domingo, 17 de noviembre de 2024

Diecinueve días después

Diecinueve días después, la tragedia no solo sigue mostrando sus desgarradoras huellas y prolongando en el tiempo las insoportables imágenes y las lacerantes realidades que conforman el dantesco panorama que ofrecen l’Horta Sud y otros pagos; también aguijonea los peores instintos y conductas de instituciones y personas, que promueven actuaciones interesadas y despiadadas, aparentemente orientadas a preservar el interés general, pero dirigidas realmente a propiciar escenarios sociales interesados, inseguros y confusos, en los que la responsabilidad de las instituciones no es proteger a los ciudadanos, sino garantizar que cada cual esté en su sitio, donde le corresponde por el derecho natural que ellas predeterminan. Es duro reconocerlo, pero esa gente y su cada vez mayor ejército de seguidores vocean impunemente el involucionismo democrático y abogan por el triunfo de la consigna «sálvese quien pueda», el gobierno de los negacionistas y la gobernanza de los incompetentes.

Así, por ejemplo, cuando la fiscalía todavía no ha decidido si actúa de oficio en la investigación de las responsabilidades de los políticos por la gestión de la dana, ya proliferan entidades, partidos, personas y abogados presentando demandas en los tribunales. Por lo que se conoce, es el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, quien afronta el mayor número de pleitos, pese a que, según lo que se sabe hasta hoy, los errores preventivos y reactivos de la gestión gubernamental son atribuibles esencialmente al president de la Generalitat. Tal vez no es ajeno a ello que los promotores de las acciones judiciales pertenecen mayoritariamente a la derecha y a la extrema derecha (Manos Limpias, Vox, Asociación Europea de Ciudadanos contra la Corrupción, Movimiento para la Regeneración de España, Iustitia Europa...).

Por otro lado, la presidenta de la Comunidad de Madrid, en su enésimo e insoportable alarde de cinismo y frivolidad, durante una reunión con representantes de servicios madrileños movilizados para ayudar a los afectados, utilizó la tragedia para atacar al presidente del Gobierno y a los catalanes, insinuando que el Gobierno de España regateó los efectivos del Ejército a Valencia porque allí gobierna el PP y para no contrariar a los catalanistas defensores de los llamados Països Catalans.

Simultáneamente, en su comparecencia ante Les Corts el 15 de noviembre (dieciséis días después de la tragedia), el presidente Mazón no asumió un solo error, omitió las explicaciones sobre las cinco horas en las que estuvo ausente, no mencionó la comida que condicionó su asistencia al Cecopi y responsabilizó a la Confederación Hidrográfica del Júcar y a la Aemet de falta de información y de un supuesto «apagón informativo». Una intervención intencionadamente hipertrofiada y vacua, plagada de omisiones, falsedades, contradicciones y dudas con la que se sacudió la responsabilidad de la dana y culpó a las demás administraciones a base de retorcer datos e informaciones. La «buena comparecencia» que anunció Feijóo se quedó en agua de borrajas y desde luego no hubo nadie que se sintiese con ella ni «parcialmente reconfortado», ni siquiera aludido, sino más bien ninguneado y despreciado.

Visto el recorrido que tiene la tragedia en el suelo patrio, contemplada desde los intereses del Partido Popular (salvarse aun a costa de hacerlo con Mazón y por ende con Feijóo), lo mejor es desviar la atención hacia Europa y de rebote hacia la villa y corte, o viceversa, que es lo mismo que decir contra el Gobierno de coalición y contra el valioso consenso europeísta.

Coincido con el contenido del editorial que publica hoy el diario El País, en el que se afirma que «El Partido Popular Europeo (PPE) está exponiendo a la UE a una grave crisis institucional con sus pegas injustificadas al nombramiento de Teresa Ribera para la nueva Comisión Europea. Los populares han bloqueado la evaluación de la española (y, de rebote, la de otros cinco vicepresidentes) a pesar de no haber encontrado ninguna fisura en su idoneidad para el cargo de vicepresidenta para una Transición Limpia, Justa y Competitiva. El filibusterismo del PPE, comandado por su presidente, el alemán Manfred Weber, ha tomado la tragedia de Valencia y la ofensiva del PP contra el Gobierno central para exculpar a la Generalitat valenciana como una espuria coartada para poner en duda las credenciales de Ribera en su salto a Bruselas».

En lugar de alimentar estas intrigas domésticas, el PPE, en tanto que mayor fuerza política del continente, debería liderar el combate contra esa ultraderecha partidaria de desguazar la Unión Europea. Pero los populares están optando por todo lo contrario: intentan surfear la ola reaccionaria incorporando a los ultras a la gobernabilidad de la UE y congraciándose por adelantado con la futura Administración de Trump. La apuesta de Weber, influenciada por sus viejas cuitas intrapartidistas con la presidenta Von der Leyen, me parece una opción muy arriesgada que puede acabar desnaturalizando la Unión Europea, que es el camino para llegar a la desaparición del modelo más exitoso de convivencia y prosperidad en el Viejo Continente.

Y para rematar la jugada, desde que se confirmó su victoria en las pasadas elecciones del 5 de noviembre, Trump ha ido moldeando su visión para el país con polémicas elecciones en su gabinete, nombrando a una veintena de personas que comparten un perfil común: lealtad absoluta a su visión, una buena presencia en televisión y un firme respaldo a sus medidas. Todo ello apunta a que ganarán fuerza en Europa las corrientes a favor de buscar conciertos con las tesis ultraconservadoras. Y que los grupos «trumpistas» a este lado del Atlántico (los de Le Pen, Orbán o Abascal) se sentirán reforzados para impulsar su agenda de supresión de derechos adquiridos, de negacionismo climático y de marcha a atrás en políticas de igualdad, medio ambiente o justicia social. Porque no debe olvidarse que los aliados europeos de Trump son contrarios al proceso de integración y pretenden reducir la Unión a un mero mercado interior, sin políticas comunes de cohesión, política exterior, migración o economía. 

De modo que el drama valenciano está siendo utilizado por políticos sin entrañas para contribuir a enredarlo todo un poco más y hacer un pan como unas hostias, buscando pescar en un río revuelto que, como demuestra la catástrofe, a veces es imprevisible y tiene dramáticas consecuencias, incluso para los que fían a él sus mejores expectativas.



jueves, 14 de noviembre de 2024

La sociedad de la desconfianza y de la sospecha

He escrito en alguna otra ocasión que las denominadas emociones básicas contribuyen a facilitar el equilibrio personal y a asegurar la adaptación social, aspectos ambos transcendentales para la vida. Una de esas emociones es la confianza, que no es sino la esperanza firme que se tiene en alguien y la certidumbre depositada en su respuesta. La confianza es un recurso muy valioso que facilita las relaciones interpersonales y ayuda a entenderlas. Sabemos por experiencia que cuando confiamos en alguien no albergamos duda de que cumplirá sus compromisos. Y eso nunca ha tenido precio, y menos aún lo tiene en estos tiempos.

