En los países ribereños del Mediterráneo la
tradición vincula el mes de agosto a los días más calurosos del año. Una
tradición que se remonta a los tiempos del emperador Octavio Augusto, que da
nombre al mes. En España, desde hace cuatro o cinco décadas, los últimos días
de julio y especialmente los primeros de agosto señalan el inicio del éxodo
masivo desde las ciudades a las playas para mitigar los rigores del calor estival. Como dice mi tocayo Jesús, “Se nos olvida
muchas veces que España es mucho más que Madrid, Barcelona, Bilbao o Valencia.
Ves el telediario, donde los reporteros cogen a la gente debajo de la
redacción, y parece que España es la calle de O’Donnell de Madrid. Pues no: hay
gente que vive de otra manera. Pero desde el desarrollismo de los cincuenta y
sesenta, el foco de los medios está en las ciudades y parece que lo demás no
existe” (J. Carrasco. El País Semanal, 2 de agosto de 2013)
Pero
no siempre ha sido así. No hace muchos
años, en los pueblos cercanos a las riberas del Mare Nostrum, las primeras
calimas de agosto anunciaban el tiempo de la garrofa. Una de las mejores épocas: la de la recolección de la cosecha, el momento de recoger
el fruto del trabajo de buena parte del año. En las sociedades agropecuarias esta fase supone un elemento esencial del sistema productivo, que está exageradamente expuesto tanto a las contingencias atmosféricas (la helada en una sola noche o una granizada de apenas diez minutos son suficientes para arruinar el trabajo de muchos meses) como ambientales (por ejemplo, cualquier intermediario desaprensivo 'compra' en los pueblos lo que encuentra, prometiendo lo que no piensa cumplir y... si te he visto, no me acuerdo). Además, añado, recolectar la cosecha era una coyuntura excepcional
para que todas las familias ensayasen el auténtico trabajo cooperativo, que
ahora está tan de moda en otros contextos.
En
aquellos escenarios el día se iniciaba bien temprano. Sin despuntar el alba, todo era
ajetreo en las casas. Madres, padres, abuelos, niños, todos cuantos tenían dos
manos y podían laborar estaban en pie. Todo el mundo porfiaba frente a la pila de
lavar o la jofaina por chapotear con agua fresca su rostro y espabilarse. Inmediatamente,
mientras los niños (últimos en levantarse) apuraban sus desayunos, los hombres
preparaban los animales, los carros y los pertrechos agrícolas. Las mujeres, entretanto, se
afanaban en rematar los últimos detalles del hato que había que llevar a la
faena. Paradójicamente, todo era agitación y prisa en un tiempo que parecía
tener horas para todo. La voz grave y estridente de los hombres apremiaba a mujeres
y niños para que concluyeran sus preparativos. Finalmente, las madres resolvían
las últimas cuitas y cerraban las puertas de sus casas, echando la llave e iniciando
así, definitivamente, un nuevo día de
faena.
Dispuestos
los carros en la calle, niños y mujeres se acomodaban en las tablas que cruzaban
sus cajas, convenientemente envueltas en mantas de muletón, que amortiguaban el
efecto de los baches diseminados por la carretera y los caminos de ‘machaca’. Los hombres caminaban al lado de
las bestias o detrás de los carros, que desfilaban ribeteando la carretera,
unos tras otros, como si se hubiesen puesto de acuerdo para marchar. Algunos se sentaban sobre los varales, apoyando sus pies en el estribo, mientras
silbaban o canturreaban tangos, coplas de moda y pasodobles.
Recuerdo
que, apenas se perdían de vista las últimas casas del pueblo y se enfilaba la
primera recta de la carretera, mi padre me decía. “Entra al bancal y coge unos
tomates para la merienda" (con este término se aludía, genéricamente, al
conjunto de alimentos que se tomaban a lo largo de la jornada de trabajo en el
campo). Yo esperaba deseoso que me lo indicase para correr velozmente por encima
del borde de la acequia hacia las tomateras que él, oportunamente, había plantado en un bancal cercano al río.
El perfume de aquellos tomates siempre me embriagó. La leve y fresca brisa de
la mañana se mezclaba con la fragancia intensísima de los tomates, entre
azufrada y frutal, y hechizaba mis sentidos, haciéndome sucumbir a la tentación
de mordisquear afanosamente uno de los aquellos maravillosos frutos. Con las
prisas de quien está haciendo lo que no debe, guardaba la pequeña cosecha en la alforja que improvisaba con el faldón de mi vieja camisa y corría raudo para
alcanzar la comitiva, que se alejaba rítmicamente por la carretera a golpe de
casco de acémila y traqueteo de ruedas. Pasado el puente viejo
sobre río, el cortejo de carros ascendía pausado por las vueltas y revueltas del
largo recorrido que media entre el pueblo y la partida de la Casa Suay, nuestro
destino. Cinco largos kilómetros repletos de curvas y contracurvas, cuestas y
repechos, que ablandan las sufridas partes pudendas de quienes van sentados en
los carruajes hasta un punto que es
fácil imaginar.
