lunes, 12 de enero de 2015

Hogaño.

Hogaño es una de las palabras que más me gustan de cuantas integran el pequeño diccionario que incorpora el habla que compartimos los vecinos más viejos de mi pueblo, siquiera esporádica o circunstancialmente. Un ‘pseudoidioma’ autóctono y casi  ‘geologizado’ al que, como a tantas otras cosas, le quedan cuatro peladas para que lo engulla la insaciable voracidad de la dichosa globalización que nos arrasa.

Hogaño me trae reminiscencias de los primeros balbuceos y aprendizajes, que fueron los más intensos y unos de los más productivos que recuerdo, como le sucede a casi todo el mundo. Pero, además, evoca en mi memoria rostros, facciones, caracteres de seres que conocí, que renacen en mi imaginación y que logran emocionarme invocando un mundo de sensaciones gratificantes y de experiencias amables. La semana pasada repasaba algunos de esos rostros mientras recorría en mi paseo vespertino la orilla de los muros que circundan el camposanto. Llegué a entrar en él cuando el sol amenazaba con esconderse tras la Peña María, desparramando sus oropelados reflejos sobre las lápidas que cierran cada una de las tumbas que se apilan uniformemente a lo largo de los tapiales, iluminando lívidamente y dando un reconfortante calorcillo a las congeladas imágenes que reproducen las fotografías de sus carnets de identidad, o a los trazos que dibujan los nombres y apellidos de decenas de personas que conocí y que siguen en mi pensamiento con una nitidez tan sorprendente que a veces me espanta.

Llegó hogaño y con él llega buena cosa, como se decía hace años. Porque decir hogaño equivale a sentenciar que hemos dejado atrás una de las fiestas más aburridas del calendario religioso, que conmemora uno de los episodios menos ingeniosos y emocionantes de cuantos integran la gran historia que cuenta la Biblia, una fabulación tan enigmática y reveladora en su primera parte como retrógrada y aburrida en la segunda. La Navidad es una festividad que nunca me ha gustado y que cada vez me decepciona y me enfada más. En parte la visualizo como una construcción artificiosa y estrafalaria, que combina la ñoñería de los villancicos y los lugares comunes con las interminables, pantagruélicas e insalubres comilonas que tan poco me convienen. Por otro lado, la tengo asociada al lucro desmedido y al consumismo atroz, que no entienden de límites razonables, ni me interesan lo más mínimo. Además, con las últimas Navidades dejé atrás un penúltimo trabajo académico, autoimpuesto por compromiso, que me ha resultado tan interesante como tedioso, además de ocuparme infinidad de horas y tener que dejar en el abandono algunas de mis más gratificantes costumbres.

Así que, como se decía antaño, bienvenido sea hogaño porque en él tengo puestas mis esperanzas. Ya he hecho algunos proyectos que pienso llevar a cabo en el año que alborea. Tengo otras cosas en perspectiva y espero que me salgan muchas más. Pero, por encima de todo, para hogaño sigo teniendo una ilusión principal: vivir la vida con relativa salud y razonable felicidad. Ese es mi escueto e ilusionante proyecto, que espero seguir cultivando durante muchos más hogaños.

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