lunes, 7 de julio de 2014

La socialdemocracia: de nuevo en la encrucijada.


Hoy debaten los tres candidatos a la secretaria general del PSOE. Una evidencia más de la tremenda encrucijada en que se halla la socialdemocracia europea, cualquiera que sea el contexto nacional que miremos. En España como en el Reino Unido, en Alemania, Dinamarca, Italia o Francia atraviesa una profunda crisis, con distintas intensidades, que confesó recientemente de manera descarnada Manuel Valls, el primer ministro francés, ante la cúpula de su partido cuando, tras el fiasco de las elecciones europeas, aseguró que “la izquierda puede desaparecer porque nunca había estado tan débil en la historia de la V República”. Como ciudadano, me preocupa bastante la crisis de una opción política que ha sido nuclear en la construcción del estado de bienestar que ha disfrutado la sociedad occidental en las cuatro o cinco últimas décadas.

Desde una perspectiva histórica, es constatable el desprecio inicial de la izquierda por la democracia liberal, al considerarla el instrumento con el que la burguesía explotaba a la clase trabajadora. Hace pocos días, el historiador Santos Juliá, terciando en las diatribas que han acompañado a la sucesión monárquica en nuestro país, escribía un artículo en el que recordaba que aquí la izquierda nunca fue partidaria de la república burguesa, sino de las revoluciones obreras, que se consideraban el instrumento idóneo para instaurar la dictadura del proletariado, expropiando los medios de producción a capitalistas y burgueses. Hasta hace bien poco, nuestra izquierda, coherente con la más rancia tradición, ha mirado siempre con suspicacia la libertad de mercado.

Sin embargo, hace ya casi un siglo que algunas tendencias de la izquierda clásica se deslizaron hacia lo que se ha denominado socialdemocracia, iniciando un itinerario político que logró articular y dar visibilidad a un gran pacto entre capital y trabajo, que tenía como principal objetivo redistribuir las rentas y las oportunidades, dentro de un marco político y económico de carácter liberal. La irrupción de estas posiciones socialdemócratas en las contiendas electorales significó la presencia real de la izquierda en las democracias formales, su acceso a los resortes del poder y la asunción de su capacidad para la transformación social, de la misma manera que llevó implícita la aceptación de la economía de mercado y del sistema de derecho de propiedad inherente a la democracia liberal.

Casi un siglo después, el núcleo identitario básico de la socialdemocracia apenas ha cambiado, como tampoco lo ha hecho su posición en el espacio político globalizado. A su derecha siguen estando los conservadores, los que creen que es el mercado y no el estado quien redistribuye más eficientemente las oportunidades. Aquellos que consideran la desigualdad un resultado racional, económicamente hablando, y, además, éticamente aceptable. Los que afirman que el estado del bienestar que patrocinan los socialdemócratas es un anacronismo histórico, abogando por la distribución de las prestaciones sociales desde la perspectiva de la productividad y no desde las situaciones particulares de la ciudadanía. A la izquierda de la socialdemocracia se sitúan los partidos de la izquierda clásica, los que consideran que la libertad de mercado es incompatible con el progreso social y defienden el desmantelamiento del orden económico y político liberal. Las viejas y las nuevas izquierdas ofrecen hoy sus programas de siempre, con ligeros toques de maquillaje: nacionalizaciones de sectores productivos estratégicos, aislamiento económico internacional, redistribución desligada de la producción… En suma, las recetas socioeconómicas que han fracasado históricamente donde y cuando se han logrado implantar. Pese a ello, resulta sorprendente comprobar, una vez más, cómo se repite la historia: la actual crisis no solo ha revitalizado las posiciones conservadoras (y mucho más, las ultraconservadoras) sino también las izquierdas radicales.

En un contexto de abrumadora desafección ciudadana hacia la política y de escoramiento del electorado hacia los extremos del arco parlamentario, la socialdemocracia aglutina hoy a quienes aspiran a la igualdad sin renunciar a la libertad y, también, a quiénes se han convencido de que la economía de mercado es imprescindible para generar la riqueza y las oportunidades que deben redistribuirse. Probablemente se esté enfrentando a las mayores dificultades que haya conocido jamás, que algunos atribuyen a los mercados que, mediante la globalización, han logrado escapar al control de la urdimbre regulatoria y redistributiva que los socialdemócratas construyeron en la segunda mitad del siglo XX. Otros piensan que lo que ha sucedido realmente es que la socialdemocracia ha muerto "de éxito”, al haber logrado convertir a una parte sustancial de los trabajadores, que históricamente han constituido su base electoral, en las nuevas clases medias propietarias. Ambas razones parecen verosímiles y, seguramente, no son excluyentes, incluso pueden estar vinculadas y retroalimentándose mutuamente. Además, añado, la tendencia hacia la centralidad del discurso socialdemócrata, el apoltronamiento de las organizaciones y de la militancia, así como la desaparición del esfuerzo pedagógico y la quiebra de la comunicación no son factores ajenos a la situación.