Una
vez sorteada la Cuesta de los Reoyos, cuando se inicia la bajada que
conduce al Camino del Campillo y a la Casa del Cura, el sol ya se había levantado
y se desperezaba asomando por la ladera del Collado de Chiva, que se recortaba
en el horizonte. Apenas un cuarto de hora desde que asomó y ya alargaba las
copas de algarrobos, olivos y pinos prolongando
sus sombras, que ennegrecían los lentiscos, las coscojas y las viñas, entre las que correteaban conejos, perdices y algún zorro asustado, que volvía de sus
correrías nocturnas. El camino desciende en el último kilómetro y conduce a la
vieja casa de labor. Mi padre abría la puerta y se ofrecía ante nuestra mirada un espacio amplio, vetusto y rudo, que rezumaba paz,
tranquilidad y una frescura inigualables. Descargábamos los aperos, el hato y
la botija de agua fresca e instalábamos los animales en la cuadra. Rápidamente nos
organizábamos y nos dirigíamos con sacos, capazos y cañas al primero de los
árboles cuya cosecha debíamos recoger. Aquel día abordamos un algarrobo
centenario que hay frente a la casa. Un árbol
monumental, con más de veinte metros de diámetro, que en los años de buena
cosecha llega producir hasta 25 ó 30 sacos de algarrobas.
Los
mayores, pertrechados con las cañas, iban abriendo camino. Vareaban los árboles
con esas primitivas herramientas que habían seleccionado cuidadosamente en los
cañares que hay junto al cauce del río y puesto a secar y endurecerse en la
cambra de sus casas durante algunas semanas. Habían elegido su
grosor, su rectitud y longitud y, sobre todo, la forma de los rizomas que
rematan uno de sus extremos, con curvas mágicas que permiten sujetar las ramas
para moverlas enérgicamente, liberando los frutos que penden de ellas y
haciéndolos caer al suelo para recolectarlos conjuntamente con el resto de la cosecha. Ni
que decir tiene lo arduo de la faena. Todo el día vareando produce una
tortícolis espantosa, que solamente se cura practicando la misma tarea de
manera ininterrumpida durante las dos o
tres semanas que dura la recolección. Entretanto,
agazapados, en cuclillas, arrodillados o en cualquier otra posición (tal es el
cansancio que produce este trabajo), todo el mundo recoge algarrobas. Las mujeres solían hacerlo por el
interior del árbol, calando sombrero
de ala amplia, con el barboquejo anudado bajo la barbilla y el largo delantal
protegiendo sus piernas. Junto a ellas los hombres y los jóvenes. Todos se
afanaban en ese espacio central del pie del árbol, donde abundaban los frutos y
había que trabajar más intensamente.
A
los niños se les enviaba a recoger las garrofas de lo que se denominaban
‘orillas’, es decir, aquellas esparcidas fuera del círculo que describe la propia sombra de los árboles.
Eran pocas y desperdigadas y su recogida obligaba a caminar y a cambiar de
posición constantemente. Un encargo perfecto para la idiosincrasia de los chiquillos, que cuando conseguían reunir pequeños puñados de algarrobas competían en
lanzarlas al interior de los capazos con auténticos ejercicios de puntería, que
trabajaban la motricidad gruesa como
ningún otro. Por su parte, los mozalbetes, aprendices de hombre,
esperaban ansiosamente que se llenasen los capazos para cogerlos y vaciarlos en
los sacos. En los primeros estadios de su aprendizaje, únicamente se les
permitía sostener abiertos los sacos para que los adultos vaciasen los capazos
llenos, es decir, 'aparaban', como se decía en el argot. Cuando ya estaban
duchos en ello, se accedía a que 'abocasen', lo que equivalía a vaciar el contenido del capazo en el interior de los sacos. Los aprendices llegaban al último
estadio cuando sus fuerzas les facultaban para coger los sacos por las ‘orejas’ y
‘resalsarlos’, es decir, comprimir al máximo las algarrobas en su interior,
bien levantándolos y dejándolos caer varias sobre el suelo o golpeándolos con
los pies. Ello requería fuerza y destreza. Cuando ambas se tenían, el
aprendizaje estaba próximo a concluir: solo restaba aprender a atar los sacos para evitar
que se saliesen las algarrobas. Y ello se hacía de varias maneras. Cuando no estaban muy llenos, se les hacía un fruncido en el tramo final que se rodeaba con una lazada para cerrarlos. Si estaban muy llenos, se enhebraban sus bordes superiores con un hilo de pita, bajo el que se
depositaba alguna ramita de algarrobo para taponar y evitar la salida de los frutos.
