Hoy
debaten los tres candidatos a la secretaria general del PSOE. Una evidencia más
de la tremenda encrucijada en que se halla la socialdemocracia europea, cualquiera
que sea el contexto nacional que miremos. En España como en el Reino Unido, en Alemania,
Dinamarca, Italia o Francia atraviesa una profunda crisis, con distintas
intensidades, que confesó recientemente de manera descarnada Manuel Valls, el
primer ministro francés, ante la cúpula de su partido cuando, tras el fiasco de
las elecciones europeas, aseguró que “la izquierda puede desaparecer porque nunca
había estado tan débil en la historia de la V República”. Como ciudadano, me
preocupa bastante la crisis de una opción política que ha sido nuclear en la
construcción del estado de bienestar que ha disfrutado la sociedad occidental
en las cuatro o cinco últimas décadas.
Desde
una perspectiva histórica, es constatable el desprecio inicial de la izquierda
por la democracia liberal, al considerarla el instrumento con el que la
burguesía explotaba a la clase trabajadora. Hace pocos días, el historiador
Santos Juliá, terciando en las diatribas que han acompañado a la sucesión monárquica
en nuestro país, escribía un artículo en el que recordaba que aquí la
izquierda nunca fue partidaria de la república burguesa, sino de las
revoluciones obreras, que se consideraban el instrumento idóneo para instaurar
la dictadura del proletariado, expropiando los medios de producción a capitalistas
y burgueses. Hasta hace bien poco, nuestra izquierda, coherente con la más
rancia tradición, ha mirado siempre con suspicacia la libertad de mercado.
Sin
embargo, hace ya casi un siglo que algunas tendencias de la izquierda clásica
se deslizaron hacia lo que se ha denominado socialdemocracia, iniciando un
itinerario político que logró articular y dar visibilidad a un gran pacto entre
capital y trabajo, que tenía como principal objetivo redistribuir las rentas y
las oportunidades, dentro de un marco político y económico de carácter liberal.
La irrupción de estas posiciones socialdemócratas en las contiendas electorales
significó la presencia real de la izquierda en las democracias formales, su
acceso a los resortes del poder y la asunción de su capacidad para la
transformación social, de la misma manera que llevó implícita la aceptación de
la economía de mercado y del sistema de derecho de propiedad inherente a la
democracia liberal.
Casi
un siglo después, el núcleo identitario básico de la socialdemocracia apenas ha
cambiado, como tampoco lo ha hecho su posición en el espacio político globalizado.
A su derecha siguen estando los conservadores, los que creen que es el mercado
y no el estado quien redistribuye más eficientemente las oportunidades. Aquellos
que consideran la desigualdad un resultado racional, económicamente hablando, y,
además, éticamente aceptable. Los que afirman que el estado del bienestar que patrocinan
los socialdemócratas es un anacronismo histórico, abogando por la distribución
de las prestaciones sociales desde la perspectiva de la productividad y no
desde las situaciones particulares de la ciudadanía. A la izquierda de la
socialdemocracia se sitúan los partidos de la izquierda clásica, los que consideran
que la libertad de mercado es incompatible con el progreso social y defienden el
desmantelamiento del orden económico y político liberal. Las viejas y las
nuevas izquierdas ofrecen hoy sus programas de siempre, con ligeros toques de
maquillaje: nacionalizaciones de sectores productivos estratégicos, aislamiento
económico internacional, redistribución desligada de la producción… En suma, las
recetas socioeconómicas que han fracasado históricamente donde y cuando se han logrado
implantar. Pese a ello, resulta sorprendente comprobar, una vez más, cómo se repite
la historia: la actual crisis no solo ha revitalizado las posiciones
conservadoras (y mucho más, las ultraconservadoras) sino también las
izquierdas radicales.
En
un contexto de abrumadora desafección ciudadana hacia la política y de
escoramiento del electorado hacia los extremos del arco parlamentario, la
socialdemocracia aglutina hoy a quienes aspiran a la igualdad sin renunciar a
la libertad y, también, a quiénes se han convencido de que la economía de
mercado es imprescindible para generar la riqueza y las oportunidades que deben
redistribuirse. Probablemente se esté enfrentando a las mayores dificultades
que haya conocido jamás, que algunos atribuyen a los mercados que, mediante la
globalización, han logrado escapar al control de la urdimbre regulatoria y
redistributiva que los socialdemócratas construyeron en la segunda mitad del
siglo XX. Otros piensan que lo que ha sucedido realmente es que la socialdemocracia ha muerto "de éxito”, al haber logrado convertir a una parte sustancial de los
trabajadores, que históricamente han constituido su base electoral, en las
nuevas clases medias propietarias. Ambas razones parecen verosímiles y,
seguramente, no son excluyentes, incluso pueden estar vinculadas y
retroalimentándose mutuamente. Además, añado, la tendencia hacia la centralidad
del discurso socialdemócrata, el apoltronamiento de las organizaciones y de la
militancia, así como la desaparición del esfuerzo pedagógico y la quiebra de la
comunicación no son factores ajenos a la situación.
