Alboreaban los cincuenta cuando nací en una pequeña población agrícola de la montaña
valenciana con apenas mil trescientas almas, donde la única perspectiva vital que
se nos ofrecía era la dedicación a las tareas agrícolas, como venía sucediendo
secularmente. Niños y chavales íbamos unos años a la escuela, hasta que alcanzábamos
las fuerzas justas para arrimar el hombro provechosamente a las tareas
laborales. Con la adolescencia recién estrenada, la mayoría ayudábamos en las faenas
agrícolas, bien colaborando directamente con nuestros padres y madres, que porfiaban
afanosamente para arrancarles a aquellas agrestes tierras el escasísimo
rendimiento que producen, bien sirviendo como braceros a terceros y aportando el
ínfimo salario a la precaria renta familiar, que alcanzaba malamente para
atender las más elementales necesidades y que dependía mucho más de lo deseable
del trueque y de los empréstitos, que eran las soluciones habituales para
conseguir los víveres necesarios para sobrevivir. A las chicas les sucedía lo
mismo, aunque generalmente un poco después. Algunas conseguían concluir la
escolaridad obligatoria y permanecían en la escuela hasta los 13 ó 14 años. Sin
embargo, la mayoría debían abandonarla también precipitadamente para ayudar en
casa a sus progenitoras y colaborar con sus padres y familiares en las tareas
del campo, particularmente en las épocas de recolección de las cosechas. Así
pues, casi nadie tenía la oportunidad de estudiar porque ni las familias tenían
recursos, ni existía en el pueblo institución donde hacerlo.
Alumnos de Radio ECCA tomando clases por radio. |
La
primera generación nacida tras la Guerra Civil que abordó el estudio como tal fue
la precedente a la mía. Algunos de quienes la integran empezaron a cursar el
bachillerato, no individualmente y de manera testimonial –como alguna persona
aislada lo había hecho previamente -, sino colectivamente, como una ‘minicohorte’
de muchachos cuyas familias decidieron que estudiaran el bachiller elemental,
eso sí, de manera sui generis. ¿Por
qué tomaron tal determinación? Lo desconozco. Cuatro son las personas que tengo asociadas a esa aventura
pionera: Paco “el Guerra”, Gerardo Torres, “Juanchán” y Pepe “el Portugués”.
Así los conocemos en el pueblo: algunos por sus nombres y la mayoría por sus
apodos. La verdad, he de confesar que desconozco su filiación completa. Estos
cuatro muchachos tomaban una especie de clases particulares durante las tardes-noches
en casa de un maestro depurado, Gerardo Torres, conocido por todos como el “tío
Patito”. Una persona, ya fallecida, de la que apenas tengo referencias, que da
nombre a una pequeña plazoleta del pueblo y que debió ser expulsado del Magisterio como consecuencia de su pertenencia al bando republicano. Seguramente, como tantos otros miles de maestros y profesores, cometió el “delito” de estar donde debía, haciendo lo que
correspondía o, simplemente, lo que le ordenaron. Supongo que sufriría algún tormento
carcelario, y aún así puede parecer que le acompañó “la suerte” porque logró dedicarse
a ser agricultor, ejerciendo de labrador durante el día y practicando su auténtica
profesión por las noches, enseñando las materias del bachillerato a estos
cuatro muchachos (uno de ellos, su propio hijo) y solfeo a los educandos de la
banda de música, de la que era miembro.
Entonces
yo era un chaval con siete u ocho años. Recuerdo que asistí como oyente a alguna
de sus clases de solfeo, que hube de abandonar cuando marché a Chiva para
estudiar el bachiller. En el batiburrillo que tenía en su casa aquél hombre que apenas llegué a conocer se simultaneaban los agrupamientos flexibles y el aprendizaje
multidisciplinar: mientras unos aprendían ‘solfa’, otros recitaban de memoria,
cual letanías, los nombres de los países y capitales centroafricanos, algunos
de los cuales ni siquiera existen hoy, pero que recuerdo “de oídas”, tales
como Bechuanalandia, el Congo Belga, Rhodesia, Mauricio,
Ascensión, Santa Elena…, ristras interminables que aquellos pobres muchachos repetían
como loros. Seguramente, porque debían dar buena cuenta de ello cuando
concurrían a los exámenes libres en el Instituto Luis Vives, de Valencia, que
también tuve el honor de frecuentar años después, para hacer lo mismo.
Ellos
fueron los pioneros en el pueblo, quienes nos abrieron camino a la siguiente
generación, la del baby boom de los
años 50, que seguimos la senda que iniciaron, aunque recorriéndola en otras localidades
o en la capital, donde había centros en los que estudiar. Lo cierto es
que mi familia emigró del pueblo a mediados de los sesenta y apenas tuve
oportunidad de seguir las trayectorias de estas gentes precursoras. Yo creo que
la mayoría acabaron el bachillerato y se incorporaron a la actividad laboral. Aunque
al menos uno de ellos, Juanchán, sé que concluyó la carrera de Medicina y creo
que ha desarrollado su trayectoria profesional en la sanidad militar. Sé también
que Gerardo Torres fue diputado socialista por Teruel bastantes legislaturas. A
Pepe el Portugués lo veo en el pueblo de vez en cuando y, por lo que aprecio a
simple vista, no parece que le haya ido mal la vida. Como le ha sucedido
también a Paco el Guerra, con quien hablo más a menudo y que es un caso aparte.
Es persona que seguramente no emprendió estudio universitario alguno pero que
tiene un bagaje de autoaprendizaje tan enorme que ha desempeñando tareas de gran
especialista, como si hubiese concluido varios másteres universitarios. Por eso
se lo han disputado numerosas y cualificadas empresas, como la factoría Ford,
de Almussafes, en la que ha trabajado bastantes años. Ciertamente, Paco es un
caso singular, que merece una entrada específica en este blog. Intentaré
anotarla otro día.
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