jueves, 31 de julio de 2014

Dabbawalas.

Leo un anuncio en el periódico: “Los viajeros del AVE, larga distancia y trenes turísticos de Renfe podrán disfrutar de su viaje sin preocuparse por las maletas, con el nuevo servicio ‘puerta a puerta’, que tendrá un coste de veintidós euros por bulto. El servicio está disponible a partir del uno de julio en la web de Renfe, donde el viajero puede elegir el punto de recogida y de entrega de su equipaje”.

¡Qué barbaridad! Ni las maletas son lo que eran. Viajar sin maletas, olvidarse de lo propio, vivir en el límite. ¡Qué lejos queda aquel tiempo en el que se viajaba con el petate! Y en él, o en la maleta de cartón piedra y herrajes hojalatados de fantasía, todo lo que uno poseía o podía serle útil en la nueva aventura que emprendía. Allí se guardaban con esmero las dos mudas, el pantalón y la chaqueta de los domingos, las camisa y el gabán, los cuatro remedios caseros para la enfermedad, los pequeños retratos de la familia y el amuleto que aseguraría la fortuna. Aquello era el único tesoro que se poseía y lo último que se dejaría perder. Hoy todo es prescindible, efímero, intrascendente. Todo es pret a porter, de quita y pon.

Una extraña asociación de ideas (siempre digo lo mismo, pese a que tales asociaciones son tan frecuentes que no debería calificarlas así) me lleva a recordar The Lunchbox (La fiambrera), la película del director indio Ritesh Batra que se estrenó la pasada primavera en España. Una cinta romántica, ambientada en India, cuyo argumento desencadena una simple fiambrera. Se trata de una historia agridulce y romántica que nos traslada a la ciudad de Mumbai  (antigua Bombai), donde el servicio de entrega de fiambreras funciona a gran escala todos los días. Uno de los correos comete un error en la entrega de una de ellas y esa anómala circunstancia conecta a Saajan, un hombre a punto de jubilarse, y a Ila, una infeliz ama de casa. Nace así una historia de amor inusitada, tratada con ternura y sensibilidad. Una historia esperanzadora sobre la soledad y el afecto, que nos adentra en la abarrotada Mumbai y en el reparto diario de fiambreras. Ila trata de recuperar el cariño de su marido preparándole suculentos guisos, pero un traspié en la mensajería, hace que lleguen a Saajan, un hombre viudo, acostumbrado a recibir siempre la misma aburrida fiambrera que encarga en una casa de comidas. El tropiezo los une y aproxima sus solitarias historias, que son ejemplos del brutal contraste de vidas que acoge Mumbai.

El dabbawala es un empleado de una industria de servicios única. Generalmente se desplaza en bicicleta y su principal negocio es la recogida de comida recién cocinada, envasada en cestas, que transporta desde la residencia de los trabajadores o desde las empresas de servicios que les venden comidas a sus respectivos lugares de trabajo. Las cestas –dabbas- tienen ciertas marcas identificativas de colores y símbolos, que incluyen la estación de destino y la dirección donde deben ser entregadas, que permiten ordenarlas antes de depositarlas en los trenes. En cada estación las recoge un dabbawala local, que las reparte. Posteriormente, devuelven las cestas vacías usando diferentes medios de transporte.

Dabbawalas, en Mumbai.
Más de 175.000 cajas de comida son transportadas cada día por unos 5.000 dabbawalas, con una tasa de coste mínima y una puntualidad perfecta. Estudios realizados por departamentos e institutos universitarios del mundo occidental aseguran que solo hay un error por cada 6.000.000 de envíos. Tal vez por ello, ciento veinticinco años después de su nacimiento, la industria de los dabbawalas continua creciendo con una tasa del 5-10% anual, como aseguraba el New York Times en 2007. Un par de años después, The Economist apostilló que los dabbawallas son un modelo de precisión y eficiencia,  que asegura las entregas en el 99,9 % de los casos. Así que, pese a lo que ha avanzado el mundo, parece que no se conoce actividad de distribución capaz de prestar un servicio de manera tan impecable. Y lo más asombroso, lo inaudito, es que su logística no tiene sustento documental alguno, ni aseguramiento de la calidad del que preciarse. Tampoco se utiliza una sofisticada tecnología para el seguimiento de la circulación de las cajas, ni vehículos a motor para el transporte. Solo el tren de cercanías, los pushcarts (carritos), las bicicletas y el caminar.

Así que acabo preguntándome si la eficiencia del nuevo servicio de Renfe será comparable con el que prestan los dabbawalas. Y, la verdad, soy bastante escéptico. Porque ni responde al mismo concepto, ni nuestra actual circunstancia de precariedad e incertidumbre, que nos limita a una ‘ansiógena’ supervivencia diaria, es suficiente para equiparar las coyunturas. Tal vez hace demasiado tiempo que perdimos la vivencia de la fragilidad, y nos cuesta horrores reverdecerla.

A lo mejor, hay que buscar la síntesis en el nuevo concepto de economía compartida (empresas que permiten compartir piso, coche, cuidado de mascotas...) , y en el consumo colaborativo que de ella deriva, que ha crecido exponencialmente en nuestras ‘macrourbes’ digitalizadas, pobladas por ejércitos de desempleados, los llamados millennials. La generación de nuestros hijos, que saben que no accederán jamás a un trabajo vitalicio y que deberán subsistir de un rosario de ocupaciones ‘para ir tirando’, que les obligará a compaginar su rol de trabajadores con el de microempresarios que alquilan los pequeños o grandes activos que hipotéticamente hayan podido acumular a resultas de una afortunada iniciativa.

De hecho, ya han cambiado los conceptos sobre la propiedad y el consumo. La mayoría acepta que jamás tendrá casa y coche en propiedad. Afortunadamente, han aprendido a rechazar un estatus imposible porque prefieren tener libertad para moverse y organizar su vida más flexiblemente. En suma, prefieren tener acceso a los bienes que poseerlos. Se ha impuesto la tolerancia a la incertidumbre. El mundo se ha hecho mucho más pequeño y accesible. Frente a esta avalancha, académicos y legisladores están atónitos, incapaces de reaccionar. Lo que nos queda a todos es seguir viviendo para contrastar si esta revolucionaria destrucción creativa será capaz de reemplazar los negocios convencionales y, tal vez, propiciar que las personas vivamos mejor y más felices. Tiempo al tiempo.



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