sábado, 10 de agosto de 2013

Días de verano.



“No quedan días de verano 
para pedirte perdón,
para borrar del pasado
el daño que te hice yo”.
(Amaral, Pájaros en la cabeza, 2005)


Tengo que confesar que soy un privilegiado. Vivo en una pequeña urbanización en la periferia de Alicante, tan cerca y a la vez tan alejado del centro de la ciudad que puedo disfrutar de muchas de sus ventajas y eludir casi todos sus inconvenientes. En la urbanización apenas convivimos cincuenta familias. La verdad es que nos vemos poco, especialmente los que, como yo, hacemos una mínima vida social. Pero la realidad es que coexistimos sosegada y cómodamente, sin apenas sobresaltos. Disfrutamos de la vida comunitaria que hoy se estila: verse lo justo, saludarse educadamente, soportarse lo imprescindible e ir cada uno a lo suyo. Unos más y otros menos, todo hay que decirlo. Pero sería injusto no reconocer que, en general, nos respetamos y convivimos razonablemente bien.

En estos días veraniegos siempre suceden cosas algo extraordinarias. Si no fuera así, los veranos no serían tales. Afortunadamente, son tiempos excepcionales que en nuestra tierra se rigen por una máxima: mucha calle y poca casa. Ello invierte los términos en la ecuación de la convivencia y tal vez por eso, en esa estación, ocurren peripecias más interesantes que en cualquier otra.  ¿Acaso  no lo son las peleas de varias madres entre sí y/o con sus propios hijos y/o ajenos? ¿No son excitantes las discusiones públicas entre abuelas, madres y nietos? ¿Realmente no resulta conmovedor ver a estos refunfuñando y desobedeciendo a ambas?. Por no hablar de los sobrinos riñendo con sus tíos, de los jóvenes revolviéndose contra los viejos… Y ello se produce por cualquier motivo y en todo lugar: en la pista polideportiva, en los bancos del jardín, en la piscina… En fin, un no parar.

Ayer, sin ir más lejos, unos niños orondos y fachosos (no sé por qué digo esto, puesto que se trata de un fenotipo generalizado en la actualidad), acompañados de un tropel con diferentes edades, corrían descosidamente por la media hectárea que ocupan nuestros jardines, laminando sin remilgos cuanto se oponía a su paso y emitiendo unos chillidos agudísimos, una especie de ruidos guturales, similares a graznidos o aullidos, estridentes a más no poder, que taladraban los cerebros de quiénes nos refrescábamos tranquilamente en las terrazas. Hace algunos días que, en la tarde-noche, estos pequeños exaltados, descontrolados de sus abuelos (porque se trata de nietos que han dejado a su cuidado los respectivos progenitores), campan a sus anchas por el jardín, obsequiándonos con su particular concierto hasta la media noche, que es cuando suelen retirarse a descansar, permitiendo que también podamos hacerlo los demás. Supongo que sus familiares los oyen y los soportan como todos, porque no estarán sordos, pero evidentemente no es lo mismo, claro. Sin duda, la historia no perdona y nuestras casas están próxima a cumplir cuarenta años. Ello equivale a decir que hemos residido en ellas al menos dos generaciones, que obviamente hemos protagonizado nuestras particulares vicisitudes. Los niños y jóvenes que nos acompañan hoy, en general, son nietos de los actuales propietarios. Tampoco ello es nada extraordinario, puesto que responde al patrón de convivencia en uso. Y lo que se suele derivar de esa realidad es innecesario glosarlo, por ser conocido de todos.

Pese a todo, como decía, este verano está siendo un tanto excepcional, singularmente por dos acontecimientos. El primero es la serenata vespertina con que nos obsequian las delicadas criaturas que mencionaba, amparadas en la sordera, el consentimiento expreso y la irresponsabilidad de sus cuidadores y/o progenitores. Pero no acaba ahí nuestra diversión. Hay otro evento que toma el relevo a las peripecias que protagonizan estos pequeños mastuerzos, cuando en torno a la media noche cesan en su inagotable corretear, pisoteando los jardines que tan esforzadamente han diseñado y levantado algunos eximios vecinos, destrozando las plantas, esparciendo los guijarros que adornan las jardineras, hiriendo los tímpanos de la vecindad, colgándose de las barandillas de las rampas habilitadas para las personas con discapacidad, etc., etc. Cuando ellos terminan, empieza otro divertimento. Es la hora de los mozalbetes. Ahora el vodevil se traslada a la zona de la piscina. Amparados en la oscuridad de la noche, confiados (o no) en el hipotético sueño de los vecinos, sabedores de que tienen absoluta impunidad,  dos o tres jovencitos propios y algunos más que vienen de fuera (supongo que las mejores amistades de aquellos) se hacen los amos de la piscina, en cuya puerta pende un hermoso letrero indicando que se aconseja no bañarse a partir de las veinticuatro horas para evitar molestar al vecindario. Un espacio que se encuentra perfectamente vallado y cerrado, con puerta y cerradura que funcionan.

