Hay
dos cualidades que poseemos muchísimas de las personas que poblamos el mundo
occidental: la actitud consumista y la inercia hacia al hedonismo. Podríamos
decir que las mujeres y los hombres de este tiempo (que podemos extender retroactivamente
tres o cuatro décadas) sentimos un ansia incontenible por consumir febrilmente
bienes materiales o por experimentar continuamente sensaciones placenteras, a
ser posible nuevas y excitantes, cautivados por
la superioridad del placer físico que ha triunfado estrepitosamente
sobre la satisfacción moral.
El
principio del egoísmo y la búsqueda de la comodidad son dos componentes
esenciales de la nueva religión, que se ha impuesto sin paliativos y que va a
más. Importa poco la dimensión ética de nuestros actos. Definitivamente, los
valores se han intercambiado por los placeres, como en las mejores versiones de
los estertores de los viejos imperios. El llamado pensamiento débil, en
su peor versión, es el rasgo definitorio de una parte importante de la
humanidad que vive frívola y superficialmente, insensible a las penalidades que
sufre la mayoría de los habitantes del planeta.
Algunos
recordamos un tiempo en el que algunos valores morales tenían un reconocimiento
social incuestionable: la amistad, la bondad, la solidaridad, la honradez, el
respeto, la responsabilidad, la valentía o la verdad, entre ellos. La
moral, no las moralinas (religiosas o cívicas), era reconocida y perceptible socialmente,
traduciéndose en costumbres sanas, asentadas en conductas cotidianas que se
orientaban por el atractivo del placer o el temor al dolor, matizados por un
gran acuerdo ético, explícito o tácito, que permeabilizaba la sociedad y que se
legaba de generación en generación.
Hoy
la búsqueda omnímoda e insaciable del placer se ha convertido en una pulsión
casi inconsciente. Prácticamente todos necesitamos y exigimos el presunto
derecho a satisfacer inmediatamente y con poco esfuerzo nuestras apetencias. No
aceptamos que lo que deseamos exija sacrificio y espera. Concebimos el
sufrimiento como una agresión intolerable. Hemos desterrado los mecanismos
autorrepresivos que exige el respeto a las reglas universales que deben regir
la convivencia entre las personas (los derechos humanos) y se han impuesto el
triunfo del puro instinto, la huida compulsiva del dolor y la búsqueda del
placer a toda costa, sin dejar resquicio para que se instale cualquier
sentimiento culposo en nuestra conciencia. Incluso hemos erradicado socialmente
el pudor. La exhibición pública (a menudo televisada) de los estados afectivos,
las situaciones personales íntimas o las desgracias propias y ajenas han
evaporado definitivamente la intimidad de las personas en nuestra sociedad.
Viene
todo este preámbulo a cuento de un vídeo que conocí hace unos días. Se trata de
una campaña de la Asociación de
Adolescentes y Adultos jóvenes con cáncer, que le pidió a la fotógrafa Paola
Calasanz (26 años) un vídeo promocional, porque es experta en lanzar videos
virales. Las respuestas de estos jóvenes
con cáncer os van a cambiar el modo de ver la vida, es su título, está
colgado en YouTube (https://www.youtube.com/watch?v=5pynXxLh9iM ) y en tres o
cuatro días supera las 600.000 reproducciones. Busca difundir un mensaje muy concreto, generando en el espectador sorpresa y empatía. Su esquema está pensado, lógicamente, para convertir ese mensaje en viral (evidentemente, lo está
consiguiendo): desde el formato (dos personas, una sana y otra un joven con
cáncer o uno de sus familiares, separadas por un biombo contestando a una misma
pregunta), a la música utilizada y el propio montaje. Os invito a que lo
visualicéis.
La
jovencísima realizadora asegura que busca en todos sus trabajos que el mensaje
llegue y emocione. De hecho, su canal de YouTube, Dulcinea Estudios, tiene como lema “fotografía y videos con magia,
con alma, que emocionan, contagian…”. Me parece una loabilísima pretensión la
de conmover las conciencias y ayudar a las personas a resituar el auténtico
sentido de la vida. Aunque, la verdad, yo abogaría por multiplicar las
intervenciones sociales en esa dirección para intentar lograr a medio plazo una
finalidad mucho más ambiciosa: restaurar la ética en la cotidianeidad de la
vida social y lograr la generalización de las conductas avaladas por los
valores humanos universales. Porque estoy convencido que es mucho más
interesante y valioso reeducarnos preventivamente, que esperar a que las
desgracias personales o las catástrofes sociales nos obliguen a hacerlo.
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