Hogaño
es una de las palabras que más me gustan de cuantas integran el pequeño
diccionario que incorpora el habla que compartimos los vecinos más viejos de mi
pueblo, siquiera esporádica o circunstancialmente. Un ‘pseudoidioma’ autóctono
y casi ‘geologizado’ al que, como a
tantas otras cosas, le quedan cuatro peladas para que lo engulla la insaciable
voracidad de la dichosa globalización que nos arrasa.
Hogaño
me trae reminiscencias de los primeros balbuceos y aprendizajes, que fueron los
más intensos y unos de los más productivos que recuerdo, como le sucede a casi todo
el mundo. Pero, además, evoca en mi memoria rostros, facciones, caracteres de
seres que conocí, que renacen en mi imaginación y que logran emocionarme
invocando un mundo de sensaciones gratificantes y de experiencias amables. La
semana pasada repasaba algunos de esos rostros mientras recorría en mi paseo
vespertino la orilla de los muros que circundan el camposanto. Llegué a
entrar en él cuando el sol amenazaba con esconderse tras la Peña María,
desparramando sus oropelados reflejos sobre las lápidas que cierran cada una de
las tumbas que se apilan uniformemente a lo largo de los tapiales, iluminando
lívidamente y dando un reconfortante calorcillo a las congeladas imágenes que reproducen
las fotografías de sus carnets de identidad, o a los trazos que dibujan los
nombres y apellidos de decenas de personas que conocí y que siguen en mi
pensamiento con una nitidez tan sorprendente que a veces me espanta.
Llegó
hogaño y con él llega buena cosa, como se decía hace años. Porque decir hogaño
equivale a sentenciar que hemos dejado atrás una de las fiestas más aburridas
del calendario religioso, que conmemora uno de los episodios menos ingeniosos y
emocionantes de cuantos integran la gran historia que cuenta la Biblia, una
fabulación tan enigmática y reveladora en su primera parte como retrógrada y
aburrida en la segunda. La Navidad es una festividad que nunca me ha gustado y
que cada vez me decepciona y me enfada más. En parte la visualizo como una
construcción artificiosa y estrafalaria, que combina la ñoñería de los
villancicos y los lugares comunes con las interminables, pantagruélicas e
insalubres comilonas que tan poco me convienen. Por otro lado, la tengo
asociada al lucro desmedido y al consumismo atroz, que no entienden de límites
razonables, ni me interesan lo más mínimo. Además, con las últimas Navidades
dejé atrás un penúltimo trabajo académico, autoimpuesto por compromiso, que me
ha resultado tan interesante como tedioso, además de ocuparme infinidad de
horas y tener que dejar en el abandono algunas de mis más gratificantes costumbres.
Así
que, como se decía antaño, bienvenido sea hogaño porque en él tengo puestas mis
esperanzas. Ya he hecho algunos proyectos que pienso llevar a cabo en el año
que alborea. Tengo otras cosas en perspectiva y espero que me salgan muchas
más. Pero, por encima de todo, para hogaño sigo teniendo una ilusión principal:
vivir la vida con relativa salud y razonable felicidad. Ese es mi escueto e
ilusionante proyecto, que espero seguir cultivando durante muchos más hogaños.
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