domingo, 8 de junio de 2014

Xixona.

Anteayer volví a Xixona. Hacía bastantes años que no estaba por allí. Yo diría que al menos una década, quizá más. Para compensar esa ausencia tampoco está nada mal realizar dos viajes en el mismo día, que es lo que acabé haciendo.

Por la mañana quedé con Manolo Marco a eso de las 9:30 h., para montar la exposición “100 Artistas Solidarios” que, en su periplo provincial, recala allí durante este mes de junio. En el Teatret, la antigua iglesia del conjunto monástico erigido durante los siglos XVII y XVIII. Es una pequeña construcción, con nave única, capillas laterales y decoración barroca compuesta con motivos vegetales y angelotes. A lo largo de la historia, ese espacio ha tenido diversos usos, siendo actualmente sala de exposiciones, conciertos y conferencias. Terminamos alrededor de las dos y, después de tomar el aperitivo, regresamos a Alicante porque no tenía sentido esperar allí hasta las siete de la tarde, hora fijada para la inauguración.

En este primer desplazamiento, llevado de mi natural querencia, inicié el trayecto por la carretera de San Vicente, bordeando la Colonia Santa Isabel  hasta la entrada del Palamó y, desde allí, viré a la izquierda para enlazar con la carreterita que, contorneando Santa Faz y Tángel, conduce al suroeste de  Mutxamel. Desde allí, atravesé el pueblo y enfilé hacia Xixona por la antigua nacional 340, que ahora denominan CV 800, la carretera de toda la vida. Era temprano y el cielo aparecía ensombrecido por nubes bajas, que no dificultaban la visión pero enmascaraban el paisaje.

Atravesé el lecho del rio Monnegre, ese leve mantillo de agua que refleja la coloración de las calizas negras por las que discurre (que dan nombre a ese tramo de su curso), y enfilé las primeras curvas que conducen a los repechos rectilíneos que se adentran en el paisaje. Volvió a estremecerme la esterilidad de las tierras, tiznadas de un color insolentemente pardo y prácticamente desprovisto de cualquier excrecencia vegetal, salvo algunas hileras de olivos y algarrobos moribundos. Un panorama lleno de brozas y trochas uniformemente terrosas, que apenas se singularizan por los leves matices de su tonalidad. Una tierra desollada, casi yerma, que hizo exclamar a mi padre cuando la vimos por primera vez: "Chiquillos, hemos venido al desierto”.

Absorto en la contemplación de la estepa, casi sin percibirlo, empiezas a divisar las primeras construcciones industriales que integran los pequeños polígonos que se extienden en la margen izquierda del río. Sin darte cuenta, estás recorriendo la circunferencia que describe la famosa curva de ‘la paella’ y enfilando las cuestas que conducen al pueblo. Después es fácil encontrar la plaza del convento y el Teatret: una agradabilísima sorpresa, un espléndido espacio recuperado que acoge buena parte de la actividad cultural de Xixona.

La vuelta a Alicante la hice recorriendo inversamente el trayecto de ida hasta cruzar el río. En ese punto, en lugar de virar a la derecha seguí en dirección a la A 7, que me llevó directamente a la ciudad a través de la ronda de circunvalación.

Regresé a Xixona a las 18:30. Deshice el trayecto del mediodía y llegué temprano. Tuve tiempo de hacer unas fotografías de la exposición y de departir amigablemente con el conserje –por cierto, hijo de un represaliado de la Dictadura– que ya tenía todo dispuesto para la inauguración. Tras algunos minutos de espera, empezaron a llegar autoridades y visitantes y, finalmente, se inició el acto, que se desarrolló en un ambiente distendido y cómplice, amistoso y grato.

No podía concluir la visita sin degustar el magnífico “gelat xixonenc”. Así que por la avenida de la Constitución nos dirigimos a una conocida horchatería, en la que disfrutamos de tan excelso refrigerio. Desde allí, volvimos a donde habíamos dejado los coches y emprendimos el viaje de regreso cuando el día despedía sus últimas luces. Atravesé las calles teñidas de las tonalidades ámbar que proyectaban las farolas que entonces se encendían. Rápidamente alcancé la carretera y me lancé cuesta abajo a buscar ‘la paella’.

Perdidos del horizonte los reflejos de la luz artificial, divisé un paisaje casi de tiniebla: el escenario fantasmagórico de la estepa cuando cae la noche. Un territorio habitado por esqueletos desmembrados de árboles pretéritos que, muertos ya, apenas se sostienen con las raíces hundidas en calveros y rubiales. El paisaje es el mismo en todas las direcciones. Apenas hay señales de vida. Con la caída del sol, la tierra parece sacudirse el sufrimiento que le infringe cada día. Detengo el coche en la cuneta y me apeo. Me aparto de la carretera y huelo el olor a hierba seca y a tierra quemada. Me envuelve y casi me conmociona la soledad y casi la nada. Huelo el lejano perfume de una mata de cantueso que sobrevive en el secarral. Cierro los ojos e imagino otro tiempo, en el que estas tierras, a pesar de su escasez de materias orgánicas, eran fértiles y hasta ubérrimas, irrigadas por aguas del subsuelo recogidas en azudes y pantanos que las hacían feraces. Al poco, me solivianta el estrépito de unos bocinazos. Abro los ojos, deshago la senda y vuelvo a la carretera. Me espera la tierra incógnita.

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