martes, 10 de junio de 2014

Pepe Orts.

Empecé a tratar a José Pérez Orts el año 1973, cuando realizaba las prácticas de un curso de Pedagogía Terapéutica. Entonces, el mundo de la profesión y sus amigos lo conocían como Pepe Orts. Me pareció una persona extremadamente educada, cordial y ‘muy puesta’ en lo que hacía. Un profesional que desentonaba de las características del entorno en que desempeñaba su labor educativa: un centro de atención a personas con discapacidad, que mostraba en todas sus dimensiones la penuria e indignidad en que entonces se desenvolvían. Sus usuarios eran niños y adolescentes que sus autoculpabilizadas familias escondían en sus casas, ofreciéndoles una vida casi de clausura que solamente quebraban para llevarlos al colegio, huérfanos como estaban de cualquier ayuda institucional y de la solidaridad ciudadana. Las instalaciones en que se les atendía eran unas exiguas estancias de un vetusto chalé en Ciudad Jardín, el barrio remedo de la Ciudad Lineal madrileña, venido a menos casi desde su trazado y que, por unas y otras circunstancias, todavía sigue allí, ensimismado y casi agotado, como sus devotos habitantes.

Siempre me quedará la duda de si Pepe sabía exactamente lo que hacía. Aún hoy, me parece tan excepcional su trabajo que sigo dudando de que fuese plenamente consciente de la trascendencia de aquella extraordinaria ‘orquesta’ que componía cada jueves con un grupo de 40 ó 50 niños discapacitados. Sigo preguntándome cómo lograba que aquellos muchachos que apenas alcanzaban a pronunciar sencillas frases, a realizar elementalísimas tareas escolares o satisfacer sus necesidades más primarias soñasen cada semana con la tarde del jueves y, lo que es más, que llegado el momento actuasen con la ‘profesionalidad’ que lo hacían. Todavía se me eriza el vello cuando recuerdo cómo interpretaban su insólita –y para siempre olvidada- versión de la Obertura 1812, deTchaikovsky. 

A veces, sin imaginarlo y hasta sin pretenderlo, somos protagonistas de empresas extraordinarias por su originalidad e innovación. Hace años que Pepe nos dejó, temprana e injustamente, arrancado de una vida intelectualmente inquieta que desgranó entre la docencia, la música vocacional y el aprendizaje del derecho. La verdad es que supo aunar armoniosamente el interés por las tres disciplinas que, aunque aparentemente diversas, no lo eran tanto para él.

En aquella escuela de Ciudad Jardín, él y dos o tres colegas más, junto a otras tantas profesoras que atendían a las niñas en otro chalet de la misma barriada, con más voluntad que formación y pericia, con menos conocimientos de los que requería la ardua tarea que nos encomendaron, hacíamos lo que podíamos y hasta lo que no sabíamos. En ese contexto ínfimo, emerge la figura de un Pepe idealista, adelantado a su tiempo en alguna medida (aunque probablemente no fue consciente de ello), que nos ayudó a conocer mucho de lo poco que sabíamos de la profesión. Recuerdo, por ejemplo, sus primeras noticias sobre la psicomotricidad. Ese concepto que integra las interacciones cognitivas, emocionales, simbólicas y sensorio-motrices en la capacidad de ser y de expresarse de las personas en un contexto psicosocial, que es fundamental para su desarrollo e imprescindible para que adquieran nuevas habilidades y conceptos. Él tenía claro todo esto, porque había aprendido a ponderar y diagnosticar las carencias de los que entonces se llamaban niños subnormales y ahora denominamos personas con discapacidad psíquica. Fueron muchos los ‘flashes’ que nos proyectó, pero recuerdo especialmente uno de ellos: el Método dimensional Cambrodí para la exploración y valoración funcional del limitado mental. Una elaboración de un insigne pediatra catalán, que era -y que sigue siendo- una herramienta de diagnóstico rápida, fiable y accesible. Hoy disponemos de muchas más, pero entonces era casi la única. Él ya había hecho un curso sobre ella, en el que le habían enseñado que antes de actuar hay que diagnosticar.

Todavía hoy me sigue asombrando cómo lograba que niños con discapacidades severas ejecutasen con la habilidad y la precisión con que lo hacían los pequeños esquemas rítmicos y los toques melódicos con que acompañaban las armonías que Pepe interpretaba para orientar la actuación de todos. La distancia del tiempo ha hecho mucho más admirable y sobrecogedor el recuerdo de aquellos ritmos acompasados y polifónicos de una orquesta de ‘presuntos’ discapaces, ejecutando con la excelsitud de los profesionales partituras increíbles. Fue una experiencia que disfruté  y que jamás he vuelto a ver en toda mi actividad profesional.

Y fue exclusivamente mérito y obra de Pepe Orts, de un maestro sustancialmente insatisfecho y preocupado por su progreso, por su formación y por su bienestar. Alguien que estudió y experimentó sobre la discapacidad hasta la saciedad, que estudió música hasta el hartazgo y que se entusiasmó por el derecho hasta licenciarse y más. Doy fe que lo vi pelear por la profesión y por lo que la trascendía, como aseguro que merece el recuerdo emocionado y sincero que evoca mi memoria.

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