Anteayer
volví a Xixona. Hacía bastantes años que no estaba por allí. Yo diría que al
menos una década, quizá más. Para compensar esa ausencia tampoco está nada mal
realizar dos viajes en el mismo día, que es lo que acabé haciendo.
Por
la mañana quedé con Manolo Marco a eso de las 9:30 h., para montar la
exposición “100 Artistas Solidarios” que, en su periplo provincial, recala allí
durante este mes de junio. En el Teatret, la antigua iglesia del conjunto
monástico erigido durante los siglos XVII y XVIII. Es una pequeña construcción,
con nave única, capillas laterales y decoración barroca compuesta con motivos
vegetales y angelotes. A lo largo de la historia, ese espacio ha tenido
diversos usos, siendo actualmente sala de exposiciones, conciertos y
conferencias. Terminamos alrededor de las dos y, después de tomar el aperitivo,
regresamos a Alicante porque no tenía sentido esperar allí hasta las siete de
la tarde, hora fijada para la inauguración.
En
este primer desplazamiento, llevado de mi natural querencia, inicié el trayecto
por la carretera de San Vicente, bordeando la Colonia Santa Isabel hasta la entrada del Palamó y, desde allí,
viré a la izquierda para enlazar con la carreterita que, contorneando Santa Faz
y Tángel, conduce al suroeste de Mutxamel.
Desde allí, atravesé el pueblo y enfilé hacia Xixona por la antigua nacional
340, que ahora denominan CV 800, la carretera de toda la vida. Era temprano y
el cielo aparecía ensombrecido por nubes bajas, que no dificultaban la visión
pero enmascaraban el paisaje.
Atravesé
el lecho del rio Monnegre, ese leve mantillo de agua que refleja la coloración
de las calizas negras por las que discurre (que dan nombre a ese tramo de su
curso), y enfilé las primeras curvas que conducen a los repechos rectilíneos
que se adentran en el paisaje. Volvió a estremecerme la esterilidad de las
tierras, tiznadas de un color insolentemente pardo y prácticamente desprovisto
de cualquier excrecencia vegetal, salvo algunas hileras de olivos y algarrobos
moribundos. Un panorama lleno de brozas y trochas uniformemente terrosas, que
apenas se singularizan por los leves matices de su tonalidad. Una tierra
desollada, casi yerma, que hizo exclamar a mi padre cuando la vimos por primera
vez: "Chiquillos, hemos venido al desierto”.
Absorto
en la contemplación de la estepa, casi sin percibirlo, empiezas a divisar las primeras
construcciones industriales que integran los pequeños polígonos que se
extienden en la margen izquierda del río. Sin darte cuenta, estás recorriendo la
circunferencia que describe la famosa curva de ‘la paella’ y enfilando las
cuestas que conducen al pueblo. Después es fácil encontrar la plaza del
convento y el Teatret: una agradabilísima sorpresa, un espléndido espacio
recuperado que acoge buena parte de la actividad cultural de Xixona.
La
vuelta a Alicante la hice recorriendo inversamente el trayecto de ida hasta
cruzar el río. En ese punto, en lugar de virar a la derecha seguí en dirección
a la A 7, que me llevó directamente a la ciudad a través de la ronda de
circunvalación.
Regresé a Xixona a las 18:30. Deshice el trayecto del mediodía y llegué temprano. Tuve
tiempo de hacer unas fotografías de la exposición y de departir amigablemente
con el conserje –por cierto, hijo de un represaliado de la Dictadura– que ya
tenía todo dispuesto para la inauguración. Tras algunos minutos de espera, empezaron
a llegar autoridades y visitantes y, finalmente, se inició el acto, que se
desarrolló en un ambiente distendido y cómplice, amistoso y grato.
No
podía concluir la visita sin degustar el magnífico “gelat xixonenc”. Así que por
la avenida de la Constitución nos dirigimos a una conocida horchatería, en la
que disfrutamos de tan excelso refrigerio. Desde allí, volvimos a donde
habíamos dejado los coches y emprendimos el viaje de regreso cuando el día
despedía sus últimas luces. Atravesé las calles teñidas de las
tonalidades ámbar que proyectaban las farolas que entonces se encendían.
Rápidamente alcancé la carretera y me lancé cuesta abajo a buscar ‘la paella’.
Perdidos
del horizonte los reflejos de la luz artificial, divisé un paisaje casi de
tiniebla: el escenario fantasmagórico de la estepa cuando cae la noche. Un
territorio habitado por esqueletos desmembrados de árboles pretéritos que,
muertos ya, apenas se sostienen con las raíces hundidas en calveros y rubiales.
El paisaje es el mismo en todas las direcciones. Apenas hay señales de vida. Con
la caída del sol, la tierra parece sacudirse el sufrimiento que le
infringe cada día. Detengo el coche en la cuneta y me apeo. Me aparto de la
carretera y huelo el olor a hierba seca y a tierra quemada. Me envuelve y casi me conmociona la soledad y casi la nada. Huelo el lejano perfume de una
mata de cantueso que sobrevive en el secarral. Cierro los ojos e imagino otro
tiempo, en el que estas tierras, a pesar
de su escasez de materias orgánicas, eran fértiles y hasta ubérrimas,
irrigadas por aguas del subsuelo recogidas en azudes y pantanos que las hacían
feraces. Al poco, me solivianta el estrépito de unos bocinazos. Abro los ojos,
deshago la senda y vuelvo a la carretera. Me espera la tierra incógnita.
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