La confianza puede analizarse desde el punto de vista individual y desde una perspectiva sociológica. Por un lado, está contrastado que cuanta más confianza tenemos en nosotros mismos más fácilmente logramos lo que nos proponemos. Por otro, se sabe que el sentimiento de confianza es un recurso fundamental para cualquier grupo social porque, aunque es un bien intangible, no deja de ser un elemento real y provechoso que constituye un activo importantísimo del capital social de una determinada colectividad. De hecho, cuanto más abunda en ella más rica se considera, pues donde predomina la confianza es más fácil cooperar, emprender, hacer negocios o impulsar iniciativas sociales que donde prima la desconfianza.

Pese a ello, cada vez más gente cree en los bulos, sin que resienta su fe la reiterada demostración de que son meras falacias. A quienes han determinado creer y han llegado a la conclusión de que a ellos no les van a engañar no les convence argumento alguno. Como alguien dijo muy acertadamente, la batalla de los hechos está perdida para quienes han decidido creer. No solo aceptan sin reparo las noticias falsas que se difunden involuntariamente con apariencia de ciertas, sino lo que es mucho peor, admiten a pies juntillas las informaciones deliberadas que provocan el miedo o el odio, con el inconfesable objetivo de contribuir a la subversión del orden legítimamente establecido.

Los bulos son un vetustísimo recurso, ahí está el refranero para atestarlo. Ofrecen explicaciones rápidas y falsas que alimentan la sospecha muy eficientemente. Incluso es probable que esta sea su auténtica esencia, por encima de su vocación de ser creídos. Tal vez su finalidad última sea lograr que la gente ya no crea nada más, que sospeche, que recele, que no haya verdades y que la incertidumbre solo pueda combatirse a base de sospechas. Parece que estamos construyendo una sociedad desconfiada y recelosa, que alimenta una oleada reaccionaria para aplastar los presuntos excesos democráticos y sociales de las últimas décadas, una sociedad que destierra lo que pervive del espíritu universalista y emancipador que predicaba el relato de la modernidad.

A menudo tengo la impresión de que se acallaron casi definitivamente las voces de los más sabios, de que los más capaces ni saben ni pueden hacer lo necesario para combatir tanto desafuero. El sunami reaccionario y negacionista enmudece los mensajes sobre la imperiosa necesidad de reducir las emisiones de gases de efecto invernadero y de combatir el cambio climático, de defender a los más vulnerables y de preservar a las frágiles instituciones democráticas. Se está imponiendo la doctrina de la dominación jerárquica, de la posibilidad falaz de unirse al bando ganador, de cercenar hasta el límite de lo posible la capacidad de respuesta de la ciudadanía, de desmontar el estado del bienestar y favorecer a los que más tienen, de elegir a los peores gobernantes justo en el momento en que las gigantescas crisis naturales y convivenciales existentes en el planeta requieren la concurrencia de los mejores.

Se impone la idea del Estado como protector y botín para los propios y como instrumento para disciplinar y arruinar a los extraños, que son mis enemigos. Las instituciones no deben regular, ni proteger ni contribuir a que los ciudadanos y la sociedad avancen y estén protegidos, sino para garantizar que cada uno permanezca en su sitio, donde le corresponde por derecho natural. Se impone el sálvese quien pueda, el gobierno de los negacionistas, la gobernanza de los incompetentes.

En esta tesitura apenas se oye el mensaje desesperado de quienes pensamos que si aspiramos a sobrevivir como especie necesitamos impulsar sin demora un colosal esfuerzo de mitigación climática, antes de que sea imposible revertir la situación. Necesitamos una sociedad civil y unas instituciones más robustas, unos sindicatos más fuertes, unos partidos más audaces y un Estado que coordine y proteja frente a las crecientes amenazas y catástrofes. Percibo que, poco a poco, el fascismo y la crisis climática se entremezclan y erigen en una única y definitiva amenaza, jamás en una solución. Frente a ello, en mi humilde opinión, no cabe persistir en el perfeccionamiento ad aeternum de los mensajes, sino en reinventarlos, en reconstruir los mensajeros y los medios para hacerlos llegar efectivamente a sus destinatarios.

Si la confianza contribuye al enriquecimiento personal y al incremento del bienestar general, como es evidente que la desconfianza conlleva importantes costes personales y sociales, ¿cuál es la razón para que sea tan común la segunda? Básicamente, la desconfianza es un mecanismo de autoprotección. Cuando nos percibimos indefensos frente a algo o a alguien tendemos a desconfiar mucho más que cuando nos sentimos fuertes y seguros. De ahí que la desconfianza sea un dudoso patrimonio, compañero de la inseguridad, originado en el miedo a no saber defenderse de las amenazas sean reales o imaginadas. Los desconfiados acostumbran a ser personas temerosas, con baja autoestima, que se sienten vulnerables y se protegen de todo y en cualquier situación. La tensión que acumulan y el círculo vicioso en el que se desenvuelven no hacen sino empeorar su situación porque, al desconfiar sistemáticamente de los demás, motivan que adopten comportamientos reactivos que coadyuvan a que sientan verificadas sus hipótesis, fortaleciendo sus ideas acerca de la desconfianza.

No deja de ser paradójico contrastar que llegamos a la vida sintiendo las emociones de los demás con naturalidad, con plena empatía. Los primeros pasos de cualquier ser humano son esencialmente emocionales y, sin embargo, esa concurrencia casi universal se pierde en el olvido en un escasísimo intervalo de tiempo. Anteponemos la educación de los sentidos o de la razón a la educación de la emoción y del deseo, olvidando una cautela esencial: la educación emocional es sustancial para la crianza tanto en el ámbito doméstico como en el escolar y social.

Una persona que perfecciona la educación emocional crece confiada y confiando en sí misma, es capaz de percibir sus capacidades y déficits, aprende de sus errores, tiene autoestima y es asertiva, posee habilidades sociales y recursos para resolver los conflictos, es capaz de enfrentarse a los desafíos diarios y se comunica con los demás exitosamente. No en vano las emociones condicionan el modo como afrontamos la vida; y de ahí la radical importancia de su educación. Abogo tajantemente por la educación emocional como prerrequisito de cualquier aprendizaje exitoso, sea personal, social o académico. La reivindico como quimera educativa. Como alguien dijo en cierta ocasión, la confianza de un pájaro no está en que la rama sobre la que se posa no se rompa, está en sus propias alas.



domingo, 10 de noviembre de 2024

Una catástrofe, miles de dramas

En mi humilde opinión, doce días después de la catástrofe, todavía con el barro y los trastos haciendo inhabitables miles de casas e intransitables centenares de calles, parques y avenidas, inutilizando polígonos industriales y comercios, llenando solares y bancales de más de setenta municipios valencianos, no me parece que sea el momento oportuno para analizar las causas que desataron el colosal aguacero del 29 de octubre y tampoco para elucidar los errores que pudieron cometerse en la gestión de la catástrofe, identificar razonadamente a sus responsables y ajustar cuentas con ellos.

