¡Llueve,
por fin, llueve!. Hoy, sábado, nos hemos despertado con el cielo encapotado y
borrascoso. Ya lo anunciaban ayer los sabiondos hombres y mujeres del tiempo que,
aunque a veces se equivocan, la verdad es que cada vez aciertan más. Miro
desde el balcón, sin cristales, a pecho descubierto (sic) porque todavía la temperatura es agradable. Una leve cortina
de agua empaña el Benacantil. Apenas una trivial patina, suficiente para
ungirlo con un delicado sfumatto que lo contornea, imprecisa y lejanamente, empañando la rudeza de su visión
habitual, hirientemente diáfana.
Hoy
es día de mercadillo en la calle Teulada. Enfrente de casa, diviso una señora entrada
en años pertrechada con su paraguas, que la guarece de la lluvia mientras arrastra
con paso cansino un carrito de la compra, que intuyo a medio llenar, tal como
están las cosas. Sus pasos, lentos y rítmicos, la alejan de mi vista poco a
poco hasta hacerla desaparecer tras los últimos árboles que pueblan la acera. Levanto la mirada y descubro, más allá de los setos, en la urbanización
que circundan, algunos viejos que pasean mansamente. Todos, cual si los hubiesen
copiado, con las manos unidas tras la espalda y un caminar pausado
y rítmico. Unos, bajo los soportales, protegiéndose de las inclemencias
atmosféricas. Otros, disfrutando de ellas, dejando resbalar por sus
relucientes calvas, traviesamente, las gotas de agua que probablemente echaban de menos, hartos del calor
estival.
Disfruto sintiendo que el tiempo retoma su curso, su secuencia, su autocracia. Me choca el estrepitoso silencio de los pájaros y las cigarras, que han enmudecido de golpe y porrazo. Percibo cómo los árboles recuperan su verdor característico, veo las plantas renacer, el césped ‘inmacularse’ de verdor, la tierra trocarse natural, olorosa y fértil. Sólo el ‘siseo’ sordo de los neumáticos de los coches, deslizándose por el asfalto de la calle, ensucia una mañana lluviosa, torva y magnífica.
Disfruto sintiendo que el tiempo retoma su curso, su secuencia, su autocracia. Me choca el estrepitoso silencio de los pájaros y las cigarras, que han enmudecido de golpe y porrazo. Percibo cómo los árboles recuperan su verdor característico, veo las plantas renacer, el césped ‘inmacularse’ de verdor, la tierra trocarse natural, olorosa y fértil. Sólo el ‘siseo’ sordo de los neumáticos de los coches, deslizándose por el asfalto de la calle, ensucia una mañana lluviosa, torva y magnífica.
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