Alguien dijo que a veces para ver claro basta con variar la dirección de la mirada. Va para diez meses que vivimos en un estado de mirífico horror consecuencia de una coyuntura que nos ha superado como nunca. A todos: a gobernantes y ciudadanos, a individuos y colectividades, a ignorantes y científicos, a territorios, naciones, continentes y al planeta entero. Una situación que nos ha carcomido, abruptamente casi siempre y sibilinamente en ciertos casos, imponiéndonos un despótico y despiadado día a día, preñado de muertos y desgracias, que draga las mayores convicciones, que alimenta los peores miedos y que incluso parece que logrará desestabilizarnos emocionalmente y quebrar nuestras aspiraciones. Toda la superficie planetaria, con independencia de la raza o condición de sus habitantes, es presa de una brutal e ineludible aflicción que no deja indemne a nadie. Todos estamos al alcance de una pandemia que amenaza nuestro destino. Todos atravesamos una coyuntura inédita que nos hace decir a muchos que nada será igual cuando termine la pesadilla, si es que lo hace alguna vez y/o nos deja con alguna capacidad para actuar.
Empecemos por las cosas que parecen importantes, por esas que son patrimonio de unos cuantos, los próceres de la economía, que manejan el mundo a su antojo y que ahora mismo parecen tan desorientados como lo estamos los demás ciudadanos. El hoy tiene apariencia de un zoco arrebatado donde todo se trasiega, donde se compra y se vende desde lo más esencial a lo que es obscenamente superfluo. Nadie sabe hasta cuando porque ninguno alcanzamos a ver más allá de la inercia que acompaña al disparado transcurrir de la vida, que se muestra más vulnerable y efímera que nos ha parecido jamás. Si los economistas y los grandes adinerados parecen desnortados, incapaces de descifrar los derroteros que tomarán las grandes economías mundiales, si los grandes capitostes y gurús no vislumbran salidas verosímiles para la actual situación, si sus iniciativas apenas van más allá de acelerar la máquina de fabricar dinero y distribuirlo a espuertas, intentando tapar compulsivamente algunos de los enormes rotos y descosidos que ofrece la situación general, pueden imaginarse las expectativas de los ciudadanos del común, inermes frente a una situación que nos desborda recordándonos continuamente nuestra insignificancia, la ínfima y esencial condición que nos devuelve al lugar que nos corresponde en la secuencia evolutiva que ya nos explicó Darwin y que ahora se nos ofrece con toda su verdad y crudeza, encajada perfectamente en la peor de las distopías que hayamos podido imaginar.
Mientras recorremos este atroz camino que desconoce el sosiego —pues no hemos salido de un sobresalto cuando nos sorprende el siguiente— vamos dejando atrás las mejores pertenencias. Empezamos perdiendo la cercanía de propios y extraños, su compañía, sus caricias y sus abrazos. Se han esfumado las oportunidades para vernos y mirarnos despacio, sinceramente. Nos conformamos, a la fuerza, con ver las caras de las personas que queremos proyectadas en el helor de una pantalla de plasma o en la inmovilidad de cualquier fotografía. Hemos ido acumulando progresivamente toda suerte de fobias a virus y enfermedades que ahora parecen omnipresentes en cuanto nos rodea. Tememos presionar los picaportes de las puertas, cogernos a las barandillas, viajar en transporte público, entrar a comprar en los comercios o a tomar una cerveza en los bares. Nos dominan, nos agobian los miedos. Y lo que es todavía peor, ha arraigado en nosotros el miedo a los demás, una especie de disparatada heterofobia. A cualquier persona, inclusive los niños, la asociamos con una potencial amenaza. Vamos por la calle huyendo de la gente, contemplamos las avenidas y plazas como espacios amenazadores, como pesadillas que acechan taimadamente nuestra integridad. Casi imperceptiblemente la ciudad, el espacio natural de la convivencia, se ha ido transformando en el más inhóspito de los ecosistemas, en un territorio de cobardía horripilante donde todos huimos de todos.
De súbito se expande por el mundo la noticia de que pronto dispondremos de una vacuna milagrosa que desterrará definitivamente la gran amenaza. Se acabará así el tiempo del espanto. Y casi todos pensamos inmediatamente en retomar la vida donde la dejamos hace menos de un año. Aspiramos a seguir viviendo como lo hacíamos, con las mismas derivas, con las mismas quimeras, con la misma desaforada agresión a cuanto nos rodea. Casi un año de obligado recogimiento, además de para meternos el miedo en el cuerpo, ha servido para poco más. Apenas hemos aprendido nada. Somos incapaces de tomar conciencia de que ya nada será igual, de que todo ha cambiado definitivamente. Y para muestra un simple botón. Sin ir más lejos y aunque la noticia no es tal, estos días se airea la nueva amenaza que viene del norte, la mutación de la Covid19, que parece ser más contagiosa y desconocemos si más o menos peligrosa. No hemos empezado a vacunarnos contra el causante de la inicial pandemia y ya nos amenaza la siguiente. Podríamos preguntarnos por los contornos de esta nueva realidad que se nos ha echado encima aunque nadie sabe cuanto durará ni hasta donde alcanzará. Nadie estamos a salvo de ella.
Este dramático contexto impone mirar desde otras perspectivas. No podemos seguir dejándonos arramblar por una dominación mediática que nos lleva por el camino que solo interesa a un grupo reducidísimo de personas. Se impone rebelarse con determinación frente a lo presuntamente inexorable. Cuando uno se encuentra a las puertas de una catástrofe, lo aconsejable es tomar decisiones enérgicas, incluso radicales, adoptar determinaciones para intentar cambiar las reglas del juego y poner en el centro de la vida los intereses de los ciudadanos y no los de minorías que mangonean las inercias que cada vez nos amenazan más cruda y continuamente a todos.
Me parece que hoy, como nunca, debemos tomar conciencia de que llegó un tiempo de precariedad, que quizá nunca acabó de marcharse pero del que cada vez hemos sido menos conscientes. En esta estación es hasta probable que los mayores podamos erigirnos como algunos de sus principales intérpretes. Simplemente porque la edad nos hace tomar conciencia cierta de que si hoy existe mañana tal vez no amanezca. Erróneamente, tal vez llevados de nuestra propia experiencia, la gente de mi generación y la de otras más recientes hemos reiterado que así no es posible vivir. Seguramente nos equivocamos y se avecina un tiempo diferente, en el que cambiarán los sueños y los proyectos, en el que todo será más efímero, en el que es probable que cada mañana represente una oportunidad para disfrutar de aquello que quizá no vuelva a repetirse. Un tiempo en el que nada está asegurado ni es definitivo, en el que nada nos pertenece ni a los poderosos ni a los parias. Un tiempo que nos iguala, que nos hace de nuevo humanos porque estimula la intensidad de una existencia irrepetible y a la vez efímera, que es tan valiosa como insignificante. Tal vez hemos perdido demasiado tiempo y, definitivamente, se impone cambiar la dirección de la mirada.
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