Son demasiados los dramas personales que exigen atención inmediata y muchísimo el trabajo que resta para ayudar a miles de personas a rehacerse y recuperar una mínima parte de sus pertenencias, que en algunos casos alcanzan hasta sus propias identidades. Es mucho el dolor existente y son incuantificables la incertidumbre y la desesperanza. Malas compañías para reflexionar y actuar con sabiduría y sensatez. Tiempo habrá para el sosiego y la reflexión, para el conocimiento y la exigencia fundamentada y justa. Desconozco si esta vez, contrariamente a lo sucedido en ocasiones anteriores, lograremos aprender algo de los estragos causados por la enésima catástrofe. Personalmente me conformaría con que ese aprendizaje asegurase un prontuario básico y compartido de medidas preventivas, asistenciales y educativas que coadyuven a que las personas podamos vivir y sobrevivir en un medio natural desequilibrado, que se resiste a doblegarse frente a las desaforadas conductas humanas y se rebela desbocándose cada vez más estrepitosamente.

Lo que ha arrasado las comarcas valencianas aguas abajo del río Magro y del barranco del Poyo es una monumental catástrofe, un desastre que ha desbordado la capacidad local de respuesta, generando un número inasumible de víctimas y dañando de manera brutal las infraestructuras e instalaciones existentes. Además de las 215 víctimas, las 78 personas desaparecidas y los 48 cuerpos que siguen sin identificarse a día de hoy, algunas estimaciones de los daños producidos por la riada señalan que son 190000 las personas y 4000 los edificios afectados, así como 1500 los kilómetros de carreteras y 100 los de ferrocarril dañados. En suma, estamos frente a un área de 530 kilómetros cuadrados anegada por las aguas con impactos diferenciados.

No solo los expertos, cualquier persona con una cultura elemental y/o mediana sensatez sabe que dar la respuesta adecuada a una catástrofe requiere la coordinación entre el personal y los medios de diferentes instituciones (bomberos, servicios de emergencia, sanitarios, fuerzas de seguridad, suministros, etc.), que deben actuar armonizadamente siguiendo planes preestablecidos y consensuados para intervenir de forma rápida y eficaz. Hoy me quedo con una aproximación sencilla al problema que, escalarmente, lo resume, explica y resuelve al menos sus consecuencias más dramáticas. Es la que ofreció y materializó una institución centenaria: la Universitat de València (UV).

La Universitat envió el lunes 28 de octubre, por la tarde, un comunicado a todos sus estudiantes anunciando la suspensión de las clases por la previsión de fuertes lluvias. Durante la mañana del martes, se acordó suspender toda la actividad docente, administrativa, investigadora y cultural en todos los campus e instalaciones universitarias. El aviso, que decretaba el nivel 3 de emergencia, llegó a las 12.00 del mediodía a toda la red del campus: 50.000 estudiantes, 3.000 trabajadores de personal técnico, administración y servicios de apoyo y más de 5.000 profesores.

Esto sucedió así porque la UV cuenta con su propio comité de emergencias, coordinado con los servicios autonómicos y un sistema de alerta propio que tiene cinco niveles: desde el cero, que corresponde a la normalidad, hasta el último, que comprende la evacuación inmediata de las instalaciones. La adopción de los niveles está vinculada al sistema de emergencias de la Generalitat, a los avisos de AEMET y a las alertas municipales en cada municipio donde hay campus. De ese modo puede haber un nivel diferente para cada uno de ellos en función de las circunstancias del territorio en que se encuentre. Este comité se creó hace cinco años y está integrado por un equipo multidisciplinar (servicios esenciales para el funcionamiento y seguridad de la universidad y de prevención de riesgos, responsables de docencia, profesorado y personal directivo). Se constituyó pensando en las emergencias por lluvias y las decisiones se adoptan en función de la meteorología, del estado de la red viaria y de los sistemas de transporte, además de la infraestructura de la UV. El equipo de dirección explica que el principio de actuación es el análisis de la situación y la valoración del riesgo en concordancia con criterios de prudencia y de seguridad de las personas. Siempre se actúa con un día de antelación. Y en este caso, los avisos a los alumnos y a todo el sistema universitario fueron fundamentales para evitar males mayores.

De modo que, insisto, creo que ahora lo que toca es atender lo urgente y mañana se acometerá lo necesario. Sin prisa y sin pausa. Eso sí, sin ninguna cortapisa para llegar hasta el fondo del asunto que no es otro que terminar de enterrar a las víctimas, salvar cuantas vidas sea posible, asegurar la supervivencia y el razonable bienestar de las personas afectadas, ayudarles a rehacer sus viviendas, sus negocios y economías, contribuir a reparar cuanto antes los daños en las infraestructuras y los bienes, normalizar la situación al máximo y prever con planes de contingencia las actuaciones y mecanismos para afrontar futuros episodios catastróficos, que no me cabe la menor duda que volverán, pues así lo demuestra la historia.

Obviamente, esta secuencia de actuaciones debe acompañarse de otras intervenciones decididas, tanto a través de las movilizaciones ciudadanas como por iniciativa de los particulares y los poderes públicos, para que los responsables de los errores, irresponsabilidades y dejaciones que se hayan cometido en la gestión de la catástrofe no eludan ni el escrutinio público, ni la acción de la justicia. A todos ellos debe exigírseles las responsabilidades políticas, penales, administrativas y civiles que corresponda, con oportunidad, determinación y rotundidad. Y ello debería hacerse con la mayor inmediatez para alcanzar los dos fines principales de la justicia: restituir a las víctimas y a los perjudicados sus legítimos derechos y reprobar las conductas inadecuadas, castigándolas y afeándolas públicamente para que los ciudadanos aprendamos la lección en cabeza ajena.



lunes, 7 de octubre de 2024

Post-pandemia

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha advertido reiterada y enfáticamente de que si no somos capaces de revertir el cambio climático más pronto que tarde nos asolarán viejas e inusitadas pandemias. La literatura médica, por otra parte, señala que estas suelen producirse con intervalos de aproximadamente cien años, aunque la tozuda realidad demuestra que se suceden con mayor frecuencia. A lo largo de la historia, las epidemias han ocasionado la enfermedad y la muerte de millones de personas, y continúan haciéndolo. Cuantificar la incidencia de estas enfermedades globales resulta una tarea muy compleja, aunque algunos investigadores se aventuran en ella asegurando que las mayores tragedias humanitarias las han causado la peste negra, el cólera, la gripe, la fiebre tifoidea, el bacilo de Eberth y la salmonela Typhi, la viruela, el sarampión, la tuberculosis, la lepra, el paludismo, la fiebre amarilla, el sida y la Covid-19. Estas afecciones y otras menos alarmantes se han llevado por delante a  centenares de millones de personas. De modo que podemos decir sin temor a equivocarnos que las epidemias y las pandemias ni son nada nuevo ni dejarán de sorprendernos en el futuro.