Estoy
de acuerdo con la corriente de pensamiento que sostiene que la socialdemocracia
tiene ante sí un reto doble y simultáneo: conseguir que las sociedades sean más
eficientes económicamente y, a la vez, más equitativas socialmente. Para ello,
economistas y teóricos de la ciencia política piensan que resulta
incuestionable acometer profundas reformas que pongan los mercados al servicio
de la redistribución y, además, un intenso cambio de las
estructuras del Estado para adaptarlas a las nuevas necesidades sociales. Coincido
con ellos cuando aseguran que enarbolar exclusivamente la bandera que
representa la redistribución de la igualdad es un argumentario absolutamente insuficiente
para lograr el triunfo electoral que necesita la socialdemocracia y la
ciudadanía.
Tal
vez una de las vías posibles para la construcción de la nueva socialdemocracia en
Europa sea el denominado “capitalismo solidario”, que hace décadas
materializaron los países escandinavos, revirtiendo su tradicional debilidad
económica y social y transformándose en las sociedades más competitivas y
solidarias del mundo. Tan es así que todavía son líderes planetarios en numerosos
indicadores de calidad de vida, como la innovación; la igualdad económica, de
oportunidades o de género; la sostenibilidad medioambiental; la ayuda al
desarrollo, etc.
Los
nórdicos aceptaron entonces lo bueno que tiene el capitalismo y, en lugar de perderse
en discusiones doctrinales, se decantaron por una especie de “tercera vía”,
mucho antes de que semejante concepto tomase carta de naturaleza y se
argumentase teóricamente. Dicho de otro modo, traicionaron flagrantemente a sus
ancestros, a la izquierda tradicional que abogaba por la muerte del sistema
capitalista. Y no hay duda de que acertaron. Solo hay que comparar los logros
de los socialdemócratas suecos en el periodo de entreguerras y lo conseguido
por sus correligionarios alemanes o españoles con sus interminables discusiones
sobre la lucha de clases. Los “colaboracionistas” suecos se consolidaron durante
décadas como el poder que construyó el estado de bienestar más generoso del
mundo, mientras alemanes y españoles vivían arrasados por los totalitarismos.
¿Quiere
eso decir que la vía nórdica es la esperanza de la socialdemocracia? No lo sé,
¡que más quisiera! Lo que parece claro es que no debe optarse por una
estrategia única y excluyente. Dada la experiencia vivida, parece que lo más
oportuno es ensayar opciones distintas, porque también sus impactos sociales son
diferentes. Por ello, de lo que sí estoy convencido es de que el inmovilismo del
modelo socialdemócrata de la Europa del sur es pernicioso. Los nórdicos han
sido más valientes e imaginativos. De hecho, no les ha temblado el pulso para,
desde la lógica de la sociedad de mercado, llevar a cabo análisis de coste-beneficio
que les han conducido a acometer la remodelación del mapa administrativo, la reducción
de los organismos públicos, la innovación en la gestión de la administración... En síntesis, a reformar un Estado burocratizado y gremialista, excesivamente
costoso e ineficiente. Y, por ello, han introducido en el funcionamiento de las
instituciones públicas la competencia regulada, no salvaje, pero sí competencia, rechazando el inmovilismo y los privilegios clasistas. Han tenido el coraje necesario para
enfrentar los intereses particulares y partidistas, supeditándolos al interés
general, del que tan falto están nuestras administraciones y organismos públicos.
En
el pensamiento progresista es una constante la afirmación de que el
capitalismo necesita del contrapeso de la solidaridad. Muchos teóricos concurren en que una economía de mercado es una receta que conduce al
colapso social si no va acompañada de un exigente reparto de la riqueza. De la
misma manera, consideran alternativamente que la solidaridad requiere un
vigoroso capitalismo. Y a los hechos me remito: ¿recuerda alguien un periodo
histórico en que haya florecido el estado del bienestar en una coyuntura económica
depresiva o recesiva?
Así
que, amigos socialdemócratas, no dediquemos mucho tiempo a las minucias (primarias, secundarias,
listas abiertas, cerradas, mixtas…) y abordemos lo esencial.
Antes que perder las energías en diatribas secundarias, aprovechémoslas para debatir y
acordar qué hacer con la economía del país, con el paro, con la fiscalidad, con
los cánceres del fraude y la corrupción,
con la reforma de la Constitución y del Estado, con la cuestión territorial y con
los nuevos canales de la redistribución de la riqueza y de las oportunidades. Y no
vale decir que primero elegimos al candidato o al jefe de la organización. Para
elegirlos debe saberse qué piensan (ellos y sus equipos de colaboradores) y qué
pretenden hacer. Lo otro son fuegos artificiales, tracas de colores que
encubren por enésima vez los intereses del statu
quo, de los poderes fácticos de siempre, del inmovilismo y de la involución.
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