martes, 6 de agosto de 2013

¡A la garrofa!

En los países ribereños del Mediterráneo la tradición vincula el mes de agosto a los días más calurosos del año. Una tradición que se remonta a los tiempos del emperador Octavio Augusto, que da nombre al mes. En España, desde hace cuatro o cinco décadas, los últimos días de julio y especialmente los primeros de agosto señalan el inicio del éxodo masivo desde las ciudades a las playas para mitigar los rigores del calor estival.  Como dice mi tocayo Jesús, “Se nos olvida muchas veces que España es mucho más que Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia. Ves el telediario, donde los reporteros cogen a la gente debajo de la redacción, y parece que España es la calle de O’Donnell de Madrid. Pues no: hay gente que vive de otra manera. Pero desde el desarrollismo de los cincuenta y sesenta, el foco de los medios está en las ciudades y parece que lo demás no existe” (J. Carrasco. El País Semanal, 2 de agosto de 2013)

Pero no siempre ha sido así.  No hace muchos años, en los pueblos cercanos a las riberas del Mare Nostrum, las primeras calimas de agosto anunciaban el tiempo de la garrofa. Una de las mejores épocas: la de la recolección de la cosecha, el momento de recoger el fruto del trabajo de buena parte del año. En las sociedades agropecuarias esta fase supone un elemento esencial del sistema productivo, que está exageradamente expuesto tanto a las contingencias atmosféricas (la helada en una sola noche o una granizada de apenas diez minutos son suficientes para arruinar el trabajo de muchos meses) como ambientales (por ejemplo, cualquier intermediario desaprensivo 'compra' en los pueblos lo que encuentra, prometiendo lo que no piensa cumplir y... si te he visto, no me acuerdo). Además, añado, recolectar la cosecha era una coyuntura excepcional para que todas las familias ensayasen el auténtico trabajo cooperativo, que ahora está tan de moda en otros contextos.

En aquellos escenarios el día se iniciaba bien temprano. Sin despuntar el alba, todo era ajetreo en las casas. Madres, padres, abuelos, niños, todos cuantos tenían dos manos y podían laborar estaban en pie. Todo el mundo porfiaba frente a la pila de lavar o la jofaina por chapotear con agua fresca su rostro y espabilarse. Inmediatamente, mientras los niños (últimos en levantarse) apuraban sus desayunos, los hombres preparaban los animales, los carros y los pertrechos agrícolas. Las mujeres, entretanto, se afanaban en rematar los últimos detalles del hato que había que llevar a la faena. Paradójicamente, todo era agitación y prisa en un tiempo que parecía tener horas para todo. La voz grave y estridente de los hombres apremiaba a mujeres y niños para que concluyeran sus preparativos. Finalmente, las madres resolvían las últimas cuitas y cerraban las puertas de sus casas, echando la llave e iniciando así, definitivamente, un nuevo día de faena.

Dispuestos los carros en la calle, niños y mujeres se acomodaban en las tablas que cruzaban sus cajas, convenientemente envueltas en mantas de muletón, que amortiguaban el efecto de los baches diseminados por la carretera y los caminos  de ‘machaca’. Los hombres caminaban al lado de las bestias o detrás de los carros, que desfilaban ribeteando la carretera, unos tras otros, como si se hubiesen puesto de acuerdo para marchar. Algunos se sentaban sobre los varales, apoyando sus pies en el estribo, mientras silbaban o canturreaban tangos, coplas de moda y pasodobles.

Recuerdo que, apenas se perdían de vista las últimas casas del pueblo y se enfilaba la primera recta de la carretera, mi padre me decía. “Entra al bancal y coge unos tomates para la merienda" (con este término se aludía, genéricamente, al conjunto de alimentos que se tomaban a lo largo de la jornada de trabajo en el campo). Yo esperaba deseoso que me lo indicase para correr velozmente por encima del borde de la acequia hacia las tomateras que él, oportunamente, había plantado en un bancal cercano al río. El perfume de aquellos tomates siempre me embriagó. La leve y fresca brisa de la mañana se mezclaba con la fragancia intensísima de los tomates, entre azufrada y frutal, y hechizaba mis sentidos, haciéndome sucumbir a la tentación de mordisquear afanosamente uno de los aquellos maravillosos frutos. Con las prisas de quien está haciendo lo que no debe, guardaba la pequeña cosecha en la alforja que improvisaba con el faldón de mi vieja camisa y corría raudo para alcanzar la comitiva, que se alejaba rítmicamente por la carretera a golpe de casco de acémila y traqueteo de ruedas. Pasado el puente viejo sobre río, el cortejo de carros ascendía pausado por las vueltas y revueltas del largo recorrido que media entre el pueblo y la partida de la Casa Suay, nuestro destino. Cinco largos kilómetros repletos de curvas y contracurvas, cuestas y repechos, que ablandan las sufridas partes pudendas de quienes van sentados en los carruajes hasta un punto que es fácil imaginar.