Como tantísimos otros, creí y utilicé reiteradamente el mantra universalizado en 2020 que decía: «nada será igual tras la pandemia». Parecía inevitable que tamaña catástrofe, causante de la muerte de entre quince y veinte millones de personas en el mundo, marcase nuestros recuerdos y cambiase nuestros hábitos, parecía que la epidemia señalaría la frontera entre dos vidas diferentes. Menos de un lustro después, tanto quienes suscribimos aquel mantra como los que lo rechazaron, comprobamos que apenas ha cambiado nada, incluso a veces parece que ni existió. La realidad, con su peculiar tozudez, demuestra que persiste paradójicamente lo que hubiese sido aconsejable y hasta saludable transformar, o al menos cambiar, y viceversa. Sí, se desvanecieron por completo los grandes propósitos forjados durante el apogeo de la enfermedad. De ahí que algunos opinen que la pandemia no solo no ha contribuido a que aprendiésemos determinadas lecciones, sino que, por el contrario, ha logrado que hayamos empeorado en algunos aspectos. Así, por ejemplo, el pensador francés Pascal Bruckner entiende que ahora vivimos confinados en nosotros mismos y en nuestros temores. En su opinión, el confinamiento ha alumbrado a una nueva generación de hombres y mujeres perezosos, con miedo a salir de casa, a amar y a exponerse a la vida, asegurando que la Covid-19 ha revelado en el mundo occidental una alergia al trabajo. Las generaciones más consentidas ya no quieren trabajar, y la contrapartida es la inmigración. Una opinión que puede ser discutible, pero que comparten pensadores como Alain Finkielkraut, André Glucksmann, o Bernard-Henri Lévy.

En opinión de Bruckner parece como que se haya impuesto la idea de que el trabajo es algo indigno que nos priva de nuestra vida real. Arguye que con esa actitud la gente gana menos y las sociedades se empobrecen. En consecuencia, Europa se adentra en un empobrecimiento provocado por las malas decisiones políticas, y por esta idea de los jóvenes de trabajar menos, pero conservando las ventajas sociales que proporciona el Estado del bienestar. Asegura que tomando esa deriva Francia va camino de ser Grecia.

Los actuales ciudadanos del mundo occidental estamos desacostumbrados a las epidemias, pese a que no hace demasiadas décadas que formaban parte de nuestro universo cotidiano. Desde hace más de medio siglo, con vacunas y antibióticos de dispensa generalizada hemos mantenido a raya a casi todos los patógenos, incluido el coronavirus. No pueden decir lo mismo decenas de millones de ciudadanos de otras latitudes que sufren en sus carnes una infección tras otra: cuando no es el Covid-19 es el SIDA, o el Ébola, la malaria, el dengue, etc. Sin rebasar el perímetro del término municipal de Alicante, ojeando un pequeño opúsculo redactado por el médico Martínez San Pedro a principios de los años setenta, con el título Apuntes históricos sobre las epidemias en Alicante, contrastaremos que en la «terreta» las afecciones epidémicas se remontan a la época cartaginesa, aunque la memoria fehaciente de la más antigua de ellas no va más allá de la peste europea de 1340. Desde entonces hasta la epidemia de gripe de septiembre/octubre de 1918, última recogida en la mencionada publicación, se han sucedido decenas de epidemias de toda índole que mermaron la población de la ciudad y produjeron gravísimos quebrantos a sus habitantes.

Una vez más, la última pandemia se extinguió y con su final llegó el olvido, tal vez el arma más eficaz de que disponemos las personas y el conjunto de la sociedad. Borramos y luego construimos un recuerdo de/con lo que pasó. Con frecuencia se trata de una evocación sesgada que olvida preservar las lecciones que debimos aprender y creímos aprendidas, pero que no lo están. Mencionaré solamente dos porque el listado completo es abultado. Por un lado, la epidemia nos hizo especialmente conscientes de la importancia que tiene la familia (recordemos que nos juramentamos para impedir de una vez por todas el abandono de los mayores confinados en residencias, que más que tales acabaron siendo auténticos muladares). Cuando casi ha transcurrido un lustro desde aquella tragedia y todavía están en plena efervescencia y sin resolver los litigios judiciales emprendidos por los familiares de algunos mayores maltratados y abandonados, podemos preguntarnos: ¿en qué ha cambiado la situación?, ¿qué sucedería si en los próximos años se debiese afrontar una contingencia parecida? Por otro lado, la Covid-19 permitió contrastar lo que algunos ya sabíamos: que las revoluciones en medicina son posibles. Supimos que trabajando en común la comunidad científica puede hacer cosas maravillosas, como habilitar una vacuna en menos de un año, cuando la demora habitual alcanza un intervalo de entre 5 y 20 años. La pregunta en este caso sería: ¿Por qué no exploramos esta senda virtuosa en otros ámbitos igualmente lacerantes y mórbidos como las enfermedades neurológicas, el cáncer, la diabetes o las neumopatías crónicas?

En fin, la eterna paradoja lampedusiana: «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi».




domingo, 29 de septiembre de 2024

Crónicas de la amistad: Santa Pola (54)

Los caminos convergían hoy en Santa Pola, el destino que acordamos en Elx cuando despuntaba el verano. A modo de presagio, en los últimos meses y en ciertas ocasiones me he sorprendido silbando espontáneamente la añeja melodía Cuando llegue septiembre que, además de ser una canción inolvidable del inicio de los sesenta, intituló una película protagonizada por Rock Hudson y Gina Lollobrigida cuya banda sonora consagró a Bobby Darin. Por estos pagos hispanos, en versión castellana, la interpretó Gelu, una de las más admiradas chicas yeyé.

No hace muchos años que Santa Pola era un municipio con pocos miles de habitantes. En escasas décadas se ha transformado en una espléndida y acogedora ciudad, aunque no cabe duda de que las promociones inmobiliarias más recientes la han distorsionado significativamente. Pese a todo, continúa ofreciendo a sus visitantes un polifacético muestrario de atractivos, como el viaje y la estancia en Tabarca, el acuario municipal, el faro de El Cabo, la casa romana del Palmeral, el Parque Natural de las Salinas, la playa de Levante, Pola Park, el castillo fortaleza o las playas de Tamarit y Gran Playa, entre otros. Por no mencionar la amplísima oferta gastronómica y de ocio que brindan los establecimientos tradicionales y los que han proliferado recientemente en los aledaños de la Marina Miramar y del Club Náutico. 