Estoy de acuerdo con la corriente de pensamiento que sostiene que la socialdemocracia tiene ante sí un reto doble y simultáneo: conseguir que las sociedades sean más eficientes económicamente y, a la vez, más equitativas socialmente. Para ello, economistas y teóricos de la ciencia política piensan que resulta incuestionable acometer profundas reformas que pongan los mercados al servicio de la redistribución y, además, un intenso cambio de las estructuras del Estado para adaptarlas a las nuevas necesidades sociales. Coincido con ellos cuando aseguran que enarbolar exclusivamente la bandera que representa la redistribución de la igualdad es un argumentario absolutamente insuficiente para lograr el triunfo electoral que necesita la socialdemocracia y la ciudadanía.

Tal vez una de las vías posibles para la construcción de la nueva socialdemocracia en Europa sea el denominado “capitalismo solidario”, que hace décadas materializaron los países escandinavos, revirtiendo su tradicional debilidad económica y social y transformándose en las sociedades más competitivas y solidarias del mundo. Tan es así que todavía son líderes planetarios en numerosos indicadores de calidad de vida, como la innovación; la igualdad económica, de oportunidades o de género; la sostenibilidad medioambiental; la ayuda al desarrollo, etc.

Los nórdicos aceptaron entonces lo bueno que tiene el capitalismo y, en lugar de perderse en discusiones doctrinales, se decantaron por una especie de “tercera vía”, mucho antes de que semejante concepto tomase carta de naturaleza y se argumentase teóricamente. Dicho de otro modo, traicionaron flagrantemente a sus ancestros, a la izquierda tradicional que abogaba por la muerte del sistema capitalista. Y no hay duda de que acertaron. Solo hay que comparar los logros de los socialdemócratas suecos en el periodo de entreguerras y lo conseguido por sus correligionarios alemanes o españoles con sus interminables discusiones sobre la lucha de clases. Los “colaboracionistas” suecos se consolidaron durante décadas como el poder que construyó el estado de bienestar más generoso del mundo, mientras alemanes y españoles vivían arrasados por los totalitarismos.

¿Quiere eso decir que la vía nórdica es la esperanza de la socialdemocracia? No lo sé, ¡que más quisiera! Lo que parece claro es que no debe optarse por una estrategia única y excluyente. Dada la experiencia vivida, parece que lo más oportuno es ensayar opciones distintas, porque también sus impactos sociales son diferentes. Por ello, de lo que sí estoy convencido es de que el inmovilismo del modelo socialdemócrata de la Europa del sur es pernicioso. Los nórdicos han sido más valientes e imaginativos. De hecho, no les ha temblado el pulso para, desde la lógica de la sociedad de mercado, llevar a cabo análisis de coste-beneficio que les han conducido a acometer la remodelación del mapa administrativo, la reducción de los organismos públicos, la innovación en la gestión de la administración... En síntesis, a reformar un Estado burocratizado y gremialista, excesivamente costoso e ineficiente. Y, por ello, han introducido en el funcionamiento de las instituciones públicas la competencia regulada, no salvaje, pero sí competencia, rechazando el inmovilismo y los privilegios clasistas. Han tenido el coraje necesario para enfrentar los intereses particulares y partidistas, supeditándolos al interés general, del que tan falto están nuestras administraciones y organismos públicos.

En el pensamiento progresista es una constante la afirmación de que el capitalismo necesita del contrapeso de la solidaridad. Muchos teóricos concurren en que una economía de mercado es una receta que conduce al colapso social si no va acompañada de un exigente reparto de la riqueza. De la misma manera, consideran alternativamente que la solidaridad requiere un vigoroso capitalismo. Y a los hechos me remito: ¿recuerda alguien un periodo histórico en que haya florecido el estado del bienestar en una coyuntura económica depresiva o recesiva?

Así que, amigos socialdemócratas, no dediquemos mucho tiempo a las minucias (primarias, secundarias, listas abiertas, cerradas, mixtas…) y abordemos lo esencial. Antes que perder las energías en diatribas secundarias, aprovechémoslas para debatir y acordar qué hacer con la economía del país, con el paro, con la fiscalidad, con los cánceres del fraude y la corrupción, con la reforma de la Constitución y del Estado, con la cuestión territorial y con los nuevos canales de la redistribución de la riqueza y de las oportunidades. Y no vale decir que primero elegimos al candidato o al jefe de la organización. Para elegirlos debe saberse qué piensan (ellos y sus equipos de colaboradores) y qué pretenden hacer. Lo otro son fuegos artificiales, tracas de colores que encubren por enésima vez los intereses del statu quo, de los poderes fácticos de siempre, del inmovilismo y de la involución.

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