Así
transcurría la mañana, llenando capazo tras capazo y saco tras saco. Concluyendo
la recogida en un árbol y empezando con la del colindante. Hasta la hora del
almuerzo: un pequeño descanso para tomar el ligero refrigerio, que se guardaba
en los denominados ‘sacos de la merienda’, que eran de tela, como las bolsas
que usan ahora los niños parvulitos para llevar sus cosas al colegio. Alguien traía los
sacos con la 'merienda' e inmediatamente se enviaba a uno de los niños a por la 'botija', que
era el cántaro que conservaba el agua fresca, que se bebía 'a gallete', y que se había dejado de buena
mañana en la mejor sombra de los alrededores. Sentados sobre el suelo o encima
de alguna piedra, todos compartían comida, sin mantel ni mesa. Todos eran
expertos en manejar las pequeñas navajas para cortar el pan, los embutidos o lo
que se terciase porque, aunque de hoja única, eran como las navajas suizas,
servían tanto de cuchillos, como de tenedores y cucharas.
Tras la corta colación, de nuevo a la faena. A recoger algarrobas y a llenar incansablemente
capazos y sacos, a fuerza de dejarse en el empeño los riñones, las
pantorrillas, las manos y hasta las ganas de recolectar, que puedo asegurar que
eran muchas. Y así hasta la hora de la comida, sin descanso y sin tregua. La
comida era casi la reproducción del almuerzo. Si acaso, se diferenciaba
porque le seguía una pequeña siesta a la sombra de cualquier
algarrobo, recostados sobre los sacos o yaciendo directamente sobre el suelo. Los
niños éramos poco dados a esa maravillosa costumbre y aprovechábamos para
simular que dormíamos, mientras lo que realmente hacíamos era jugar con las imágenes que nos sugerían las lucecitas que veíamos en el cielo a través de
las hojas de los algarrobos, siguiendo la trayectoria de los aviones que a
veces pasaban sobre nosotros o hurgando en los hormigueros que teníamos a mano. Y todo ello envueltos en una leve brisa de
levante, que cada mediodía mecía las hojas de los árboles y los matojos de las
cunetas y márgenes, y aliviaba el calor de nuestros cuerpos, bañados a esa hora
en un sudor pegajoso fruto del esfuerzo matinal.
La
tarde se hacía más corta porque realmente lo era. Apenas tres horas más y
debíamos cargar los carros con los sacos. Era todo un arte emparejarlos,
trabarlos, y calzarlos. Afianzarlos, en definitiva, para que permaneciesen
inmóviles, sin descompensar la carga, evitando que volcasen los carruajes cuando no podían sortear los baches o tomaban mal las revueltas del camino. Los
adultos los conducían sujetando a pie las riendas de los animales. Los
mozalbetes se colocaban en su parte trasera, con una cuerda en cada mano,
dispuestos para apretar las galgas cuando se bajaban las cuestas para aliviar el
esfuerzo de las bestias al retener la carga. ¡Cómo nos gustaba tirar de las
cuerdas mientras arrastrábamos las suelas de goma de nuestras esparteñas de
‘carica y talón’ sobre el lecho terroso de los caminos! Acumulábamos
cansancio, sudor y polvo, pero volvíamos contentos y satisfechos. Nos sentíamos
bien pagados, compensados por el deber cumplido, orgullosos de lo que habíamos
conseguido en el día, sabedores de que aquello era esencial para sobrevivir en los siguientes meses. Y eso nos lo transmitían padres y mayores con pocas o
ninguna palabra, simplemente con su actitud y su conducta.
La
carretera de Chiva volvía a ser una procesión de acémilas y carruajes que
regresaban cargados con el preciado fruto achocolatado, manjar de dioses para
los numerosos cuadrúpedos que había en España en aquellos tiempos. Su destino
era doble: bien directamente los almacenes de los Panarra o de los Anicetos, donde
pesaban la carga tomándola en depósito al propietario, bien las propias
casas. Muchas de ellas tenían junto a las cuadras un espacio denominado ‘garrofera’
donde se vertía el contenido de los sacos, almacenándose las algarrobas
para venderlas cuando el precio era más ventajoso (ya se sabe que con la abundancia los precios decrecen, y eso es exactamente lo que sucede en la plenitud de las cosechas). Este ritual precedía a las últimas tareas del día. Los hombres
acomodaban las bestias en las cuadras, preparaban sacos, cordeles, cuerdas y demás herramientas para el día siguiente, antes de asearse mínimamente y disponerse
para cenar. Las mujeres lo tenían peor porque debían preparar la ropa para todos,
hacer la cena y servirla, comprar lo necesario para la comida del día
siguiente, atender si era el caso a los abuelos que habían permanecido en casa,
asearse y recogerlo finalmente todo. Y aún así, sacaban tiempo para gozar de la
fresca, a la puerta de las casas, en compañía de toda la familia y de los
vecinos, en amena tertulia que se iba apagando progresivamente mientras se
esfumaban los minutos y ya no podía disimularse el cansancio. Con un "buenas
noches y hasta mañana" empezaba el desfile, que concluía con el cierre de la
última de las puertas de la vecindad y los primeros sonoros ronquidos oyéndose
a través de las entreabiertas hojas de las ventanas. Mañana, más.
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