Como sucede en toda comunidad que se precie, su acreditada idiosincrasia no la han configurado en exclusiva los acontecimientos históricos importantes, ni los personajes que los protagonizaron por relevantes que fueran. Tampoco los lugares comunes más o menos rimbombantes que conforman el imaginario popular e impregnan los dimes y diretes que entretienen a propios y foráneos. Más allá de lo que ha trascendido a través de los libros, las crónicas periodísticas o la tradición oral, el vetusto Portus Ilicitanus y su hinterland han sido testigos indolentes del discurrir de las vidas de decenas de personas vecinas de estas tierras, cuyas espléndidas trayectorias moldean biografías excepcionales. Son ciudadanas y ciudadanos casi desconocidos que, sin embargo, proyectan destellos de admirable humanidad y espléndida brillantez. Siquiera sea garrapateando a vuelapluma, hoy quiero recordar a una de ellas, a quien seguro que conoce bien nuestro amigo Pascual.

Empezaré por decir que la escena se proyecta en blanco y negro. Estamos a finales de los cuarenta y Maribel tiene 18 años. Transcurre un caluroso día de verano en un pueblo con apenas 7.000 vecinos. Un grupo de jóvenes suizos, de vacaciones por España, explora desenfadadamente su extrarradio consumiendo alegremente sus provisiones de agua. Tardan poco en buscar una fuente desesperadamente. Por fortuna descubren Villa Adelaida, un palacete construido en 1910 por el arquitecto modernista Marceliano Coquillat y Llofriu situado en medio de una finca poblada de almendros y algarrobos, donde encuentran a Maribel, que les da de beber y les ofrece la sombra que proyecta su casa. Así conoce a Edgar Werner, doce años mayor que ella. Dos años después, se casan en Santa Pola trasladándose inmediatamente a Stanford (California). Werner muere al año siguiente víctima de un accidente de esquí y ella decide quedarse a vivir allí y continuar con una historia que da para escribir bastante más que una novela. Maribel no tardó en conocer a Hans Bremermann, su segundo marido, un científico con quien recorrió medio mundo a lo largo de cuarenta años. Me refiero a Maribel López Pérez-Ojeda (1931-2015), una mujer excepcional que legó a su ciudad natal su bien más preciado: Villa Adelaida, un palacete valorado en diez millones de euros que nunca quiso vender, pese a las múltiples ofertas con que la tentaron, pues determinó cederlo al municipio con la condición de que el consistorio lo habilitase como centro cultural público para exposiciones y residencia de jóvenes artistas, escritores y científicos.

Estos y otros muchos detalles perfilan el retrato de una mujer rompedora, que abandonó Santa Pola siendo muy joven y que amó, viajó, habló ocho idiomas y vivió el movimiento hippie en la Universidad de Berkeley, donde se licenció en Arte y Filosofía y Letras. Allí se doctoró, fue catedrática, jefa del departamento de español y profesora de lenguas romances durante cuatro décadas. En 1997 regresó a Villa Adelaida, junto con su tercer marido Shami Mendiratta, un hindú, actualmente octogenario, devoto del sijismo que, según dicen, viste con turbante panyabí, duerme la siesta, pasea, habla inglés exclusivamente y apenas se relaciona con el vecindario.

Hace ahora una década que Rafael Pla, archivero municipal, escribió por encargo de Shami el libro Maribel López Pérez-Ojeda. Vivir sin fronteras, que no es sino su biografía, regalo pre mortem de su esposo. Pla habla y no acaba del cosmopolitismo y la generosidad de Maribel. Años después de su muerte se materializaría la donación, inclusiva de los innumerables archivos acumulados a lo largo de su historia, pues lo guardaba todo. Todavía hoy se siguen catalogando las cajas que aparecieron repletas con sus recuerdos. Podría decirse que se trata de una biografía inagotable, a la que no son ajenas las universidades americanas, que también han aportado importantes materiales.

En 2016, tras la recepción de la propiedad por parte del Ayuntamiento y la consiguiente realización de los trabajos urgentes, se acometió la conservación de los murales pintados por Shami y otras pequeñas actuaciones. En mayo de 2022, finalizaron las intervenciones, frenándose la degradación del edificio e impidiéndose la pérdida de la obra mural. Desconozco el estado en que actualmente se halla la rehabilitación y puesta en funcionamiento del Centro Hans Maribel Shami de las Artes, Ciencias y Letras para el Fomento del Talento Joven, que es el nombre que se acordó para designar la versión renovada de Villa Adelaida. Me consta que el Ayuntamiento, con ayuda de la Diputación, ha presupuestado quinientos mil euros en el ejercicio 2024 para acometer una actuación integral sobre el edificio y lograr materializar un espacio museístico y a la vez un centro de fomento del talento joven, la ciencia, el arte y la literatura, entidades ambas que habrán de armonizarse cuanto sea posible. En todo caso, como dice el viejo adagio «bien está lo que bien acaba». Y por lo que parece el sueño de Maribel está próximo a convertirse en realidad.

Pues bien, Pascual había hecho una reserva para comer en el Restaurante Batiste que, como sabemos, es un clásico en Santa Pola, ubicado en su mismo puerto y a escasos veinte minutos de Villa Adelaida, justamente en la avenida de Fernando Pérez-Ojeda, otro ilustre santapolero adoptivo, nacido en la localidad gaditana de San Fernando y abuelo materno de Maribel. El establecimiento lo fundó Batiste Juan Torres, en 1959, cuando siendo camarero del antiguo Miramar decidió emprender por cuenta propia su negocio de hostelería. Apasionado por su trabajo, a base de esfuerzo y carisma logró convertir su restaurante en un emblema santapolero, haciéndolo un referente de la gastronomía mediterránea y de la cocina tradicional. Batiste apostó siempre por una oferta culinaria pivotante sobre los productos que ofrece la bahía, partiendo de la excelencia de la materia prima, primordialmente de una cuidadosa selección de los pescados para elaborar sus famosos arroces que, junto con el marisco, han sido siempre su especialidad. De hecho, se le puede considerar como uno de los introductores del celebérrimo arroz a banda en la restauración.

Años después, la familia López Barroso tomó el relevo y mejoró las instalaciones manteniendo la esencia de la decoración tradicional, basada en el interior de un barco: espaciosos salones, vigas y paredes de madera, plafones, fanales y otros motivos marineros, mesas amplias, holgadas cristaleras... Santa Pola y Batiste: punto de encuentro y síntesis de las distintas culturas del Mare Nostrum. En su cocina encontramos reminiscencias fenicias, griegas, romanas y púnicas. Por todo ello, además de acreditada referencia gastronómica, es una invocación sentimental ineludible. En síntesis, una exquisita delicia cuidadosamente seleccionada por nuestro querido Pascual.

