Empecé
a tratar a José Pérez Orts el año 1973, cuando realizaba las prácticas de un
curso de Pedagogía Terapéutica. Entonces, el mundo de la profesión y sus amigos
lo conocían como Pepe Orts. Me pareció una persona extremadamente educada, cordial
y ‘muy puesta’ en lo que hacía. Un profesional que desentonaba de las
características del entorno en que desempeñaba su labor educativa: un centro de
atención a personas con discapacidad, que mostraba en todas sus dimensiones la
penuria e indignidad en que entonces se desenvolvían. Sus usuarios eran niños y
adolescentes que sus autoculpabilizadas familias escondían en sus casas, ofreciéndoles
una vida casi de clausura que solamente quebraban para llevarlos al colegio, huérfanos
como estaban de cualquier ayuda institucional y de la solidaridad ciudadana. Las
instalaciones en que se les atendía eran unas exiguas estancias de un vetusto
chalé en Ciudad Jardín, el barrio remedo de la Ciudad Lineal madrileña, venido
a menos casi desde su trazado y que, por unas y otras circunstancias, todavía sigue
allí, ensimismado y casi agotado, como sus devotos habitantes.
Siempre
me quedará la duda de si Pepe sabía exactamente lo que hacía. Aún hoy, me
parece tan excepcional su trabajo que sigo dudando de que fuese plenamente
consciente de la trascendencia de aquella extraordinaria ‘orquesta’ que componía
cada jueves con un grupo de 40 ó 50 niños discapacitados. Sigo preguntándome cómo
lograba que aquellos muchachos que apenas alcanzaban a pronunciar sencillas
frases, a realizar elementalísimas tareas escolares o satisfacer sus
necesidades más primarias soñasen cada semana con la tarde del jueves y, lo que
es más, que llegado el momento actuasen con la ‘profesionalidad’ que lo hacían.
Todavía se me eriza el vello cuando recuerdo cómo interpretaban su insólita –y
para siempre olvidada- versión de la Obertura
1812, deTchaikovsky.
A
veces, sin imaginarlo y hasta sin pretenderlo, somos protagonistas de empresas extraordinarias por su originalidad e innovación. Hace años que Pepe nos dejó, temprana e
injustamente, arrancado de una vida intelectualmente inquieta que desgranó
entre la docencia, la música vocacional y el aprendizaje del derecho. La
verdad es que supo aunar armoniosamente el interés por las tres disciplinas
que, aunque aparentemente diversas, no lo eran tanto para él.
En
aquella escuela de Ciudad Jardín, él y dos o tres colegas más, junto a otras tantas
profesoras que atendían a las niñas en otro chalet de la misma barriada, con
más voluntad que formación y pericia, con menos conocimientos de los que
requería la ardua tarea que nos encomendaron, hacíamos lo que podíamos y hasta
lo que no sabíamos. En ese contexto ínfimo, emerge la figura de un Pepe idealista,
adelantado a su tiempo en alguna medida (aunque probablemente no fue consciente
de ello), que nos ayudó a conocer mucho de lo poco que sabíamos de la profesión.
Recuerdo, por ejemplo, sus primeras noticias sobre la psicomotricidad. Ese
concepto que integra las interacciones cognitivas, emocionales, simbólicas y sensorio-motrices
en la capacidad de ser y de expresarse de las personas en un contexto
psicosocial, que es fundamental para su desarrollo e imprescindible para que adquieran nuevas habilidades y conceptos. Él tenía claro todo esto, porque había
aprendido a ponderar y diagnosticar las carencias de los que entonces
se llamaban niños subnormales y ahora denominamos personas con discapacidad
psíquica. Fueron muchos los ‘flashes’ que nos proyectó, pero recuerdo especialmente
uno de ellos: el Método dimensional
Cambrodí para la exploración y valoración funcional del limitado mental. Una
elaboración de un insigne pediatra catalán, que era -y que sigue siendo- una
herramienta de diagnóstico rápida, fiable y accesible. Hoy disponemos de muchas
más, pero entonces era casi la única. Él ya había hecho un curso sobre ella, en
el que le habían enseñado que antes de actuar hay que diagnosticar.
Todavía
hoy me sigue asombrando cómo lograba que niños con discapacidades severas
ejecutasen con la habilidad y la precisión con que lo hacían los pequeños
esquemas rítmicos y los toques melódicos con que acompañaban las armonías que
Pepe interpretaba para orientar la actuación de todos. La distancia del tiempo ha
hecho mucho más admirable y sobrecogedor el recuerdo de aquellos ritmos
acompasados y polifónicos de una orquesta de ‘presuntos’ discapaces, ejecutando
con la excelsitud de los profesionales partituras increíbles. Fue una
experiencia que disfruté y que jamás he
vuelto a ver en toda mi actividad profesional.
Y fue exclusivamente mérito y obra de Pepe Orts, de un maestro sustancialmente
insatisfecho y preocupado por su progreso, por su formación y por su
bienestar. Alguien que estudió y experimentó sobre la discapacidad hasta la
saciedad, que estudió música hasta el hartazgo y que se entusiasmó por el derecho
hasta licenciarse y más. Doy fe que lo vi pelear por la profesión y por lo que la trascendía,
como aseguro que merece el recuerdo emocionado y sincero que evoca mi memoria.
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