jueves, 8 de agosto de 2024

La era de la perplejidad

Como se sabe, el pensamiento moderno fluctúa entre dos opciones polarizadas: la certeza y la perplejidad. La aspiración de alcanzar el saber absoluto nace con la filosofía de Spinoza, que influyó significativamente en el posterior idealismo alemán. La perplejidad es un concepto más reciente que encuentra su primera definición en las obras de Kant.

Alcanzar el saber categórico ni fue una anecdótica pretensión de Spinoza, ni tampoco ha sido la disparatada aspiración de otros idealistas extravagantes. Bien al contrario, representa un anhelo que se corresponde con el desarrollo de uno de los supuestos fundamentales de la modernidad: el carácter ejemplar que tiene la ciencia como forma de saber. Lo que realmente caracteriza al conocimiento científico moderno es la exactitud, la peculiaridad del saber matemático, que se adopta como arquetipo para cualquier tipo de discernimiento. Obviamente, tal perspectiva excluye la gradación en la certeza porque el saber o es exacto, o no lo es. Por tanto, desde este enfoque conceptual se respalda una epistemología única y común para todas las ciencias.

Por otra parte, recordaré que la definición y exposición del tema de la perplejidad ocupa las páginas iniciales de la Crítica de la razón pura. Kant aborda este concepto al contrastar la carencia de datos experienciales suficientes para poder afirmar o negar algo acerca del espíritu. Para él, la perplejidad es una suerte de situación embarazosa en la que se ven envueltos quienes careciendo de datos creen tener un conocimiento suficiente sobre determinados aspectos del espíritu.

Para Kant, la perplejidad no es algo que acontece a quienes creen saber más de lo que realmente saben, sino una situación en la que incurre la razón humana de modo natural cuando intenta hacer metafísica. En sí misma no es ni la contradicción ni la oscuridad que pueden afectar al ejercicio del entendimiento, es meramente la imposibilidad de dar respuesta a preguntas que se hace la mente. De manera que cualquiera está perplejo cuando no logra responder las cuestiones que le induce el interés teórico de su propia razón. Esas interrogaciones insoslayables, y a un tiempo incontestables, que salen al paso de la razón son, originariamente, las antinomias.

Durante las últimas semanas el mundo occidental se me antoja envuelto en una reverdecida perplejidad (inducida por las estrategias desplegadas por los dos grandes partidos políticos de la nación más poderosa del mundo), que es consecuencia del rampante antagonismo avivado por Trump cuando abandonó tan estrepitosamente la Casa Blanca en 2020. La proximidad de las elecciones de noviembre y la tozudez del presidente Biden han propiciado que en los primeros compases de la campaña —muy especialmente después del primer debate presidencial de finales de junio, y más aún tras el atentado (?) sufrido por Trump a mediados de julio— los republicanos emergieran como una fuerza arrasadora, con el liderazgo indiscutible del expresidente. Y es que, pese a que es tan viejo como Biden (solo les separan tres años), no lo aparentó en la comparecencia televisiva porque lo arrinconó ametrallándolo con bulos y mentiras. El presidente fue incapaz de hacerle frente presa de titubeos, ronqueras y lapsus, perdiendo un duelo trufado de ataques personales que terminó por encender todas las alarmas en las filas del Partido Demócrata, donde hacía tiempo que algunos cuestionaban la idoneidad de su candidatura.

En esa encrucijada alguien debió pensar, y descubrir para sorpresa de todos, que la revitalización de la desfavorable expectativa electoral de los demócratas estaba al alcance de la mano pese a que nadie la veía: la vicepresidenta Kamala Harris era la solución. Y por arte de birlibirloque florecieron sus hasta entonces infravaloradas virtudes y probidades que, ¡oh, sorpresa!, en muy pocos días la han catapultado a la fama, situándola casi en plano de igualdad con Trump. Así pues, emerge de nuevo el escenario antinómico, la aparente contradicción entre proposiciones demostradas o la contradicción real entre proposiciones aparentemente demostradas. La antinomia éxito/fracaso cambia la polaridad y la opción más propicia la personifica ahora una mujer afroamericana, de origen indio y jamaicano, madura, con acreditada formación, funcionaria eficiente y política experta.

Me sorprende la tremenda repercusión que tienen los incisivos mensajes que viene lanzando la vicepresidenta Harris tras su designación como candidata, bien presentando su enfrentamiento con Trump como la lucha entre una fiscal y un delincuente convicto, bien prometiendo que mira al futuro en lugar de obsesionarse con el pasado o, simplemente, incitando sin remilgos a la no resignación asegurando que cuando se lucha se gana, etc. En última instancia, viene a decir que en estas elecciones cada ciudadano debe responder a la pregunta: «¿En qué tipo de país queremos vivir, en un país de libertad, compasión y Estado de derecho, o en un país de caos, miedo y odio?».

Más allá de los vistosos escenarios que los equipos electorales diseñan para favorecer el éxito de sus candidatos; por encima de los eslóganes y la estudiada terminología que incorporan en sus discursos —a Trump le llaman raro (weird) y a Kamala nasty (mujer desagradable) o phony (falsa)—; además de las cuantiosas donaciones económicas de lobbies y simpatizantes; e incluso reconociendo el innegable papel de los think tank (Fundación Heritage, Center for American Progress) y otros  influyentes grupos de trabajo (Stop Project 2025), a la hora de elaborar los documentos políticos que guían las campañas y las futuras acciones de gobierno de los respectivos candidatos, mi entendimiento no logra elucidar la perplejidad cuando contrasta que un cartel electoral o una mera imagen aderezada con pocos y adecuados mensajes puede influenciar radicalmente el curso de los acontecimientos.

Me declaro perplejo e insolvente para dar respuesta a algunas preguntas que se hace mi mente: ¿Es posible que la utilización de una ocurrencia, como llamar a alguien raro o falso influya decisivamente en las expectativas electorales de un determinado candidato? ¿Resulta verosímil que oponer un hombre viejo, blanco, autoritario, impulsivo y con ideas destructivas a una mujer madura, negra, defensora del feminismo, inclusiva y amante de la justicia sea per se garantía del éxito electoral? Se me ocurre que quizá en este momento lo pertinente sería recordar a Kolakowski (1977), que sostenía la necesidad de destruir las certezas aparentes para obtener las genuinas, es decir, dudar de todo para librarse de toda duda. La perplejidad sería quizás el paso previo, la fase en la que se cuestiona «la certeza de lo dado», ese estado de tensión que experimenta el individuo cuando ha de decidir entre dos o más opciones. Pero justamente ahí está uno de los meollos de la cuestión, en identificar cuáles son realmente las incertidumbres esenciales de la que podría denominarse nueva era de la perplejidad.



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