jueves, 22 de enero de 2015

Chernobyl, 29 años después.

Algunas desdichas parecen no tener fin. Más allá de los desastres naturales que nos sorprenden de vez en cuando (Sunami en Indonesia, 2004; terremoto en Haití, 2010; terremoto y sunami en Japón, 2011…), las mayores tragedias que sufre actualmente la humanidad se asocian a la energía nuclear, aunque en alguna ocasión los unos han provocado las otras. Así sucedió, por ejemplo, con el sunami de Japón que afectó a la central de Fukushima, convirtiendo la zona en un región fantasma. Una desgracia que sigue afectándola, como a nosotros nos influye la crisis nuclear de Chernobyl (Ucrania) casi treinta años después.

Y es que la radiación prácticamente nunca muere. La explosión del 26 de abril de 1986 liberó quinientas veces más materiales radiactivos y/o tóxicos que la bomba atómica arrojada sobre Hiroshima, causando la muerte inmediata a varias decenas de ciudadanos, forzando al gobierno de la extinta Unión Soviética a evacuar a 120.000 personas y provocando la alarma internacional al expandirse las partículas radiactivas por trece países de Europa central y oriental.

Chernobyl, 2014
Como consecuencia de todo ello, los soviéticos construyeron una especie de sarcófago para cubrir el reactor afectado que, dadas sus insuficiencias y su deterioro, no ha sido una protección suficiente. Tal es así que los ingenieros aseguran que el material radiactivo que todavía existe allí podría continuar produciendo una contaminación generalizada. Por ello, en los últimos cinco años, se ha desarrollado un megaproyecto para sellar el reactor de forma permanente. Un proyecto de ingeniería jamás conocido, financiado por más de cuarenta países, en el que trabajan 1.400 operarios que construyen una suerte de arco gigante, como una cazuela, que cubrirá el reactor dañado. Será más alto que la Estatua de la Libertad y más ancho que el Yankee Stadium, la estructura móvil más grande del Planeta. Lo están fabricando a cierta  distancia de su destino definitivo, protegidos por un gran muro de hormigón, que les procura inmunidad frente a la radioactividad que emite el desvencijado reactor. La realidad es que su finalización se ha retrasado por diversas causas (económicas, protestas pro-rusas en Ucrania…) y, por tanto, el paralizado reactor de Chernobyl sigue conservando todo su poder destructivo.

Casi veintinueve años después del accidente nuclear más grave de la historia Chernobil sigue siendo un territorio desolado. El fotógrafo y realizador británico Dany Cook visitó recientemente la zona para ilustrar un documental para CBS News. Su video, (http://cnnespanol.cnn.com/2014/11/29/impresionante-video-tomado-por-un-drone-en-la-ciudad-fantasma-en-chernobil/) muestra la ciudad abandonada de Pripyat, un lugar fundado en 1970 para residencia de los empleados de la central nuclear. Cook dice que es uno de los sitios más interesantes y peligrosos que ha visitado, asegurando que hay en él algo sereno y a la vez muy inquietante, como si se hubiera detenido el tiempo y las memorias del pasado flotaran alrededor de quienes lo visitan.

Pripyat, a diecinueve kilómetros de Chernobyl y a tres de la central nuclear, acogió en su día a 40.000 personas que, poco después del accidente, fueron evacuadas por el Ejército Rojo con subterfugios y en condiciones penosas. Hoy, los edificios abandonados en medio de la naturaleza, que se abre paso entre ellos, son el rastro de la historia de la gran tragedia. Las primeras imágenes del video te adentran en ella, tomadas desde un ‘dron’ que sobrevuela los restos de una especie de barco desvencijado y varado en la orilla del río. Enseguida aparecen ante nosotros antiguos autos de choque de una vieja atracción de feria abandonada, ahora estacionados en medio de una exuberante floresta. Los herrumbrados columpios de un parque colindante penden todavía de sus soportes, mezclados entre macizos de margaritas de color amarillo.

Pronto divisamos a lo lejos un elemento que nos resulta familiar de tanto haberlo visto en TV: la gran noria. Allí sigue, con su imponente estructura metálica y sus canastas colgantes de carrocerías amarillas, emergiendo por encima de los grandes árboles que crecen a sus lados. Al fondo apenas se insinúa el gran arco en construcción.

Inmediatamente, la visión se proyecta cenitalmente sobre el gran edificio central, fiel a la arquitectura del “régimen”. Con una terraza llena de herrumbre sobre la que sigue instalado un viejo letrero aureolado con el emblema oficial: un escudo con la hoz y el martillo, ribeteado con un ramas de laurel y coronado con la estrella de cinco puntas. Iconografía soviética en estado puro. El zoom desvela las ramas de algunos arbustos que se cuelan por una ventana del edificio. Sobre el césped asalvajado reposa un viejo autobús ruginoso y abandonado a su suerte.

El ‘dron’ remonta el vuelo y la mirada de la cámara se pierde en lontananza, desparramándose sobre los restos desastrosos de la gran central reventada. El artefacto circunda completamente el edificio y sigue su recorrido sobrevolando el espacio que fue la ciudad. Se nos muestran los viejos edificios en cuyas terrazas no hay absolutamente nada, salvo cascotes y restos esparcidos al azar. El zoom de la cámara se aleja y nos muestra un singular sembrado de edificios ruinosos y diseminados entre la maleza arbórea, que crece ajena a la destrucción que encubre, engullendo a fauces llenas los antiguos bulevares.

De pronto aparece ante nosotros una piscina vacía, destartalada, con trampolín incluido y azulejos ‘grafiteados’, que descubren que alguien estuvo donde no debía después de la tragedia. Se suceden las imágenes de grandes salas desvencijadas, con cascotes en el suelo, ventanas sin cristales y puertas roñosas. Un breve plano con algunos muñecos y un cochecito de hojalata depositados en una estantería es la antesala de otra inhóspita dependencia que se muestra, llena de camas, que parece un antiguo hospital, en cuya fachada se conservan bajorrelieves y pinturas con viejas iconografías del socialismo real, mensajes explícitos incluidos. Un último barrido de la cámara captura el suelo de una habitación sembrado de máscaras antigás, como si fuese la última referencia a lo que fue Chernobyl un determinado día: el 26, como lo denominan los lugareños, de igual manera que nosotros recordamos otros también marcados a fuego, como el 11S o el 11M.

En Pripyat el reactor está todavía lleno de veneno, metamorfoseado en montones de acero retorcido y hormigón o en piscinas de combustible nuclear endurecido y transformado en una masa densa, que denominan "pie de elefante". No hay otro lugar en la Tierra como Pripyat y sus alrededores, una zona que empieza a atraer a los atrevidos turistas que han emergido en la intrépida sociedad actual, que nos invita continuamente a rebasar los límites, sin importar demasiado por qué ni para qué. Si viajamos a explorar las paredes del cráter de un volcán que está en erupción o pasamos la nochevieja en un iglú, ¿por qué no probar con un día de fiesta en el infierno? Seguro que mola echar un vistazo al apocalipsis. ¿Quién sabe?

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