Una vez sorteada la Cuesta de los Reoyos, cuando se inicia la bajada que conduce al Camino del Campillo y a la Casa del Cura, el sol ya se había levantado y se desperezaba asomando por la ladera del Collado de Chiva, que se recortaba en el horizonte. Apenas un cuarto de hora desde que asomó y ya alargaba las copas de algarrobos, olivos y pinos prolongando sus sombras, que ennegrecían los lentiscos, las coscojas y las viñas, entre las que correteaban conejos, perdices y algún zorro asustado, que volvía de sus correrías nocturnas. El camino desciende en el último kilómetro y conduce a la vieja casa de labor. Mi padre abría la puerta y se ofrecía ante nuestra mirada un espacio amplio, vetusto y rudo, que rezumaba paz, tranquilidad y una frescura inigualables. Descargábamos los aperos, el hato y la botija de agua fresca e instalábamos los animales en la cuadra. Rápidamente nos organizábamos y nos dirigíamos con sacos, capazos y cañas al primero de los árboles cuya cosecha debíamos recoger. Aquel día abordamos un algarrobo centenario que hay frente a la casa. Un  árbol monumental, con más de veinte metros de diámetro, que en los años de buena cosecha llega producir hasta 25 ó 30 sacos de algarrobas.

Los mayores, pertrechados con las cañas, iban abriendo camino. Vareaban los árboles con esas primitivas herramientas que habían seleccionado cuidadosamente en los cañares que hay junto al cauce del río y puesto a secar y endurecerse en la cambra de sus casas durante algunas semanas.  Habían elegido su grosor, su rectitud y longitud y, sobre todo, la forma de los rizomas que rematan uno de sus extremos, con curvas mágicas que permiten sujetar las ramas para moverlas enérgicamente, liberando los frutos que penden de ellas y haciéndolos caer al suelo para recolectarlos conjuntamente con el resto de la cosecha. Ni que decir tiene lo arduo de la faena. Todo el día vareando produce una tortícolis espantosa, que solamente se cura practicando la misma tarea de manera ininterrumpida durante las dos o tres semanas que dura la recolección. Entretanto, agazapados, en cuclillas, arrodillados o en cualquier otra posición (tal es el cansancio que produce este trabajo), todo el mundo recoge algarrobas. Las mujeres solían hacerlo por el interior del árbol, calando sombrero de ala amplia, con el barboquejo anudado bajo la barbilla y el largo delantal protegiendo sus piernas. Junto a ellas los hombres y los jóvenes. Todos se afanaban en ese espacio central del pie del árbol, donde abundaban los frutos y había que trabajar más intensamente.

A los niños se les enviaba a recoger las garrofas de lo que se denominaban ‘orillas’, es decir, aquellas esparcidas fuera del círculo que describe la propia sombra de los árboles. Eran pocas y desperdigadas y su recogida obligaba a caminar y a cambiar de posición constantemente. Un encargo perfecto para la idiosincrasia de los chiquillos, que cuando conseguían reunir pequeños puñados de algarrobas competían en lanzarlas al interior de los capazos con auténticos ejercicios de puntería, que trabajaban la motricidad gruesa como ningún otro. Por su parte, los mozalbetes, aprendices de hombre, esperaban ansiosamente que se llenasen los capazos para cogerlos y vaciarlos en los sacos. En los primeros estadios de su aprendizaje, únicamente se les permitía sostener abiertos los sacos para que los adultos vaciasen los capazos llenos, es decir, 'aparaban', como se decía en el argot. Cuando ya estaban duchos en ello, se accedía a que 'abocasen', lo que equivalía a vaciar el contenido del capazo en el interior de los sacos. Los aprendices llegaban al último estadio cuando sus fuerzas les facultaban para coger los sacos por las ‘orejas’ y ‘resalsarlos’, es decir, comprimir al máximo las algarrobas en su interior, bien levantándolos y dejándolos caer varias sobre el suelo o golpeándolos con los pies. Ello requería fuerza y destreza. Cuando ambas se tenían, el aprendizaje estaba próximo a concluir: solo restaba aprender a atar los sacos para evitar que se saliesen las algarrobas. Y ello se hacía de varias maneras. Cuando no estaban muy llenos, se les hacía un fruncido en el tramo final que se rodeaba con una lazada para cerrarlos. Si estaban muy llenos, se enhebraban sus bordes superiores con un hilo de pita, bajo el que se depositaba alguna ramita de algarrobo para taponar y evitar la salida de los frutos.