Sin embargo, siendo como es amigo de dilatar los encuentros hasta el límite de lo posible, planteaba un prolegómeno. En este caso se trataba de despachar un piscolabis en un restaurante próximo (Los Curros), situado en la playa de Levante. Los primeros en llegar han comprobado que estaba completamente reservado y, sobre la marcha, han rectificado reconduciendo la convocatoria hacia una terraza frente al puerto, rotulada Mi barra, a escasos trescientos metros de nuestro destino. No había excusa para desoír tan fraternal reclamo y todos hemos determinado concurrir puntualmente. Allí estábamos Alfonso y Paqui, Luis y Guti, Antonio García y Maite, Antonio Antón y Paqui, Tomás y Rosana, Pepi Beneito, Pascual, Sofo y Vicente. Tras los sentidos abrazos y besos de bienvenida, en pocos minutos estábamos arracimados en torno a una amplia mesa en un establecimiento bullanguero, amenizado con una incansable e insufrible música de los ochenta. Allí hemos empezado a templar gaitas e iniciar el ágape, término griego y latino que curiosamente significa afecto, y también amor incondicional y reflexivo. Hoy no nos acompañaban ni Domingo, ni Elías, ni Susy, ni Amalia, aunque todos los percibíamos cerca y apreciábamos cómo alentaban la barca desde sus asimétricas posiciones en las amuras, a ambos lados de la crujía. Mientras intercambiábamos los primeros pareceres, hemos sosegado las urgencias que producen los apetitos matinales muy frugalmente, a base de sucintos aperitivos regados con refrescos, tercios de Mahou y un verdejo José Pariente, que nos ha dispensado un servicio tan jaranero como poco eficiente.

Era alrededor de la una y media cuando hemos convenido dirigirnos hacia el restaurante Batiste donde nos esperaba el generoso menú que Pascual había ajustado para la ocasión. Una refacción compuesta con buenos entrantes: anchoas, embutidos ibéricos, queso y calamares, rematados por langostino y quisquilla hervidos, todos ellos bocados discretos, destacando especialmente los calamares, con un rebozado perfecto. Como plato principal se ofrecía arroz, gazpacho o fideuá, pescado o carne, a gusto de cada cual. La mayoría se ha decantado por el atún a la plancha, alguno por la merluza y pocos por un arroz con rape, gambas y verduras. Si aceptamos como criterio valorativo la subjetividad de los comensales, sin duda los más satisfechos fueron quienes se inclinaron por el atún. Todo cuanto antecede se regó generosamente con caldos Melior de Matarromera, blanco (Rueda) y tinto (Ribera), así como con cerveza, agua mineral y refrescos. De postre, suflé, café y cava. En este caso, es justo que se destaque la profesionalidad y el exquisito cuidado que nos ha dispensado José Miguel, el camarero que nos ha atendido, un profesional auténtico que dignifica su ocupación.

Concluida la refacción, nos hemos dirigido pausadamente a un chiringuito existente junto a la playa de Levante donde, en torno a una amplísima mesa, hemos despenado las últimas copas mientras algunos remataban conversaciones inacabadas, otros retomaban reflexiones interrumpidas y hasta había quienes aprovechaban para hacer alguna confidencia. Y todo ello estuvo trufado de ocurrencias, risas, perspicacias e ingeniosidades de unos y otros que contribuyeron a distender el ambiente y empaparnos de la inasible felicidad que planeaba insistentemente sobre el amplísimo y redondeado velador.

Sabemos por experiencia que las relaciones sociales constituyen una parte esencial de nuestro trayecto vital. La amistad es un flujo continuo y asimétrico con indeleble reciprocidad. Existen pocas satisfacciones equiparables a sentirnos comprendidos, valorados y protegidos por nuestra propia comunidad. Y ello cobra especial valor en un mundo global en el que la amistad se revela como ingrediente imprescindible para tender puentes e inspirar encuentros armoniosos y comprensivos. Cuando la relación amistosa está presente la diversidad y los puntos de vista discrepantes dejan de ser impedimentos para colaborar y convivir, pues el horizonte del pensamiento se sustenta en la confianza y en el respeto, valores imprescindibles para materializar el diálogo auténtico. Y es que como sabéis, queridos amigos, la amistad no tiene un mero valor de resistencia sino que, por el contrario, contribuye a alegrar el espíritu y a fortalecer el deseo de vivir. De modo que, todavía con el corazón conmovido por cuanto hemos compartido en el espléndido encuentro santapolero, os traslado mis fervorosos deseos de larga amistad y de generosa y feliz existencia a vosotros y a vuestras familias. Nos vemos en Alacant a finales de noviembre.

Entre otros detalles, imperdonablemente, olvidé reseñar que Alfonso obsequió a Pepi una espléndida composición en madera de olivo, que sintetiza a las claras el enorme poso de afecto que le une a Elías. Y también que el inefable y contumaz Pascual entregó un nuevo presente a las mujeres, esta vez bajo el formato de unos chales estilosos, que hicieron sus delicias. De una y otra cosa debí dejar constancia, y a tal efecto lo dejo anotado en esta adenda.



sábado, 21 de septiembre de 2024

De duelos y aflicciones

Excepto la mayor parte de los niños y algunos jóvenes, son pocas las personas que no han experimentado alguna de las múltiples manifestaciones del duelo y sus consiguientes aflicciones. A lo largo del trayecto vital sobrevienen pérdidas de seres queridos, inesperadas o anunciadas, que nos inducen ineludibles procesos de duelo que debemos afrontar. Aunque todos resultan dolorosos, algunos son relativamente llevaderos mientras otros se viven tan angustiosamente que derivan en patologías. De todo hay, porque no existen dos situaciones iguales. Cada duelo es un proceso único condicionado por múltiples factores, como la relación existente con el fallecido, la personalidad de cada cual, los antecedentes y experiencias compartidos, las características o el tipo de muerte en cuestión, los factores sociales y culturales propios del contexto de las personas afectadas, etc.

Etimológicamente, la palabra duelo proviene del latín dolus que significa dolor, desafío o combate entre dos, mientras luto proviene de lugere equivalente a llorar. En nuestro contexto, duelo y luto son términos utilizados frecuentemente como sinónimos, pese a que realmente el primero alude a los sentimientos subjetivos y a las reacciones afectivas provocados por la muerte de un ser querido, en tanto que el luto se refiere a la expresión social del comportamiento y a las prácticas posteriores a la pérdida. Por tanto, no ha lugar la sinonimia.

