martes, 15 de septiembre de 2020

Navegando la perplejidad

De nuevo tomo conciencia de que entre la ignorancia y la certeza, entre el escepticismo y la persuasión, se extiende el territorio de la perturbación, un estadio que he transitado en profusas ocasiones. Hoy mismo me ha vuelto a aturdir su circunspecta sutilidad cuando he visualizado la vaporosa apariencia del juego de prioridades y propósitos, el prontuario de dilemas y sentimientos encontrados que han jalonado mi vida, que no es sino la síntesis de los acicates y coartadas que han sustentado mi pulsión existencial lustro tras lustro, década tras década.

También hoy, como otras veces, he contemplado mi imagen reflejada en un ficticio y sutil espejo que me ha devuelto un semblante vetusto, entre confuso y melancólico, como el que acompaña a quienes ventean postreras contrariedades. Son destellos que me zarandean con indisimulada saña, cada vez más asiduamente, recordándome, inmisericordes, que se esfuman los años, que se me ha echado encima la edad. Me advierten de la finalización del trayecto. Son ráfagas que iluminan un silencio eléctrico, paralizante, que me hace caer en la cuenta de que con suerte me resta una década de tránsito razonable por estos pagos, eso suponiendo, claro está, que mi biología responda al estándar que agoreros y estadísticos atribuyen a los habitantes del paraíso ibérico, Covid-19 mediante.

Cuando esto me sucede, mientras despido un prolongado suspiro o profiero uno de mis recurrentes improperios trato de autoimponerme la calma, bien recurriendo al método de la cotidianeidad o bien acudiendo a la presumible eficacia del esclarecimiento. Incluso intento adentrarme, vanamente, en el territorio del entusiasmo, que en esas ocasiones se revela como recurso especialmente inadecuado. Mi esfuerzo resulta infructuoso frente al dictado implacable de la lucidez. Descubro así la perplejidad en cada uno de los pasos que me llevan del vacío a la ilusión, en todas las acrobacias que me transportan desde lo deseado a lo posible. Busco la mejor ocurrencia buceando en la incertidumbre activa que me autoimpongo, que me asedia o… ¿qué se yo? La efervescente complejidad que me rodea, la paradójica relación entre mi individualidad y lo otro, lo múltiple, me conduce inevitablemente a la perplejidad. Y suelo encontrar en ella la tabla de salvación que me rescata porque supone una venturosa manera de enfrentar el mundo y de pensarlo. En absoluto me parece que represente un estado de confusión. Probablemente sin perplejidad no es posible aprender porque deviene improbable la estimulación de nuevas ocurrencias. Quizás por ello a veces la temo tanto, pese a lo mucho que la ansío otras.

No sé si es cosa de la edad –me temo que algo de ello habrá– pero me sorprenden las coincidencias que contrasto con otros coetáneos. Sin ir más lejos con John Carling, un periodista británico afincado desde hace años en Barcelona al que suelo leer, que refería en su última columna de opinión para La Vanguardia algunos retazos de la conversación que había trabado durante una comida con un amigo inglés, residente como él en España, que también confesaba estar viviendo la sesentena con creciente perplejidad. Refería que, tras una larga digresión acerca de cómo la vieja moralidad y los considerados hechos objetivos sucumben frente a los nuevos dogmas y formas de ver el mundo, su amigo especulaba sobre que quizá había llegado a nuestras generaciones la hora de rendirse, de decir adiós y morir. Desde luego concuerdo en que el enmarañado mundo actual se transforma vertiginosamente y en que asistimos a una especie de reedición de las invasiones bárbaras que están arramblando con las convenciones de la llamada civilización occidental, imponiendo nuevas fronteras que carecen de límites y de concreción alguna. Se impone universalmente la primacía de la espectacularidad, la mengua del esfuerzo, la desgana por lo no placentero, la prevalencia de lo superficial frente a lo profundo, y de lo colectivo frente a lo individual. Proliferan las redes, el movimiento, la comunicación, la conectividad, lo líquido. Y paradójicamente en todos los nuevos escenarios subyace la invariante de la perplejidad.

Probablemente desde la perplejidad que le induce la idiotez de algunas de las mencionadas corrientes planetarias Carling propone resistir a las recientes y absurdas modas anglosajonas (Trump, Johnson…), haciendo votos porque se demore su llegada a estos pagos –cosa bastante improbable, matizo– y apostando por vivir entretanto en una suerte de territorio burbuja en el que todavía prevalecen quienes se resisten a opinar, como si fuera normal, que el blanco es negro y que el negro es blanco, que el gordo es flaco y que robar no es un crimen sino una expresión de amor por la humanidad.

Personalmente, además de todo lo anterior, me inquieta la vida indecente, me desasosiega la expectativa de malvivir fuera de los límites naturales de la biología. Me incomoda extremadamente imaginarme deslizándome cansinamente por el territorio de la dependencia, exteriorizando involuntaria y obscenamente la intimidad y las manías más inconfesables. Es entonces cuando imagino el otro lado del espejo, ese espacio que esconde el azogue desde donde fluye la incertidumbre, se forja la complejidad, se alimenta la perplejidad… y todo regresa al principio.

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