Así transcurría la mañana, llenando capazo tras capazo y saco tras saco. Concluyendo la recogida en un árbol y empezando con la del colindante. Hasta la hora del almuerzo: un pequeño descanso para tomar el ligero refrigerio, que se guardaba en los denominados ‘sacos de la merienda’, que eran de tela, como las bolsas que usan ahora los niños parvulitos para llevar sus cosas al colegio. Alguien traía los sacos con la 'merienda' e inmediatamente se enviaba a uno de los niños a por la 'botija', que era el cántaro que conservaba el agua fresca, que se bebía 'a gallete', y que se había dejado de buena mañana en la mejor sombra de los alrededores. Sentados sobre el suelo o encima de alguna piedra, todos compartían comida, sin mantel ni mesa. Todos eran expertos en manejar las pequeñas navajas para cortar el pan, los embutidos o lo que se terciase porque, aunque de hoja única, eran como las navajas suizas, servían tanto de cuchillos, como de tenedores y cucharas.

Tras la corta colación, de nuevo a la faena.  A recoger algarrobas y a llenar incansablemente capazos y sacos, a fuerza de dejarse en el empeño los riñones, las pantorrillas, las manos y hasta las ganas de recolectar, que puedo asegurar que eran muchas. Y así hasta la hora de la comida, sin descanso y sin tregua. La comida era casi la reproducción del almuerzo. Si acaso, se diferenciaba porque le seguía una pequeña siesta a la sombra de cualquier algarrobo, recostados sobre los sacos o yaciendo directamente sobre el suelo. Los niños éramos poco dados a esa maravillosa costumbre y aprovechábamos para simular que dormíamos, mientras lo que realmente hacíamos era jugar con las imágenes que nos sugerían las lucecitas que veíamos en el cielo a través de las hojas de los algarrobos, siguiendo la trayectoria de los aviones que a veces pasaban sobre nosotros o hurgando en los hormigueros que teníamos a mano. Y todo ello envueltos en una leve brisa de levante, que cada mediodía mecía las hojas de los árboles y los matojos de las cunetas y márgenes, y aliviaba el calor de nuestros cuerpos, bañados a esa hora en un sudor pegajoso fruto del esfuerzo matinal.

La tarde se hacía más corta porque realmente lo era. Apenas tres horas más y debíamos cargar los carros con los sacos. Era todo un arte emparejarlos, trabarlos, y calzarlos. Afianzarlos, en definitiva, para que permaneciesen inmóviles, sin descompensar la carga, evitando que volcasen los carruajes cuando no podían sortear los baches o tomaban mal las revueltas del camino. Los adultos los conducían sujetando a pie las riendas de los animales. Los mozalbetes se colocaban en su parte trasera, con una cuerda en cada mano, dispuestos para apretar las galgas cuando se bajaban las cuestas para aliviar el esfuerzo de las bestias al retener la carga. ¡Cómo nos gustaba tirar de las cuerdas mientras arrastrábamos las suelas de goma de nuestras esparteñas de ‘carica y talón’ sobre el lecho terroso de los caminos! Acumulábamos cansancio, sudor y polvo, pero volvíamos contentos y satisfechos. Nos sentíamos bien pagados, compensados por el deber cumplido, orgullosos de lo que habíamos conseguido en el día, sabedores de que aquello era esencial para sobrevivir en los siguientes meses. Y eso nos lo transmitían padres y mayores con pocas o ninguna palabra, simplemente con su actitud y su conducta.  

La carretera de Chiva volvía a ser una procesión de acémilas y carruajes que regresaban cargados con el preciado fruto achocolatado, manjar de dioses para los numerosos cuadrúpedos que había en España en aquellos tiempos. Su destino era doble: bien directamente los almacenes de los Panarra o de los Anicetos, donde pesaban la carga tomándola en depósito al propietario, bien las propias casas. Muchas de ellas tenían junto a las cuadras un espacio denominado ‘garrofera’ donde se vertía el contenido de los sacos, almacenándose las algarrobas para venderlas cuando el precio era más ventajoso (ya se sabe que con la abundancia los precios decrecen, y eso es exactamente lo que sucede en la plenitud de las cosechas). Este ritual precedía a las últimas tareas del día. Los hombres acomodaban las bestias en las cuadras, preparaban sacos, cordeles, cuerdas y demás herramientas para el día siguiente, antes de asearse mínimamente y disponerse para cenar. Las mujeres lo tenían peor porque debían preparar la ropa para todos, hacer la cena y servirla, comprar lo necesario para la comida del día siguiente, atender si era el caso a los abuelos que habían permanecido en casa, asearse y recogerlo finalmente todo. Y aún así, sacaban tiempo para gozar de la fresca, a la puerta de las casas, en compañía de toda la familia y de los vecinos, en amena tertulia que se iba apagando progresivamente mientras se esfumaban los minutos y ya no podía disimularse el cansancio. Con un "buenas noches y hasta mañana" empezaba el desfile, que concluía con el cierre de la última de las puertas de la vecindad y los primeros sonoros ronquidos oyéndose a través de las entreabiertas hojas de las ventanas. Mañana, más.




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