Los caminos convergían hoy en Santa Pola, el destino que acordamos en Elx cuando despuntaba el verano. A modo de presagio, en los últimos meses y en ciertas ocasiones me he sorprendido silbando espontáneamente la añeja melodía Cuando llegue septiembre que, además de ser una canción inolvidable del inicio de los sesenta, intituló una película protagonizada por Rock Hudson y Gina Lollobrigida cuya banda sonora consagró a Bobby Darin. Por estos pagos hispanos, en versión castellana, la interpretó Gelu, una de las más admiradas chicas yeyé.
No hace muchos años que Santa Pola era un municipio con pocos miles de habitantes. En escasas décadas se ha transformado en una espléndida y acogedora ciudad, aunque no cabe duda de que las promociones inmobiliarias más recientes la han distorsionado significativamente. Pese a todo, continúa ofreciendo a sus visitantes un polifacético muestrario de atractivos, como el viaje y la estancia en Tabarca, el acuario municipal, el faro de El Cabo, la casa romana del Palmeral, el Parque Natural de las Salinas, la playa de Levante, Pola Park, el castillo fortaleza o las playas de Tamarit y Gran Playa, entre otros. Por no mencionar la amplísima oferta gastronómica y de ocio que brindan los establecimientos tradicionales y los que han proliferado recientemente en los aledaños de la Marina Miramar y del Club Náutico.
Como sucede en toda comunidad que se precie, su acreditada idiosincrasia no la han configurado en exclusiva los acontecimientos históricos importantes, ni los personajes que los protagonizaron por relevantes que fueran. Tampoco los lugares comunes más o menos rimbombantes que conforman el imaginario popular e impregnan los dimes y diretes que entretienen a propios y foráneos. Más allá de lo que ha trascendido a través de los libros, las crónicas periodísticas o la tradición oral, el vetusto Portus Ilicitanus y su hinterland han sido testigos indolentes del discurrir de las vidas de decenas de personas vecinas de estas tierras, cuyas espléndidas trayectorias moldean biografías excepcionales. Son ciudadanas y ciudadanos casi desconocidos que, sin embargo, proyectan destellos de admirable humanidad y espléndida brillantez. Siquiera sea garrapateando a vuelapluma, hoy quiero recordar a una de ellas, a quien seguro que conoce bien nuestro amigo Pascual.
Empezaré por decir que la escena se proyecta en blanco y negro. Estamos a finales de los cuarenta y Maribel tiene 18 años. Transcurre un caluroso día de verano en un pueblo con apenas 7.000 vecinos. Un grupo de jóvenes suizos, de vacaciones por España, explora desenfadadamente su extrarradio consumiendo alegremente sus provisiones de agua. Tardan poco en buscar una fuente desesperadamente. Por fortuna descubren Villa Adelaida, un palacete construido en 1910 por el arquitecto modernista Marceliano Coquillat y Llofriu situado en medio de una finca poblada de almendros y algarrobos, donde encuentran a Maribel, que les da de beber y les ofrece la sombra que proyecta su casa. Así conoce a Edgar Werner, doce años mayor que ella. Dos años después, se casan en Santa Pola trasladándose inmediatamente a Stanford (California). Werner muere al año siguiente víctima de un accidente de esquí y ella decide quedarse a vivir allí y continuar con una historia que da para escribir bastante más que una novela. Maribel no tardó en conocer a Hans Bremermann, su segundo marido, un científico con quien recorrió medio mundo a lo largo de cuarenta años. Me refiero a Maribel López Pérez-Ojeda (1931-2015), una mujer excepcional que legó a su ciudad natal su bien más preciado: Villa Adelaida, un palacete valorado en diez millones de euros que nunca quiso vender, pese a las múltiples ofertas con que la tentaron, pues determinó cederlo al municipio con la condición de que el consistorio lo habilitase como centro cultural público para exposiciones y residencia de jóvenes artistas, escritores y científicos.
Estos y otros muchos detalles perfilan el retrato de una mujer rompedora, que abandonó Santa Pola siendo muy joven y que amó, viajó, habló ocho idiomas y vivió el movimiento hippie en la Universidad de Berkeley, donde se licenció en Arte y Filosofía y Letras. Allí se doctoró, fue catedrática, jefa del departamento de español y profesora de lenguas romances durante cuatro décadas. En 1997 regresó a Villa Adelaida, junto con su tercer marido Shami Mendiratta, un hindú, actualmente octogenario, devoto del sijismo que, según dicen, viste con turbante panyabí, duerme la siesta, pasea, habla inglés exclusivamente y apenas se relaciona con el vecindario.
