jueves, 15 de enero de 2015

Aprender a ver la vida.

Hay dos cualidades que poseemos muchísimas de las personas que poblamos el mundo occidental: la actitud consumista y la inercia hacia al hedonismo. Podríamos decir que las mujeres y los hombres de este tiempo (que podemos extender retroactivamente tres o cuatro décadas) sentimos un ansia incontenible por consumir febrilmente bienes materiales o por experimentar continuamente sensaciones placenteras, a ser posible nuevas y excitantes, cautivados por  la superioridad del placer físico que ha triunfado estrepitosamente sobre la satisfacción moral.

El principio del egoísmo y la búsqueda de la comodidad son dos componentes esenciales de la nueva religión, que se ha impuesto sin paliativos y que va a más. Importa poco la dimensión ética de nuestros actos. Definitivamente, los valores se han intercambiado por los placeres, como en las mejores versiones de los estertores de los viejos imperios. El llamado pensamiento débil, en su peor versión, es el rasgo definitorio de una parte importante de la humanidad que vive frívola y superficialmente, insensible a las penalidades que sufre la mayoría de los habitantes del planeta.

Algunos recordamos un tiempo en el que algunos valores morales tenían un reconocimiento social incuestionable: la amistad, la bondad, la solidaridad, la honradez, el respeto, la responsabilidad, la valentía o la verdad, entre ellos. La moral, no las moralinas (religiosas o cívicas), era reconocida y perceptible socialmente, traduciéndose en costumbres sanas, asentadas en conductas cotidianas que se orientaban por el atractivo del placer o el temor al dolor, matizados por un gran acuerdo ético, explícito o tácito, que permeabilizaba la sociedad y que se legaba de generación en generación.

Hoy la búsqueda omnímoda e insaciable del placer se ha convertido en una pulsión casi inconsciente. Prácticamente todos necesitamos y exigimos el presunto derecho a satisfacer inmediatamente y con poco esfuerzo nuestras apetencias. No aceptamos que lo que deseamos exija sacrificio y espera. Concebimos el sufrimiento como una agresión intolerable. Hemos desterrado los mecanismos autorrepresivos que exige el respeto a las reglas universales que deben regir la convivencia entre las personas (los derechos humanos) y se han impuesto el triunfo del puro instinto, la huida compulsiva del dolor y la búsqueda del placer a toda costa, sin dejar resquicio para que se instale cualquier sentimiento culposo en nuestra conciencia. Incluso hemos erradicado socialmente el pudor. La exhibición pública (a menudo televisada) de los estados afectivos, las situaciones personales íntimas o las desgracias propias y ajenas han evaporado definitivamente la intimidad de las personas en nuestra sociedad.

Viene todo este preámbulo a cuento de un vídeo que conocí hace unos días. Se trata de una campaña de la Asociación de Adolescentes y Adultos jóvenes con cáncer, que le pidió a la fotógrafa Paola Calasanz (26 años) un vídeo promocional, porque es experta en lanzar videos virales. Las respuestas de estos jóvenes con cáncer os van a cambiar el modo de ver la vida, es su título, está colgado en YouTube (https://www.youtube.com/watch?v=5pynXxLh9iM ) y en tres o cuatro días supera las 600.000 reproducciones. Busca difundir un mensaje muy concreto, generando en el espectador sorpresa y empatía. Su esquema está pensado, lógicamente, para convertir ese mensaje en viral (evidentemente, lo está consiguiendo): desde el formato (dos personas, una sana y otra un joven con cáncer o uno de sus familiares, separadas por un biombo contestando a una misma pregunta), a la música utilizada y el propio montaje. Os invito a que lo visualicéis.

La jovencísima realizadora asegura que busca en todos sus trabajos que el mensaje llegue y emocione. De hecho, su canal de YouTube, Dulcinea Estudios, tiene como lema “fotografía y videos con magia, con alma, que emocionan, contagian…”. Me parece una loabilísima pretensión la de conmover las conciencias y ayudar a las personas a resituar el auténtico sentido de la vida. Aunque, la verdad, yo abogaría por multiplicar las intervenciones sociales en esa dirección para intentar lograr a medio plazo una finalidad mucho más ambiciosa: restaurar la ética en la cotidianeidad de la vida social y lograr la generalización de las conductas avaladas por los valores humanos universales. Porque estoy convencido que es mucho más interesante y valioso reeducarnos preventivamente, que esperar a que las desgracias personales o las catástrofes sociales nos obliguen a hacerlo.

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