domingo, 5 de abril de 2015

Pioneros.

Alboreaban los cincuenta cuando nací en una pequeña población agrícola de la montaña valenciana con apenas mil trescientas almas, donde la única perspectiva vital que se nos ofrecía era la dedicación a las tareas agrícolas, como venía sucediendo secularmente. Niños y chavales íbamos unos años a la escuela, hasta que alcanzábamos las fuerzas justas para arrimar el hombro provechosamente a las tareas laborales. Con la adolescencia recién estrenada, la mayoría ayudábamos en las faenas agrícolas, bien colaborando directamente con nuestros padres y madres, que porfiaban afanosamente para arrancarles a aquellas agrestes tierras el escasísimo rendimiento que producen, bien sirviendo como braceros a terceros y aportando el ínfimo salario a la precaria renta familiar, que alcanzaba malamente para atender las más elementales necesidades y que dependía mucho más de lo deseable del trueque y de los empréstitos, que eran las soluciones habituales para conseguir los víveres necesarios para sobrevivir. A las chicas les sucedía lo mismo, aunque generalmente un poco después. Algunas conseguían concluir la escolaridad obligatoria y permanecían en la escuela hasta los 13 ó 14 años. Sin embargo, la mayoría debían abandonarla también precipitadamente para ayudar en casa a sus progenitoras y colaborar con sus padres y familiares en las tareas del campo, particularmente en las épocas de recolección de las cosechas. Así pues, casi nadie tenía la oportunidad de estudiar porque ni las familias tenían recursos, ni existía en el pueblo institución donde hacerlo.

Alumnos de Radio ECCA tomando clases por radio.
La primera generación nacida tras la Guerra Civil que abordó el estudio como tal fue la precedente a la mía. Algunos de quienes la integran empezaron a cursar el bachillerato, no individualmente y de manera testimonial –como alguna persona aislada lo había hecho previamente -, sino colectivamente, como una ‘minicohorte’ de muchachos cuyas familias decidieron que estudiaran el bachiller elemental, eso sí, de manera sui generis. ¿Por qué tomaron tal determinación? Lo desconozco. Cuatro son las personas que tengo asociadas a esa aventura pionera: Paco “el Guerra”, Gerardo Torres, “Juanchán” y Pepe “el Portugués”. Así los conocemos en el pueblo: algunos por sus nombres y la mayoría por sus apodos. La verdad, he de confesar que desconozco su filiación completa. Estos cuatro muchachos tomaban una especie de clases particulares durante las tardes-noches en casa de un maestro depurado, Gerardo Torres, conocido por todos como el “tío Patito”. Una persona, ya fallecida, de la que apenas tengo referencias, que da nombre a una pequeña plazoleta del pueblo y que debió ser expulsado del Magisterio como consecuencia de su pertenencia al bando republicano. Seguramente, como tantos otros miles de maestros y profesores, cometió el “delito” de estar donde debía, haciendo lo que correspondía o, simplemente, lo que le ordenaron. Supongo que sufriría algún tormento carcelario, y aún así puede parecer que le acompañó “la suerte” porque logró dedicarse a ser agricultor, ejerciendo de labrador durante el día y practicando su auténtica profesión por las noches, enseñando las materias del bachillerato a estos cuatro muchachos (uno de ellos, su propio hijo) y solfeo a los educandos de la banda de música, de la que era miembro.

Entonces yo era un chaval con siete u ocho años. Recuerdo que asistí como oyente a alguna de sus clases de solfeo, que hube de abandonar cuando marché a Chiva para estudiar el bachiller. En el batiburrillo que tenía en su casa aquél hombre que apenas llegué a conocer se simultaneaban los agrupamientos flexibles y el aprendizaje multidisciplinar: mientras unos aprendían ‘solfa’, otros recitaban de memoria, cual letanías, los nombres de los países y capitales centroafricanos, algunos de los cuales ni siquiera existen hoy, pero que recuerdo “de oídas”, tales como Bechuanalandia, el Congo Belga, Rhodesia, Mauricio, Ascensión, Santa Elena…, ristras interminables que aquellos pobres muchachos repetían como loros. Seguramente, porque debían dar buena cuenta de ello cuando concurrían a los exámenes libres en el Instituto Luis Vives, de Valencia, que también tuve el honor de frecuentar años después, para hacer lo mismo.

Ellos fueron los pioneros en el pueblo, quienes nos abrieron camino a la siguiente generación, la del baby boom de los años 50, que seguimos la senda que iniciaron, aunque recorriéndola en otras localidades o en la capital, donde había centros en los que estudiar. Lo cierto es que mi familia emigró del pueblo a mediados de los sesenta y apenas tuve oportunidad de seguir las trayectorias de estas gentes precursoras. Yo creo que la mayoría acabaron el bachillerato y se incorporaron a la actividad laboral. Aunque al menos uno de ellos, Juanchán, sé que concluyó la carrera de Medicina y creo que ha desarrollado su trayectoria profesional en la sanidad militar. Sé también que Gerardo Torres fue diputado socialista por Teruel bastantes legislaturas. A Pepe el Portugués lo veo en el pueblo de vez en cuando y, por lo que aprecio a simple vista, no parece que le haya ido mal la vida. Como le ha sucedido también a Paco el Guerra, con quien hablo más a menudo y que es un caso aparte. Es persona que seguramente no emprendió estudio universitario alguno pero que tiene un bagaje de autoaprendizaje tan enorme que ha desempeñando tareas de gran especialista, como si hubiese concluido varios másteres universitarios. Por eso se lo han disputado numerosas y cualificadas empresas, como la factoría Ford, de Almussafes, en la que ha trabajado bastantes años. Ciertamente, Paco es un caso singular, que merece una entrada específica en este blog. Intentaré anotarla otro día.

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