conocer de primera mano lo que todavía queda de los efectos del Katrina. Un paisaje aterrador, especialmente al este y sur de la ciudad, que diez años después todavía evidencia la desolación que produjo aquella catástrofe, a la que todavía no se ha terminado de poner remedio. Centenares de casas destruidas, algunas casi engullidas por la vegetación, personas vagando por calles desvencijadas o apostadas a la puerta de sus casas en sillas destartaladas esperando no se sabe qué. Diríase que viéndolas venir –como se suele decir- con una actitud que evidencia a las claras que carecen de expectativa alguna.  Esa es al menos la impresión que tuvimos al pasar por allí. Evidentemente, el paisaje del pesimismo tuvo su contrapunto. En ese mismo periplo visitamos otros distritos más pudientes en los que abundan las casas coloniales, ahora sí magníficas, bien estructuradas y alineadas en calles limpias y pertrechadas de servicios y comodidades. Una ciudad que, como casi todas, marida violentos contrastes y distancias excesivas entre las vidas de sus habitantes: desigualdades, asimetrías, injusticias... que, de alguna manera, volvimos a percibir en el paseo que dimos por la tarde, montados en un tranvía recuperado en los años 90 que atraviesa la ciudad de punta a punta, recorriendo un itinerario curvilíneo de una decena de de kilómetros. Una especie de recorrido transversal y panorámico que nos permitió mariposear muchas de sus realidades: barrios de trabajadores, espacios residenciales, parques, jardines, equipamientos, zonas hoteleras… En síntesis, un compendio polifacético de aquella urbe criolla, asentada en un meandro gigantesco del inconmensurable Mississippi (de ahí su sobrenombre de “ciudad del cuarto creciente”), el espejo que contempló las aventuras infantiles de Tom Sawyer y Huck Finn que tan magistralmente contó Mark Twain. Un río de anchura portentosa y caudal agotador, que mece con sus aguas –mezcladas con las de la mar, que no se sabe bien donde desaguan unas y se aglutinan con las otras- los inefables steamboat, los genuinos barcos de vapor propulsados por ruedas de paletas que hemos visto tantas veces en las películas, cuya navegación sigue cautivándonos, especialmente cuando hacen sonar sus sirenas de tonos graves y timbre característico.

El último día de nuestra visita lo dedicamos a realizar un tour por Oak Alley Plantation, una histórica plantación en la orilla oeste del río Mississippi, a la que se llega tras una hora de viaje, atravesando marismas y contemplando a retazos el enorme dique que están construyendo para frenar otro hipotético desbordamiento del lago Pontchartrain. Visitamos la Big House, que es monumento nacional y que debe su nombre al enorme pasillo (allée) de más de 240 metros de longitud que crea una doble hilera de robles sureños, plantados en el siglo XVIII, mucho antes de que se construyese la casa, que discurre entre ella y el río Mississipi. Allí nos contaron su historia y nos mostraron la  mansión unas amables señoritas vestidas de época, abundando en detalles y anécdotas sobre la vida cotidiana en aquellas plantaciones esclavistas de caña de azúcar, así como sobre las numerosas trapisondas de la familia Roman, su propietaria original. Concluimos la jornada con un paseo en barca por Honey Island Swamp, uno de los pocos humedales protegidos de Louisiana, que nos permitió adentrarnos en un pequeño espacio pantanoso del delta del Mississipi, y osbervar a escasa distancia cocodrilos (aligators, les denominan allí) y otras especies endémicas en menor cuantía (nutrias, serpientes, tortugas, águilas calvas y otras aves).

Esta es la apretada síntesis de nuestro viaje a los Estados Unidos de América. Un gran viaje que recordaremos siempre, que reinventaremos a no tardar y que  seguro que soñaremos más adelante en alguna desvaída tarde de los años venideros.

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