Hemos
pasado la semana en el pueblo, apurando los últimos días del verano en los que
todavía es habitable. Pronto, el tropel de niños, jóvenes, veraneantes y visitantes
circunstanciales invadirán sus desiertas calles y alborotarán estridentemente
hasta la madrugada. Incomprensiblemente, como siempre. Sabiéndolo, había que aprovechar
estos postreros momentos de tranquilidad.
Hacía
tiempo que no nos paseábamos por la Serranía. Por eso, el viernes decidimos
darnos un garbeo por la ensalada de pueblos semidespoblados que salpican la
montañosa Valencia interior. De buena mañana, encaramos la carretera de Bugarra
y, a la altura del Corral de Torres, torcimos a la izquierda para tomar el
descarnado camino que conduce a la Ceja del Campo, bordeando La Terrosa. Volvió
a sorprendernos la tentativa de chalet que parece anunciarla. Una especie de entelequia
erigida en un lugar inconcebible, cual hito que señala sui generis la divisoria de aguas. Coronada la pendiente emergen decenas
de hectáreas de nuevos regadíos, incomprensiblemente ganadas por los cítricos,
que han alterado –no sé si para bien- el secano, atávicamente poblado de viñas,
olivos y almendros. Hicimos una breve parada cerca de las bodegas de Vanacloig para comprar melocotones a pie de explotación
(¡vaya delicia y precio!) antes de enlazar con la CV-35, en Losa, y tomar la dirección
hacia Ademuz.
En
escasos diez minutos la carretera lleva hasta Calles. Desde allí, enseguida se
llega a Chelva, la Fénix Troyana del padre Marés, el segundo núcleo de población
en importancia de la Serranía. Antes divisamos los restos de Domeño y
Loriguilla, embebidos por el pantano que Franco o, mejor dicho, los
trabajadores de la época construyeron en los años sesenta, engullendo las dos
pequeñas poblaciones serranas para trocarlas en “colonias de repoblación”, que
emergieron de la nada río abajo, cerca de Llíria y Manises. Avanzando algunos
quilómetros, a cierta distancia, se divisa el Pico del Remedio y sus antenas
vigilando en lontananza. Mientras el río
Tuéjar, bordeando la margen izquierda de la carretera, nos conduce al pueblo
que toma prestado su nombre, con su azud y sus baños, sus veraneantes y su agitada vida
estival.
Apenas
una decena de quilómetros ascendentes y nos adentramos en una pequeña meseta
salpicada de granjas y mieses medio abandonadas que conduce a Titaguas, nuestro
primer destino. Hacía tiempo que queríamos comprar uno de los mejores vinos blancos valencianos: el del Alto Turia, que se elabora con la
uva de toda la vida, la merseguera, combinada con la macabeo. La bodega Santa
Bárbara, de Titaguas, ha acertado a reencontrarse con él. Un caldo magnífico,
de apenas doce grados, que se bebe como el agua y que sienta como los bálsamos.
Un vino premiado recientemente en el evento Nariz de Oro 2014 (esperamos que no
sea para mal), del que se ha derivado la variedad ‘mersé’ (de merseguera), que elaboran
de manera parecida a como lo hacen con los tintos. Por cierto, tienen uno, denominado “Llanos de Titaguas”, que es un novísimo experimento embotellado
precipitadamente, que he dejado en casa macerándose para consumirlo en el
invierno. Creo que los doce grados y
medio que aporta la uva tempranillo con la que se elabora darán para contar la
experiencia.
Comarca Los Serranos |
Al
filo del mediodía, un aperitivo frugal, a base de “esgarrat” y vino blanco, nos
da el ánimo necesario para tomar el camino hacia La Yesa.
Apenas se avanza un quilómetro y se divisan las trece arcadas ojivales del acueducto
medieval, otra reliquia tardogótica que abastecía a la población y a sus
cultivos con las aguas de las fuentes cercanas. Pasada la pequeña localidad,
una veintena de quilómetros por la tortuosa carretera CV-345 nos conducen a
Higueruelas, atravesando barrancos y cerros coronados por aerogeneradores
gigantescos que custodian en silencio una ruta agreste y verde. A medida que
nos acercamos a la población son más evidentes las huellas de la explotación
minera, desregulada e imparable, que quiebra el paisaje y lo despoja de
vegetación, dejándolo desnudo e inerme frente a las inclemencias atmosféricas y
haciéndolo obsceno a los ojos de los viajeros. Aquí nadie repone nada. Cada vez
hay más agujeros, superficies arrasadas, espacios carentes de vegetación y montañas
de tierras descuidadas e improductivas.
Entre
esa amalgama de derrubios, la carretera discurre hasta Villar del Arzobispo. A
su entrada, el viajero recibe el mismo saludo de graneles deslavazados, de agujeros
en las montañas, de polvaredas que lo ensucian todo, en fin, de gigantescos
camiones circulando velozmente por una exigua carretera que conocen como la
palma de la mano, a fuer de transitarla miles de veces. Una vieja balsa de riego, sorprendentemente
llena de agua, da la bienvenida a la “capital” de la comarca, con apenas cuatro mil habitantes, que son una multitud para lo que se estila por estos pagos
serranos. Nos reencontramos de nuevo con el comercio, con el fragor de la gente,
con la “civilización”.
Me
viene al pelo la reflexión que hace Javier Marías en su habitual artículo del
último dominical de El País, en el que afirma que no es que el mundo haya
cambiado y que lo siga haciendo cada vez a mayor velocidad, sino que se ha
instalado una tendencia que relega inmediatamente al olvido a cuanto nos ha
precedido. Lo que hoy está de moda en muy pocos años será absolutamente
ignorado porque han desaparecido del léxico común los términos acumulación y
conservación. A lo que vamos es a que no quede rastro de lo que una vez sucedió
o se supo, ni del pasado que nos enseña que hubo tiempos que, si no mejores,
fueron distintos de los nuestros… y que podrían volver. Acaso más cuerdos y
menos mediocres. Pero no es eso lo que hoy importa porque solo interesa que en
la tierra no vivan más que los vivos, y sólo si son muy recientes. Qué lejos
queda ya la síntesis de nuestro breve paseo por la vida y el silencio, por la naturaleza
y la historia. Qué cercano se siente el abandono y la obsolescencia, lo
inhabitable de una tierra que no acepta más habitantes.
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