Han pasado siete meses, doscientos dieciocho días exactamente, desde que escribí la última «no-crónica» de la amistad. Transcurrido más de medio año seguimos sin estar juntos, sin abrazarnos y sin nada especial que celebrar, excepción sea hecha de asunto tan esencial y previo en la inaudita situación que atravesamos como es que todos sigamos vivos e indemnes, pese a lo que viene cayendo desde entonces, y aún antes. ¡Y ello no es poco, ni magro!
Faro del Cabo de la Huerta
Como probablemente ninguna otra infección lo ha hecho en el pasado,
da igual el rincón del mundo que se tome como referencia, la dichosa pandemia
de la Covid19 ha alterado las vidas, trastocándolo todo y amenazándonos a cada uno
de nosotros. No solo condiciona
a millones de personas en todos los continentes sino que ha logrado paralizar la
economía de buena parte del planeta, inoculándonos el miedo y sumiéndonos en la
desgana y hasta en la indolencia.
Un año después de la identificación de los primeros casos, todavía existen más incógnitas que certezas sobre el virus y la efectividad de las respuestas que han articulado los sistemas sanitarios en los distintos países, que siguen apremiados por el colapso pese a los confinamientos generalizados y las expectativas que generan las vacunas y los medicamentos paliativos, resultado de trabajos diligentes y compartidos como jamás ha conocido la ciencia.
Estoy convencido de que la humanidad no volverá a ser igual cuando esta pandemia se supere. La Covid19 ha desnudado la insuficiencia de los mecanismos sociales disponibles para salvar algo tan preciado como la vida de las personas, ha destapado la ineficiencia de la respuesta que pueden dar hoy los países más ricos del mundo a una situación epidemiológica con tantos antecedentes en la historia de la humanidad, tercamente ignorados siglo tras siglo. Tal vez deberíamos preguntarnos para qué sirve la enormidad de las fortunas que amasan ciertas personas y corporaciones si no les alcanzan siquiera para preservar sus propias vidas. Me parece que las ciencias sociales tienen mucho que reflexionar sobre lo que está sucediendo y otro tanto que aportar a las prospectivas para reorientar el futuro de la humanidad.
La Covid19 está incidiendo notoriamente sobre nuestra salud mental. Se nos multiplican los achaques, padecemos trastornos del sueño, nos agobia la ansiedad, nos embarga la tristeza y hasta contrastamos a ratos que somos incapaces de afrontar una realidad que nos desborda y que rehusamos. Tal vez, como ha dicho Emilio Lledó, cuando todo son preguntas y miedo, la filosofía, el más esencial y tal vez uno de los más postergados saberes, puede volver a ser un faro que alumbre nuevos caminos o desvele algunos de los más antiguos.
Ojalá que esta locura que nos asedia concluya en algo realmente positivo. Ojalá que ayude a que maduremos como sociedad. Probablemente no se trate de aspirar a ser mejores porque tal anhelo conlleva un sesgo moralista que no corresponde; por el contrario, me parece que debemos porfiar por reencontrarnos con algunos de los elementos que aseguran el bien común. Así pues, tal vez deberíamos insistir más en reivindicar la urgencia de cuidar los servicios públicos. Quisiera que esto fuera así, pero me preocupa que la pandemia sirva en cambio para ocultar calamidades gravísimas, como el deterioro de la educación y del conocimiento con las consecuencias que se derivan de ello.
Más allá de las conductas desajustadas de un porcentaje de ciudadanos poco significativo, tengo esperanza en que la «inmensa mayoría», como decía Blas de Otero, logremos reformularnos las preguntas propias de las mentes libres: quién nos dice la verdad, quién nos engaña, quién quiere manipularnos. Es clave fomentar y cultivar la inteligencia crítica, especialmente en un contexto desdibujado por la desinformación, las mentiras y el populismo. Debemos permanecer alerta para que nadie aproveche lo vírico para mantenernos en la indecencia de las tinieblas. Sobrecoge ver el poder que llegan a alcanzar en el mundo actual personas disparatadas. Frente a tamaño desatino espero que la humanidad vuelva a ilusionarse con los viejos ideales que tantas dificultades removieron en el pasado: la verdad, la justicia, la bondad, la belleza o la coherencia de las vidas de algunas personas, que recordamos porque nos enorgullecen en lugar de avergonzarnos.
Ya no es posible desligar la salud y el bienestar de los seres humanos de la salubridad del planeta. Por sí mismo el crecimiento económico no garantiza la salud de una determinada población. Se impone dar prioridad a la innovación y al desarrollo para asegurar que las personas disfruten de una vida saludable, dando preferencia a la salud de los más vulnerables. Las políticas en pro de la salud y la justicia social benefician a todos. Fortalecer la buena gobernanza es trabajar por hacerlas efectivas. En ello creo y ello espero. Como dice Blas de Otero (con mis excusas por este burdo remedo): “Yo doy todos mis renglones por un hombre... Aquí tenéis, en carne y hueso, mi (pen)última voluntad. En Alicante, a veintitrés de noviembre de dos mil veinte”.
No hay comentarios:
Publicar un comentario