jueves, 15 de agosto de 2013

Fiestas en agosto.


Hoy es 15 de agosto, ecuador del mes y referencia inequívoca de miles de festejos populares a lo largo y ancho de España. Este año, como el pasado, hay menos o son más cortos que lo eran en la prolongada época de las vacas gordas, que se extendió desde el final de la crisis de los noventa hasta la gran depresión sobrevenida en 2008. Aunque la tendencia ya se había iniciado, es entonces cuando, contraviniendo nuestra propia historia, hicimos definitivamente del mes de agosto -muy especialmente de su decena central- un tiempo para las fiestas, las celebraciones, los exhibicionismos y hasta los despropósitos. Tal vez sea el exceso el calificativo idóneo para una eventualidad nacida al socaire de las nuevas ocupaciones de los españoles, que abandonaron las tradicionales tareas agropecuarias en los años sesenta y setenta del pasado siglo, corriendo en pos de las extraordinarias promesas que ofrecía la fugaz y superficial industrialización del país. Centenares de miles de familias se desplazaron desde sus localidades de origen hasta la periferia de las ciudades, atraídos por unos empleos novedosos y más lucrativos que los que tenían. Años después, la construcción y los servicios lo colonizaron casi todo, haciendo emerger nuevas realidades laborales, demográficas, económicas, sociales, territoriales, políticas, etc. que nos han conducido a la calamitosa situación actual.

Las fiestas populares son construcciones sociales fruto de las condiciones históricas y de los procesos complejos de simbolización del mundo. Tradicionalmente han sido una especie de escenarios sociales vivos, en los que se han expresado interpretaciones particulares del tiempo y del espacio, distintas concepciones del mundo, a través de la participación directa, como premisa fundamental. Frente a esta opción, la universalización del neoliberalismo ha instituido la “no-participación” en la norma genérica, y no en la excepción. Triunfa el individuo sobre la comunidad, al tiempo en que se privatiza la esfera pública y los problemas colectivos se truecan en individuales. Definitivamente, la democracia representativa se impone a la participativa.

Pero, antes de que la 'modernor' invadiese y uniformase prácticamente todo, las fiestas tenían otra secuencia condicionada por el santoral, las contingencias astronómicas, los ciclos de las cosechas, o varios de estos elementos concurriendo simultáneamente. Cada pueblo y ciudad celebraba la festividad de su santo patrón o patrona, el inicio de una determinada estación o el final de una cosecha en la fecha que correspondiese y no al unísono, durante la segunda y tercera semanas del mes de agosto, como ahora. Hay que reconocer que la mayoría de las ciudades y de los pueblos importantes mantienen sus costumbres inveteradas, pese a los cambios acaecidos en ellos, que son tan grandes o más que los que han afectado a los pequeños municipios. Tienen recursos suficientes, cosa que no sucede en los pueblos de muchas provincias, despoblados durante once meses al año, que apenas alcanzan a recuperar su antiguo brío en agosto. Y por ello celebran entonces sus fiestas, para predisponer al reencuentro de quienes viven habitualmente allí con quienes regresan de visita, para recuperar siquiera por unos días los rastros de la memoria casi perdida y las señas de identidad prácticamente olvidadas. Y también por algo mucho más prosaico: para financiar los festejos. Porque si no hay gente, no hay recursos; y sin recursos, no hay fiesta.

Antes, en mi pueblo, las fiestas mayores se celebraban en honor a su patrón, San Blas. ¿Por qué se eligieron patrón y fecha tan irrelevantes? Lo desconozco. A veces, he asociado tal circunstancia con el refrán valenciano que alude al acortamiento del invierno que se produce algunos años. Ese que reza: “Si en la Candelaria plora, l’hivern és fóra” (La Candelaria se celebra el día anterior a la festividad de San Blas, que es el 3 de febrero). Pero, bien mirado, la conjetura es inverosímil porque, de serlo, solo celebraríamos las fiestas patronales los años que tienen inviernos cortos. Y aseguro que ni era, ni es así.

En Gestalgar, como sucede en muchísimos otros lugares de la geografía valenciana, de la aragonesa y de otras partes de España, si no hay toros no hay fiestas. Por otro lado, las de febrero se han trasladado casi por entero al mes de agosto. Apenas perduran la misa solemne y la procesión del patrón y alguna verbena para ayudar a financiar un par de toros embolados y alguna suelta de vaquillas. Este año, con la crisis, la penuria invernal parece que se ha prolongado al estío. Por primera vez en muchos años no habrá toros durante las fiestas de agosto.