Hace ahora una década que Rafael Pla, archivero municipal, escribió por encargo de Shami el libro Maribel López Pérez-Ojeda. Vivir sin fronteras, que no es sino su biografía, regalo pre mortem de su esposo. Pla habla y no acaba del cosmopolitismo y la generosidad de Maribel. Años después de su muerte se materializaría la donación, inclusiva de los innumerables archivos acumulados a lo largo de su historia, pues lo guardaba todo. Todavía hoy se siguen catalogando las cajas que aparecieron repletas con sus recuerdos. Podría decirse que se trata de una biografía inagotable, a la que no son ajenas las universidades americanas, que también han aportado importantes materiales.
En 2016, tras la recepción de la propiedad por parte del Ayuntamiento y la consiguiente realización de los trabajos urgentes, se acometió la conservación de los murales pintados por Shami y otras pequeñas actuaciones. En mayo de 2022, finalizaron las intervenciones, frenándose la degradación del edificio e impidiéndose la pérdida de la obra mural. Desconozco el estado en que actualmente se halla la rehabilitación y puesta en funcionamiento del Centro Hans Maribel Shami de las Artes, Ciencias y Letras para el Fomento del Talento Joven, que es el nombre que se acordó para designar la versión renovada de Villa Adelaida. Me consta que el Ayuntamiento, con ayuda de la Diputación, ha presupuestado quinientos mil euros en el ejercicio 2024 para acometer una actuación integral sobre el edificio y lograr materializar un espacio museístico y a la vez un centro de fomento del talento joven, la ciencia, el arte y la literatura, entidades ambas que habrán de armonizarse cuanto sea posible. En todo caso, como dice el viejo adagio «bien está lo que bien acaba». Y por lo que parece el sueño de Maribel está próximo a convertirse en realidad.
Pues bien, Pascual había hecho una reserva para comer en el Restaurante Batiste que, como sabemos, es un clásico en Santa Pola, ubicado en su mismo puerto y a escasos veinte minutos de Villa Adelaida, justamente en la avenida de Fernando Pérez-Ojeda, otro ilustre santapolero adoptivo, nacido en la localidad gaditana de San Fernando y abuelo materno de Maribel. El establecimiento lo fundó Batiste Juan Torres, en 1959, cuando siendo camarero del antiguo Miramar decidió emprender por cuenta propia su negocio de hostelería. Apasionado por su trabajo, a base de esfuerzo y carisma logró convertir su restaurante en un emblema santapolero, haciéndolo un referente de la gastronomía mediterránea y de la cocina tradicional. Batiste apostó siempre por una oferta culinaria pivotante sobre los productos que ofrece la bahía, partiendo de la excelencia de la materia prima, primordialmente de una cuidadosa selección de los pescados para elaborar sus famosos arroces que, junto con el marisco, han sido siempre su especialidad. De hecho, se le puede considerar como uno de los introductores del celebérrimo arroz a banda en la restauración.
Años después, la familia López Barroso tomó el relevo y mejoró las instalaciones manteniendo la esencia de la decoración tradicional, basada en el interior de un barco: espaciosos salones, vigas y paredes de madera, plafones, fanales y otros motivos marineros, mesas amplias, holgadas cristaleras... Santa Pola y Batiste: punto de encuentro y síntesis de las distintas culturas del Mare Nostrum. En su cocina encontramos reminiscencias fenicias, griegas, romanas y púnicas. Por todo ello, además de acreditada referencia gastronómica, es una invocación sentimental ineludible. En síntesis, una exquisita delicia cuidadosamente seleccionada por nuestro querido Pascual.