La Fundación SECPAL, entidad sin ánimo de lucro constituida por la Sociedad Española de Cuidados Paliativos, en su guía para familiares en duelo, define este como «el proceso de adaptación que permite restablecer el equilibrio personal y familiar roto por la muerte de un ser querido, caracterizado por la aparición de pensamientos, emociones y comportamientos causados por esa pérdida». Generalmente, el duelo suele interpretarse como una reacción o trastorno menor de carácter adaptativo, o a lo sumo de depresión reactiva. Realmente no constituye una entidad con características propias e independizada de otras reacciones afectivas. Ahora bien, como decía, existe el riesgo de que evolucione patológicamente hacia otras formas morbosas. Para evitarlo, el equipo multiprofesional que haya atendido al paciente, bien hospitalizado o asistido domiciliariamente, debería prestar ayuda a sus allegados, acompañándolos y aconsejándolos en las diferentes fases de la enfermedad y a la hora de enfrentarse a su muerte. Este acompañamiento es clave para desarrollar un duelo normal. Numerosos estudios médicos avalan que una intervención precoz sobre la familia es muy útil para desarrollar un duelo no patológico, porque permite identificar los factores que anuncian los duelos complicados y facilitan actuar selectivamente sobre las personas que los presentan.

En ocasiones, el duelo es un proceso que se anticipa a la muerte de la persona que lo provoca. Es un fenómeno habitual entre los familiares y amigos de los desaparecidos por enfermedades oncológicas, neurológicas y otras. Particularmente, los cuidadores familiares de personas con enfermedad de Alzheimer, desde el diagnóstico hasta el fallecimiento, sufren dos duelos: el anticipado, aquel que se experimenta antes de que se produzca la muerte y viene dado por el sentimiento de pérdida que supone el deterioro cognitivo; y el duelo real, que es el sentimiento de pérdida tras el fallecimiento.

Se sabe que las demencias en general y la enfermedad de Alzheimer en particular son patologías neurodegenerativas que implican la pérdida de numerosas facultades, incluida la propia identidad, hasta el fallecimiento. En estos casos, el duelo no solo lo provoca la muerte real, sino que se comienza a experimentar cuando se pierden las capacidades y se produce la muerte psíquica del ser querido. Es el llamado duelo anticipado, que transcurre desde el diagnóstico del Alzheimer hasta la muerte del familiar. Dicen los expertos que el impacto emocional que supone el duelo anticipado es mayor que el del duelo real. De ahí que debería existir ayuda profesional durante esta fase que, hoy por hoy, casi se circunscribe a la autoayuda y algún otro recurso que procuran las asociaciones de familiares.

Desde que se conoce el diagnóstico hasta que se produce el fallecimiento, pasando por la institucionalización de la persona afectada por la enfermedad de Alzheimer, el familiar se enfrenta a varias situaciones de duelo porque sufre varias pérdidas. La primera viene dada por la disfunción de las capacidades biopsicosociales de su familiar. Su merma influye en el modo de relacionarse y da lugar a sensación de ausencia del ser querido. Es lo que los expertos definen como «pérdida relacional». La siguiente pérdida se experimenta en el momento de la institucionalización, al ingresarlo en una entidad asistencial, que supone un cambio en el rol de la persona cuidadora. Surgen entonces sentimientos de frustración, incertidumbre ante el cuidado que el familiar va a recibir, tristeza y mezcla de emociones como el alivio y a su vez la culpabilidad. Y la tercera pérdida se produce con la muerte del familiar. Aquí comienza el conocido como duelo real, el socialmente reconocido.

Hoy, veintiuno de septiembre, es el Día Mundial del Alzheimer, proclamado por la Organización Mundial de la Salud (OMS) y auspiciado por Alzheimer’s Disease International (ADI). Desde su primera celebración en 1994, esta efeméride ha evolucionado para considerar todo el mes de septiembre como Mes Mundial del Alzheimer, promoviendo actividades que buscan educar y sensibilizar a la población sobre una enfermedad que se ha convertido en una de las epidemias del siglo XXI. Se estima que para el año 2050 las personas diagnosticadas con Alzheimer podrían alcanzar los 131.5 millones, lo que expresa la urgencia de abordar esta problemática a nivel global.

El lema de este año, «Nunca es demasiado tarde. Nunca es demasiado pronto», enfatiza la importancia de la detección temprana y la adopción de medidas proactivas para prevenir o retrasar la aparición de la demencia. Este esfuerzo, junto con el desarrollo de campañas para reivindicar la ampliación y la mejora en el tratamiento y cuidado de los enfermos y el apoyo a sus familias, es crucial porque el Alzheimer no solo impacta a quienes lo padecen, sino que genera un enorme desgaste emocional y físico en sus seres queridos.

Especialmente pertinente es la iniciativa de la Fundación Pasqual Maragall reivindicando la necesidad de borrar esta celebración del calendario y conseguir que este 21 de septiembre sea #undiaparaolvidar. Esta Fundación, una de las más activas del país, insiste en la urgencia de situar esta enfermedad entre las prioridades políticas estratégicas, dotando de recursos la investigación y el apoyo a las 900.000 familias que sufren la enfermedad en España, cifra que podría duplicarse en las próximas dos décadas si no se encuentran soluciones eficaces para retardar su progreso.

Según la OMS, el Alzheimer es una de las principales causas de mortalidad y discapacidad, y afecta a 1 de cada 10 personas mayores de 65 años y a un tercio de quienes superan los 85 años. A los datos de incidencia de la enfermedad se añaden los costes asociados, que se sitúan en unos 35.000 € por paciente al año, asumidos en un 87% por las familias, quienes también atienden su cuidado, en más del 80% de los casos, lo que les supone de media unas 70 horas semanales.

Se trata del segundo problema de salud que más preocupa a los españoles, muy cerca del cáncer, alcanzando la primera posición en el caso de las personas mayores. La longevidad aumenta, se incrementa la incidencia del Alzheimer y actualmente no se dispone de tratamientos que frenen su avance. Estamos frente a una pandemia estructural y silenciosa y, si nada cambia a corto plazo, la situación será difícilmente asumible para las personas afectadas y sus familias, y también para los servicios públicos de sanidad y protección social. ¿A qué esperamos?




viernes, 13 de septiembre de 2024

Badila

Wittgenstein decía, entiendo que con razón, que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Por ello, la riqueza de nuestro vocabulario puede ayudarnos a apreciar los infinitos matices que ofrece la vida, sin que muchas veces reparemos en ellos. Podría referir multitud de casos al respecto, pero me limitaré a mencionar uno de ellos, la palabra «badila».

