Hace
años leí un reportaje encabezado por un larguísimo titular que, más o menos, rezaba:
“Un pueblo de Almería logra un record Guiness
al conseguir reunir en una playa cerca
de mil personas para un baño comunitario ‘en pelotas’, batiendo la marca
alcanzada anteriormente por una ciudad australiana”. En él se contaba que su
ufano alcalde se mostraba orgulloso de semejante hazaña, inmortalizada por las sobrecogedoras
fotografías que incluía mostrando –supongo que sin premeditación– los estragos que el paso del
tiempo perpetra sobre las humanas morfologías: barrigas cerveceras, celulitis desorbitadas,
lorzas gigantescas, colgajos y desperfectos; en fin, demasías todas, que sugerían
más un cuadro hiperrrealista del
infierno dantesco que los ‘flashazos’ de una jornada festiva protagonizada por
alegres naturistas. Este carpetovetónico país nos tiene acostumbrados a estas
desinhibidas frivolidades y desparpajos que, por otra parte, caracterizan una aparente
‘modernor’ que nos otorga, por mérito propio, posiciones privilegiadas en los rankings del disparate y nos relega de
otros prestigiosos inventarios políticos, económicos, culturales o
educativos.
Por
otro lado, no es menos cierto que este reino de panoplia y pamplina, o de pandereta y peineta –como se prefiera–, patrimonializa
enormes incongruencias. Las “naturalidades” mencionadas conviven y contrastan
con constricciones anacrónicas, que perviven sorprendentemente y hasta se enaltecen
escandalosamente. Un ejemplo de ello es una enigmática y casi perdida tradición, que se ha convertido en emblema del
pueblo gaditano de Vejer.
Monumento a la cobijada. Vejer de la Frontera. |
Como
es archisabido, el Romanticismo puso de moda el tema morisco en la literatura europea,
haciendo de España el país depositario de aquella histórica herencia. Varios fueron
los viajeros que, en el segundo tercio del siglo XIX, recorrieron las regiones
sureñas en busca de la huella árabe, como lo hizo Richard Ford, en 1832. En su Manual para viajeros por Andalucía y
lectores en casa describe su recorrido por los pueblos de la comarca de La
Janda. En él comenta que desde una de las fondas en las que se alojaba divisó
Vejer, que se le ofrecía como “el espejo mismo de una ciudad mora, escalando
penosamente una empinada eminencia”. A a su paso por Tarifa dice literalmente
que admiró a sus mujeres “proverbiales por su gracia y meneo” y “su manera
curiosa y oriental de llevar la mantilla”. Asegura que en Marchena contempló “cobijadas”
similares, vistiendo esa curiosa prenda a la usanza mora que, según él, “consiste
en no mostrar más que un ojo; que, sin embargo, punza y penetra, emerge del
velo oscuro como una estrella, y la belleza se concentra en un solo foco de luz
y significado”.
Ford
se refiere en su relato al traje
de “cobijá”, como se le conoce popularmente por estas tierras, compuesto
por unas enaguas blancas con
tiras bordadas, una blusa del mismo color adornada con encajes, una saya negra sujeta a la cintura, a
la que le sobresale el encaje bordado de las enaguas; y un manto negro, fruncido con un
forro de seda, que cubre a la mujer totalmente, excepto un ojo que queda
al descubierto.
Diferentes
fuentes documentales, consultadas por antropólogos y etnólogos, confirman que
el genuino y turbador atuendo que compone el cobijado de la mujer de Vejer es
una pervivencia del traje castellano de manto y saya, que los conquistadores
debieron exportar a Andalucía a finales del siglo XIII y principios del XIV. Al
contrario que el jaique, con el que se ha querido comparar, que es un lienzo
único e inconsútil, las cobijadas visten un atavío más alambicado, cuyo uso se prohibió
definitivamente en 1931, tras múltiples intentos anteriores. Una prohibición
que pretendía eliminar el uso de prendas que disfrazaban la identidad y facilitaban el trasiego de armas. Después de la Guerra Civil hubo amagos para
recuperar la cobijada, pero la penuria posbélica había hecho que la mayoría de esos
trajes se reutilizasen para confeccionar prendas masculinas y ropa de cama. No
obstante, todavía se conservan algunas cobijadas originales, como la que custodia
el Museo del Traje de Madrid.
Curiosamente, en 1976, se recuperó la tradición y actualmente se utiliza en las
fiestas patronales de Vejer, que se celebran del 10 al 24 de agosto.
Dios
me aparte de la tentación de cuestionar las inveteradas costumbres de nadie, y
mucho menos de las de las vejeriegas. Lejos de mi ánimo objetar los usos y
tradiciones de un histórico y reputado municipio en cuyas aguas se disputó la
batalla de Trafalgar y que acogió pedanías como Barbate o Zahara de los Atunes,
hoy afamadas y autónomas municipalidades. Pero, a fuer de sincero, diré no me
gusta la cobijá, como no me gusta el burka, el niqab, el chador o el burkini. Me
desagrada que tales prendas sean privativas de las mujeres. Si utilizarlas
tiene algún fundamento o recomendación ecológica o fisiológica, no concibo que
no se busquen soluciones parejas para la indumentaria masculina.
De
modo que, hoy por hoy, me hiere la vista
contemplar a las mujeres con burkini en playas y piscinas mientras, simultáneamente, observo a sus maridos,
hijos, padres y hermanos tomando el sol y bañándose desenfadadamente luciendo sus 'meybas'. Me agobia y
abruma, especialmente en verano, ver en las calles a gentes con burkas, niqabs
o cobijadas. Me cabrea leer comentarios hipermachistas, como el recogido en el
meritado texto de Richard Ford, cuando refiere que “después de los toros, lo
más peligroso eran estas tapadas”. Y es que, al decir de Quevedo –otro que tal,
añado– “tras la apariencia austera y grave del traje de manto y saya, las
cobijadas podían mostrar y a su capricho –faltaría más– todas
las excelencias femeninas”.
En
fin, puestos a elegir, pues la verdad, prefiero el despelote almeriense, ¿para
qué disimular?
No hay comentarios:
Publicar un comentario