Sin embargo, siendo como es amigo de dilatar los encuentros hasta el límite de lo posible, planteaba un prolegómeno. En este caso se trataba de despachar un piscolabis en un restaurante próximo (Los Curros), situado en la playa de Levante. Los primeros en llegar han comprobado que estaba completamente reservado y, sobre la marcha, han rectificado reconduciendo la convocatoria hacia una terraza frente al puerto, rotulada Mi barra, a escasos trescientos metros de nuestro destino. No había excusa para desoír tan fraternal reclamo y todos hemos determinado concurrir puntualmente. Allí estábamos Alfonso y Paqui, Luis y Guti, Antonio García y Maite, Antonio Antón y Paqui, Tomás y Rosana, Pepi Beneito, Pascual, Sofo y Vicente. Tras los sentidos abrazos y besos de bienvenida, en pocos minutos estábamos arracimados en torno a una amplia mesa en un establecimiento bullanguero, amenizado con una incansable e insufrible música de los ochenta. Allí hemos empezado a templar gaitas e iniciar el ágape, término griego y latino que curiosamente significa afecto, y también amor incondicional y reflexivo. Hoy no nos acompañaban ni Domingo, ni Elías, ni Susy, ni Amalia, aunque todos los percibíamos cerca y apreciábamos cómo alentaban la barca desde sus asimétricas posiciones en las amuras, a ambos lados de la crujía. Mientras intercambiábamos los primeros pareceres, hemos sosegado las urgencias que producen los apetitos matinales muy frugalmente, a base de sucintos aperitivos regados con refrescos, tercios de Mahou y un verdejo José Pariente, que nos ha dispensado un servicio tan jaranero como poco eficiente.
Era alrededor de la una y media cuando hemos convenido dirigirnos hacia el restaurante Batiste donde nos esperaba el generoso menú que Pascual había ajustado para la ocasión. Una refacción compuesta con buenos entrantes: anchoas, embutidos ibéricos, queso y calamares, rematados por langostino y quisquilla hervidos, todos ellos bocados discretos, destacando especialmente los calamares, con un rebozado perfecto. Como plato principal se ofrecía arroz, gazpacho o fideuá, pescado o carne, a gusto de cada cual. La mayoría se ha decantado por el atún a la plancha, alguno por la merluza y pocos por un arroz con rape, gambas y verduras. Si aceptamos como criterio valorativo la subjetividad de los comensales, sin duda los más satisfechos fueron quienes se inclinaron por el atún. Todo cuanto antecede se regó generosamente con caldos Melior de Matarromera, blanco (Rueda) y tinto (Ribera), así como con cerveza, agua mineral y refrescos. De postre, suflé, café y cava. En este caso, es justo que se destaque la profesionalidad y el exquisito cuidado que nos ha dispensado José Miguel, el camarero que nos ha atendido, un profesional auténtico que dignifica su ocupación.
Concluida la refacción, nos hemos dirigido pausadamente a un chiringuito existente junto a la playa de Levante donde, en torno a una amplísima mesa, hemos despenado las últimas copas mientras algunos remataban conversaciones inacabadas, otros retomaban reflexiones interrumpidas y hasta había quienes aprovechaban para hacer alguna confidencia. Y todo ello estuvo trufado de ocurrencias, risas, perspicacias e ingeniosidades de unos y otros que contribuyeron a distender el ambiente y empaparnos de la inasible felicidad que planeaba insistentemente sobre el amplísimo y redondeado velador.
Sabemos por experiencia que las relaciones sociales constituyen una parte esencial de nuestro trayecto vital. La amistad es un flujo continuo y asimétrico con indeleble reciprocidad. Existen pocas satisfacciones equiparables a sentirnos comprendidos, valorados y protegidos por nuestra propia comunidad. Y ello cobra especial valor en un mundo global en el que la amistad se revela como ingrediente imprescindible para tender puentes e inspirar encuentros armoniosos y comprensivos. Cuando la relación amistosa está presente la diversidad y los puntos de vista discrepantes dejan de ser impedimentos para colaborar y convivir, pues el horizonte del pensamiento se sustenta en la confianza y en el respeto, valores imprescindibles para materializar el diálogo auténtico. Y es que como sabéis, queridos amigos, la amistad no tiene un mero valor de resistencia sino que, por el contrario, contribuye a alegrar el espíritu y a fortalecer el deseo de vivir. De modo que, todavía con el corazón conmovido por cuanto hemos compartido en el espléndido encuentro santapolero, os traslado mis fervorosos deseos de larga amistad y de generosa y feliz existencia a vosotros y a vuestras familias. Nos vemos en Alacant a finales de noviembre.
Entre otros detalles, imperdonablemente, olvidé reseñar que Alfonso obsequió a Pepi una espléndida composición en madera de olivo, que sintetiza a las claras el enorme poso de afecto que le une a Elías. Y también que el inefable y contumaz Pascual entregó un nuevo presente a las mujeres, esta vez bajo el formato de unos chales estilosos, que hicieron sus delicias. De una y otra cosa debí dejar constancia, y a tal efecto lo dejo anotado en esta adenda.