martes, 1 de julio de 2014

Subirse al carro.

El término bandwagon es un anglicismo que alude a los carruajes que transportaban algunas bandas en los desfiles y en otros espectáculos, a los que tan dados son los ciudadanos norteamericanos. Dicen que la frase “salta en el bandwagon” fue utilizada por primera vez en la política estadounidense a mediados del siglo XIX, acuñándola Dan Rize, un payaso profesional que Abraham Lincoln utilizó como bufón personal. Rice manejó muy exitosamente su bandwagon en las campañas de su mecenas y, por ello, otros políticos le copiaron la idea, organizando sus particulares bandwagon, que a principios del siglo XX eran elementos imprescindibles en las campañas electorales.

En nuestro entorno, es habitual la expresión “subirse al carro”, que se asocia a múltiples situaciones. En general, alude a la actitud de quienes pretenden atribuirse un éxito que no les corresponde legítimamente. Incluye un matiz reprobatorio, que explicita la desaprobación de la conducta que adoptan quienes no habiendo colaborado en empresas provechosas pretenden apropiarse de sus réditos, sin haber hecho mérito alguno. Ahora, como en el pasado, el fenómeno es frecuente, con matices que lo singularizan pero que no lo desvirtúan. Pondré un ejemplo de ello.

En la sociedad mediática, las encuestas son casi todo. Hace unos meses leí las conclusiones de una tesis doctoral sobre comunicación electoral y formación de la opinión pública que me interesaron. Su autor aseguraba que la aspiración de las encuestas es acabar erigiéndose en representaciones legítimas de la opinión pública, porque lo que realmente ambicionan es sustituir el voto real por su estimación.

En las últimas décadas, tanto en España como en el resto del mundo occidental, la omnipresencia de los sondeos ha banalizado los procesos electorales. Como asegura el aludido investigador, la creciente fe en las encuestas convierte el voto en una mera formalidad, en una especie prolongación de lo que previamente ellas han indicado. De esta forma, se relativiza su importancia frente a la preeminencia de la ficción que atribuye a los sondeos, per se, la suficiencia representativa. La dramática consecuencia que se deriva de ello es que la opinión pública no es otra cosa que el resultado del efecto de las encuestas. De modo que ellas metamorfosean la voz del público en datos estadísticos, cuya legitimidad no se discute y que facilitan la labor de políticos y periodistas, que gobiernan o critican al poder sin argumentos contrastados, basándose exclusivamente en esa especie de opinión pública reducida a números. Y, además, refuerzan sus argumentos con el presunto carácter científico que atribuyen a las encuestas, que enmascaran y confunden la suma de las opiniones individuales con la opinión pública, así como la recogida de datos en un momento concreto con un proceso sustantivamente dinámico y susceptible de cambios.

Por ello, no es inhabitual comprobar que políticos y medios de comunicación utilizan irresponsablemente los datos demoscópicos, extrapolando conclusiones variopintas e interesadas, partiendo de cifras similares. Y es que las encuestas, a lo sumo, indican tendencias de fondo del electorado que deben analizarse con extrema precaución, sin que pueda establecerse una relación directa entre los resultados de los sondeos y los de las elecciones. Lo que sí parece evidente es que los primeros, conjuntamente con otros factores, contribuyen a reducir las opciones políticas del electorado.

Hasta hace poco desconocía que se hacían sondeos postelectorales, que les añaden aspectos sorprendentes. Por ejemplo, dicen los expertos que suele ser común que el porcentaje de electores que dice haber acudido a votar sea sustancialmente superior al de quienes realmente lo hicieron. Verdaderamente, es un consuelo que, pese a la confrontada desafección ciudadana por la política, la abstención continue siendo un comportamiento social menos aceptable que la participación. Solo una semana después de los comicios europeos del 25 de mayo, únicamente un 31 % de los ciudadanos españoles decía que no había votado, cuando la abstención registrada fue del 54 %.

Otra constante de los sondeos postelectorales es el aumento significativo del porcentaje de electores que manifiesta haber votado al partido ganador de los comicios. De modo que muchos se apuntan al carro intentando reconstruir su pasado, como si se dijeran a sí mismos: “Me equivoqué y no voté a tal partido, pero debería o me gustaría haberlo hecho”. Siguiendo con ese razonamiento, nuestros conciudadanos han asignado el papel de ganador de los comicios europeos a Podemos porque solo un 3,6 % votó a la formación liderada por Pablo Iglesias y, sin embargo, ahora dice haberlo hecho el 9.4 %, casi el triple. Cosa que no sucede con los demás partidos porque, en todos ellos, las variaciones entre los porcentajes de voto real y el recordado en el sondeo son claramente inferiores y están dentro de los márgenes de error de la encuesta. Puede consolarles saber que el efecto bandwagon tiende a diluirse con el tiempo. El recuerdo de las personas pierde nitidez y sus percepciones suelen variar en función de la actualidad y de los acontecimientos políticos, haciendo que asignen a otros el papel de carro ganador. 

Pese a todo, parece claro que los datos de las encuestas realizadas pocos días después de las últimas elecciones reflejan que el partido que menos rechazo genera es Podemos. Solo un 38 % dice que en ningún caso votará a ese partido, sin que ello signifique que el 62 % restante tenga intención de hacerlo, simplemente no lo descarta. En todo caso, el rechazo a votar al resto de los partidos es sustancialmente mayor: un 65 % dice que en ningún caso votará al PP, un 55 % a UPyD y un 54 % ni al PSOE, ni a IU. En fin, es lo que hay. A ver si, por lo menos, algunos sienten que se les mueve un poco la silla y espabilan, que ya va siendo hora. Por lo demás, creo que lo mismo da “iglesias” que “catedrales”, porque No, they can’t!

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