En el Diccionario de la Real Academia (DRAE) el término «badila» remite a «badil», que se define como «paleta de hierro o de otro metal, para mover y recoger la lumbre en las chimeneas y braseros». En España se usan ambas formas, dependiendo de los diferentes territorios. Obviamente, se trata de un término en desuso porque, como sabemos, los modernos sistemas de calefacción han ido arrumbando a los braseros y chimeneas, que generalmente han pasado a ser auténticas reliquias, o casi. Sin embargo, no hace tanto que eran imprescindibles para procurar bienestar a los ciudadanos pudientes, y también a los menos acaudalados, durante los periodos invernales. En el transcurso de la dilatada etapa en que esos ancestrales artificios formaron parte del día a día, se originaron términos y expresiones que han dejado rastro en el idioma. Lo demuestran algunos de los vocablos que recoge el Diccionario Histórico de la Lengua Española (TDHLE). Son palabras como badil, badila, badilada, badilado, badilar o badilazo, entre otras.

El DRAE recoge también la expresión «dar a alguien con la badila en los nudillos», que es una locución coloquial equivalente a vejarlo, o a molestarlo indirecta o disimuladamente. Por otra parte, se emplea escasamente la locución «dar la badila», a diferencia de otra parecida, y más usual, como lo es «dar la barrila». Ambas comparten el significado de terceras, como «dar la lata», «dar la brasa» o «dar la murga». En suma, todas son formas coloquiales de expresar que se molesta o se aburre a alguien con cosas inoportunas o con exigencias continuas.

Badil y Badila también se han utilizado como nombres propios. Así, El Badil es el nombre de un restaurante que abrió sus puertas en 2013, en Albacete. Está especializado en gastronomía manchega, ofreciendo platos típicos como el «atascaburras» o el estofado de rabo de toro, entre otras recetas tradicionales. Y Badila Asociación Cultural es una organización sin ánimo de lucro radicada en la comarca de La Vera (Cáceres) que patrocina una importante Muestra Internacional de Cine, así como conciertos y otras actividades que dinamizan el tejido sociocultural de la comarca. Por otro lado, José Bayard Cortés, alias «Badila» y Manuel Martínez «Agujetas» integraron una legendaria pareja de picadores taurinos, que sentaron cátedra durante buena parte de la segunda mitad del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX.

En otras ocasiones he abordado en este blog algunos aspectos de la fiesta de los toros, a la que me confieso aficionado desde siempre. Hace algunos años que se ha convertido en uno de los espectáculos más denostados, pese a la proliferación de otros muchos, aparentemente inocuos que, a mi juicio, acreditan sobrados merecimientos para concitar una aversión similar. Como dije, es amplio el conglomerado de factores que condicionan la tauromaquia y los festejos populares dificultando aventurar una prospectiva razonada sobre su futuro. No obstante, en mi humilde opinión, no parece que sean precisamente valores en alza, sino más bien todo lo contrario. Sin embargo, tampoco considero que estemos frente a un desahuciado moribundo arrastrándose a las puertas de la expiración. De ahí que me atreva a vaticinar que su agonía será larga, aunque cada vez más ineludible.

Pese a lo que a veces se dice, considero que los tiempos pasados ni fueron mejores que los actuales, ni tampoco peores. Depende de qué asuntos se trate y, naturalmente, del cristal con que se enfocan. Así, por ejemplo, en el mundo taurino, actualmente, el tercio de varas es la parte de la lidia más denostada por parte de los antitaurinos y la que probablemente han distorsionado más los aficionados y profesionales, pese a ser uno de sus elementos esenciales. Generalmente, supone un mero trámite que ni permite el lucimiento del toro ni el del varilarguero. Al primero se le impide exhibir su bravura o su mansedumbre, negándosele la oportunidad de arrancarse desde lejos a un caballo que entra a la suerte por derecho, bien montado por el piconero. Este, a su vez, esquiva su responsabilidad señalando picotazos leves, castigando los brazuelos o tapando la salida del animal. En suma, abusando de las marrullerías y vaciando de sentido un tercio que contribuye escasamente a ahormar con tiento y mesura la fiereza del cornúpeta, preparándolo adecuadamente para la faena de muleta.

Pero no siempre fue así. Ahí están para acreditarlo los picadores de otro tiempo que se ganaron a pulso el derecho a lucir el oro en su chaquetilla, privilegio que todavía hoy comparten con los matadores. Y es que, aunque cueste creerlo, hubo «toreros a caballo» que ocuparon el lugar principal en los carteles, y cuya importancia y fama trascendieron los ruedos. Uno de ellos fue el mencionado Badila, que comenzó a picar con apenas dieciocho años y lo siguió haciendo a lo largo de treinta más, hasta pocos meses antes de fallecer prematuramente a los cuarenta y ocho. Fue un picador valiente, con una espléndida figura que gustaba destacar con su estudiada vestimenta y que inicialmente fue apodado «brazo de hierro». Un día que andaba cabizbajo y mohíno, alguien de su cuadrilla le dijo que estaba tan callado que parecía que se había tragado el rabo de la badila. A raíz de esa ocurrencia empezaron a llamarlo, bromeando, Badila, apodo que trascendió y con el que pasó a los anales del toreo.

Cuentan que Badila fue un personaje polifacético en sus actitudes taurinas y en otras, como actor y cantor de operetas, convirtiéndose en un gran aficionado y entendido de ese género musical. Sintió interés por mejorar el vestido de torear a caballo y entre sus aportaciones a tal efecto destacaron la mejora de la «mona» (protección metálica de la pierna más expuesta) y una calzona holgada, con ojales y sin atar, para que se pudiera rasgar y no ser arrastrado el picador en las cogidas. También utilizó unas chaquetillas cada vez más lujosas, con terciopelos e hilos de seda, menos pesadas y más flexibles, devolviendo al picador la elegancia de trajes de épocas pasadas.

A badila podría añadir otros términos como serendipia, nefelibata, petricor, ataraxia, limerencia o arrebol. Decenas, cientos, miles de palabras del castellano, la tercera lengua más utilizada para la producción de información en los medios de comunicación y con más usuarios de Internet. Utilizando cálculos matemáticos, se ha conjeturado que en la historia de la especie humana pueden haber existido entre 100.000 y 500.000 lenguas. Las cifras no son muy ilustrativas porque nadie sabe desde cuándo existen lenguas humanas (ni exactamente a qué nos referimos con este término), y porque el margen que se ofrece es enorme. Aunque instruye sobre algo muy interesante: que la mayoría las especies y las lenguas que ha habido en la Tierra han ido desapareciendo y que hoy día existen muy pocas. Los cálculos más amplios del número de lenguas supervivientes hablan de poco más de 6.000, aunque bastantes de ellas ya están extinguidas. Por desgracia, y a diferencia de las especies animales y vegetales, no existen fósiles lingüísticos que nos permitan comprobar cuántas ha habido en cada lugar y cómo eran. Pese a todo, insistiré en mi imposible obstinación: que no se pierda ni una sola palabra más de ninguna de ellas, por raras o minoritarias que sean. La muerte de las lenguas no tiene por qué ser un fenómeno inevitable.