¡Cómo ha cambiado todo! Hace muchos años, pese a que la penuria económica era incomparablemente mayor, las fiestas se celebraban con otra solemnidad y representaban una ocasión excepcional para gozar de placeres inimaginables durante el resto del año. Verdaderamente, en aquellos días y en las semanas precedentes, sucedían cosas extraordinarias. Niños y mayores ocupaban sus ratos libres en hacer sus respectivos preparativos. Unos buscaban los mejores granados y lidoneros para escoger sus ramas más robustas y rectilíneas que, bien peladas y alisadas, les servirían para defenderse de las presumibles acometidas de los cornúpetas (la verdad es que, más que para ello, las utilizaban para agredirles furibundamente, encaramados en las ventanas de las casas que jalonaban el recorrido por el que los animales hacían su entrada hacia la plaza). Los jóvenes y mayores preparaban los carros, hacían acopio de palos, vigas, puertas viejas, cuñas de madera, cuerdas y cuantos utensilios eran necesarios para construir las talanqueras, las barreras y los entablados que debían conformar la plaza, adaptándola para los festejos taurinos. Cada familia o grupo de ellas tenía su propio entablado y allí se encaramaban los niños y las mujeres para presenciar la suelta de las vaquillas en las tardes o de los toros embolados por las noches, mientras daban buena cuenta de la merienda y de los dulces que compraban a los feriantes que nos visitaban en esas fechas. Algunas veces lo hacían pasados por agua o tiritando de frío, porque no en vano estaba alboreando febrero. Los hombres y los mozos se guarecían debajo de los entablados, protegidos tras los palos verticales que los sostenían, viendo las evoluciones de los animales 'desde la barrera'. A su vez, estos singulares antepechos eran las cancelas que atravesaban velozmente los recortadores y los aficionados guareciéndose de las acometidas de los toros.

Hay un sinfín de anécdotas relativas a la fiesta de los toros que podría contar. Ganaderías de solera, como las de los Sentos y Marchancoses. Aquellos bizarros pastores, entre los que deben destacarse los hermanos Moya, cuya sola presencia en los toriles hacía temblar al ganado. Apenas enseñaban su vara blanca de sabina a una vaquilla y le faltaba tiempo para salir a la plaza. Hasta la más díscola se tornaba diligente. Una tarde, un toro se le arrancó a uno de ellos en el toril y lo derribó. El otro hermano entró al chiquero y los dos, a pecho descubierto, lo sacaron a la plaza y allí, ante el asombro general, le propinaron tal paliza que, acobardado, acabó refugiándose contra las talanqueras, de las que únicamente consiguió despegarlo la persistencia y el buen hacer de los cabestros.

Cómo no recordar aquellas tempranas horas en que los pastores elegían de entre la manada las reses que debían correr ese día (‘estajar’, es como se denomina a esa tarea en el argot de Gestalgar). Era un placer verlos seleccionar los animales a golpe de vara, al son de sus voces y con la única ayuda de los cabestros. Sin artificios, sin corrales, sin apenas nada. Luego, nuestro silencioso y paralelo discurrir por las laderas de los montes acompañando, en sincronía, el viaje de los animales, desde el barranco Ribera hasta el viejo corral que había a la entrada del pueblo, donde permanecían hasta la hora de la entrada, custodiados a ratos por Ignacio, el santo inocente más popular y, sin duda, el mejor aficionado.

También eran espectaculares aquellas 'entradas' (así es como se denominan los pequeños encierros) de los toros, en las que el inefable Chicago corría como un descosido tras el manso, que solía ir un tanto por delante de la manada. Mientras, los mozos más aguerridos porfiaban por detener la carrera de alguna vaquilla o toro, sujetándolos por sus cuernos (‘parándolos’), inmovilizándolos durante unos segundos y volviéndolos a soltar. La algarabía y el desconcierto que generaban esos animales retrasados, que a veces se encontraban de frente con los que volvían desde la plaza en dirección al corral desde el que iniciaron la carrera, eran divertidísimos. Cuando esto sucedía, la ‘entrada’ triplicaba su duración y aumentaba significativamente la satisfacción general de los espectadores.

Para mí, los actores que he ido describiendo, unos nominados y otros anónimos, son artífices de la auténtica cultura participativa, la que se construye con los discursos de los figurantes sociales, que se definen y narran a sí mismos entendiendo y comprendiendo su mundo de manera compartida. En esta visión intersubjetiva entran en escena las identidades colectivas. La comunidad, el pueblo o el grupo adquieren no solo un sentido de referencia sino su razón de ser. Como dice Bauman, pertenecer a un grupo parece ser una necesidad universal, la de ser acogido por otros, la de ser aceptado, la de estar seguro de los apoyos con los que se puede contar, etc. La identidad colectiva permite hablar del nosotros y sobre todo confiere un significado al yo. Las fiestas populares son, por definición, escenarios donde esas identidades se constituyen mediante representaciones que escenifican cómo somos. De alguna manera, como decía Isambert, las fiestas son a un tiempo transitivas y reflexivas: la colectividad celebra algo y se celebra a sí misma. Y así debe ser.



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