Hoy, 15 de junio, se celebra el Día Mundial de Toma de Conciencia del Abuso y Maltrato en la Vejez, declarado por la ONU en 2011. Una efeméride cuyo nombre, sin más, sobresalta, aunque impresiona mucho más la magnitud de las personas afectadas, muy especialmente las confinadas en residencias, que son víctimas habituales de situaciones de maltrato, discriminación, negligencia, abuso y violencia. Un disparate que debiera abochornarnos a todos y que justifica la urgente implementación de una estrategia de gran calado para erradicarlo cuanto sea posible. La sociedad actual tiene la obligación de reflexionar sobre los problemas físicos, mentales y de salud que conlleva la vejez. No valen las excusas, ni los pretextos
Porque, por muy extraño que parezca, el maltrato a las personas de edad avanzada no está definido en normas sociales explícitas, como sucede con los menores. Está claro que importan menos que ellos. Se dirá que unos están finiquitando su vida mientras los otros la tienen casi enteramente por estrenar. Sin embargo, también podría argüirse que ambos precisan cuidados que no pueden autoprocurarse y, además, difícilmente nadie hubiésemos tenido futuro sin la concurrencia de quienes nos precedieron. Todo depende del punto de vista que se adopte. En todo caso, la detección y denuncia del maltrato a que aludo están limitadas por las normas y los valores culturales, la opacidad del gran negocio que se esconde tras la asistencia, los estereotipos, el edadismo y la premisa previa de que los achaques que conlleva la edad resultan inexorables, y lo que, en consecuencia, sucede no es susceptible de atención institucional.
Actualmente, en la Comunidad Valenciana hay 325 residencias para viejos, en las que se ofertan 27.000 plazas. Solo 73 dependen directamente de la Generalitat y cuentan con 5700 plazas. Una ridiculez. Esta realidad, es decir, la privatización, el negocio que algunos están haciendo con la deficientísima atención que se procura a los viejos, hace que lo último que cuente sea el factor humano. Aquí y ahora no prima otra cosa que no sea el beneficio económico de las empresas que gestionan la atención residencial. Ello conlleva que muchos residentes sufran desnutrición, deshidratación, humillaciones, un déficit brutal de atención sanitaria, malos tratos, allanamiento de sus derechos, mutismo, opacidad... Se han limitado tanto sus atribuciones que se regatea a los familiares el tiempo de acompañamiento o el complemento de sus cuidados, bien sacándolos a pasear, a comer o facilitándoles otras atenciones. Además, tienen vetado el acceso a la mayoría de los espacios de las residencias, y tampoco pueden revisar los armarios y pertenencias de sus mayores. Incluso en algunas se impide que los viejos se despidan de la vida acompañados por sus familiares.
Por otro lado, la propia normativa vigente es el enésimo exponente de una pandemia social gravísima, pues favorece la invisibilidad de los mayores institucionalizados en residencias, a menudo ninguneados, olvidados y maltratados. Se impone la concienciación social porque los malos tratos a los mayores aumentarán a corto plazo por causa del progresivo envejecimiento de la población y del incremento de situaciones de dependencia física y psíquica. Y ello exige políticas de movilización de recursos económicos, humanos y de toda naturaleza para cambiar el rumbo de las cosas.
Pero el asunto tiene aristas más complejas y viene de más lejos. El periodista francés Víctor Castañet ha propiciado un auténtico tsunami en su país, publicando un libro, Les fossoyeurs (Los enterradores), en el que se atreve a desentrañar las secuelas que conlleva desterrar del imaginario colectivo la vejez y la muerte. En él nos dice con voz clara que existen y que están llenas de indignidad en muchos geriátricos franceses. Y yo añado que, también, en otros españoles, portugueses, alemanes, suizos, europeos, asiáticos y de todo el mundo. Sí, estoy de acuerdo con Castañet en que hace demasiado tiempo que habitamos en la cultura de la imposibilidad, esa que pretende hacer imposible pensar, asimilar y contemplar la muerte.
La sociedad contemporánea solo acepta que morir sea exclusivamente una parcela de la ficción. Así ha sucedido y sucede en la narrativa cinematográfica y literaria. La muerte se limita a ser un mero efecto dramático, un simulacro que apenas cala en la conciencia, y menos conciencia sobre su propia problemática. Por su parte, los jóvenes rehúyen afrontar la muerte, recurriendo a todas las formas posibles de evasión. De hecho, la evasiva moderna encuentra su verdadero fundamento en la huida de la idea misma de la muerte, que es algo sobre lo que no hay que reflexionar, pues ni siquiera cabe relegarla al espacio del secreto, del mutismo o del silencio. La muerte no debe tener ningún espacio, ni manifiesto ni encubierto.
Para el mundo actual la muerte no debe ocupar otro lugar que no sea la mera ficción. Y como tal es transmitida por los medios de comunicación, que convierten las guerras en folletines visuales donde, lejos de ser una evidencia, se revela como lo ausente, o como lo que no está presente entre nosotros y ocurre siempre en otra parte. Y por si ello fuera poco, las empresas de pompas fúnebres han aprendido la lección y reducen al mínimo los ritos funerarios, que se han metamofoseado en casi ficciones minimalistas e insustanciales.
Evidentemente, todo este asunto enlaza con el tema de los geriátricos, esos sitios donde llevamos a los viejos, que antes se morían en casa, con sus familiares. Eso sucedía cuando se les respetaba y no daba miedo mirar de frente a la muerte. Así que no tiene nada de extraño que los mayores estemos hartos y nos rebelemos, peleando por cambiar las leyes de la herencia y otras cosas, para evitar los abusos de los familiares y de los propios geriátricos. Es una de las pocas defensas que nos quedan en este tiempo de insensibilidad, miseria y barbarie, aunque parezca otra cosa.
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