Quizá no saben leer, o no ven el letrero en la oscuridad de la noche o, simplemente, lo hacen porque les da la gana. Entran en el recinto y ‘malutilizan’ la piscina y sus recursos, saltando estrepitosamente sobre la superficie del agua, chapoteando estruendosamente, jugando al fútbol con alguna pelota que alguien descuidó u olvidó por allí, mientras gritan, aúllan, se arrojan sillas, etc. En fin, molestan a los vecinos de las viviendas cuyas ventanas dan a esa zona (que curiosamente no son las suyas) hasta las tres o las cuatro de la madrugada, que es la hora que consideran adecuada para acostarse y, de paso, para que los demás podamos empezar a dormir tranquilamente, sin cerrar las ventanas y contraventanas a cal y canto ni encender el aire acondicionado.  Todos los vemos y todos callamos, ¿por qué?

Ambas ‘diversiones’ me han recordado las que otros protagonizamos cuando teníamos la edad de esos críos y mocitos que nos alegran las tardes y las noches. Me viene a la memoria, por ejemplo, lo que sucedió una noche de verano en el pueblo donde yo vivía, que bien mirado era de alguna manera una comunidad tan cerrada y exclusiva como la que ahora representan las urbanizaciones próximas a las ciudades. La verdad es que no recuerdo a quién se le ocurrió, pero fue una idea genial. Propuso que, una vez que se hubiesen acostado los vecinos, unos cuantos chavales se dirigiesen a las casas de las calles más cercanas a la carretera, cogiesen las cortinas que pendían de sus puertas y las trasladasen a las últimas calles, colindantes con los accesos al castillo, que está situado en la parte opuesta del pueblo. A su vez, las cortinas de esas calles debían transportarlas a las viviendas de las que colgaban las primeras, sustituyéndolas. Según dijeron, el taimado y sigiloso trasiego de las cortinas duró más de dos horas, sin que nadie oyese voces, ni se escuchase ruido alguno en todo el pueblo, que no fuese el de las acompasadas campanadas que daban las horas del reloj de la torre de la iglesia. Incluso el sereno, que aún existía por entonces, dijo que no advirtió esa noche nada anormal. Lo cierto es que, a las dos de la mañana, buena parte de las cortinas del pueblo colgaba de puertas que no eran las suyas. Y los pícaros mozalbetes debieron irse a dormir desternillándose de risa, con actitud traviesa y cómplice.

Apenas el amanecer despertó a la vecindad, no se imaginan la que organizaron nuestras madres, tías, vecinas y conocidas cuando, siguiendo su ancestral costumbre, salieron a barrer sus calles y descubrieron que las cortinas que había en sus puertas no eran las propias. Sin exagerar un punto, lo que sucedió en el pueblo aquella mañana fue uno de los espectáculos más extraordinario que habíamos presenciado. La función que tuvo lugar en sus calles es equiparable a las mejores escenas de las películas de Chaplin, Berlanga o Woody Allen. Literalmente, un auténtico toque a rebato, pero sin volteo de campanas. En un santiamén, oleadas de mujeres, cortina ajena en ristre, se desvivían buscando la propia. Proferían maledicencias y gruesos exabruptos, mentando insistentemente y con grosería a los ancestros de quienes fueran los malandrines responsables de semejante despropósito. Un sin vivir de idas y venidas, con trajín de cortinas por todo el pueblo, que parecía que no tendría fin. Las buenas mujeres ocuparon buena parte de la mañana intentando encontrar sus colgaduras, cosa que finalmente consiguieron porque conforme unas avanzaban hacía las partes altas del pueblo con las que no eran suyas, otras bajaban con las que sí lo eran. De modo que la plaza se convirtió en un improvisado baratillo, en el que nada se vendía y todo se trocaba, con acuerdo entre las partes y satisfacción general.


Entretanto, los causantes de aquel desacato (se dijo que cuatro o seis mozalbetes en edad de merecer) probablemente pasaron una mañana extraordinaria: riéndose como jamás lo habrían hecho antes. Supieron guardar silencio porque nunca se descubrió quiénes fueron y yo no pienso decirlo a estas alturas, más allá de lo mucho que ya he contado. Y es que entonces las cosas eran de otro modo. En primer lugar, casi nadie tenía impunidad. Si llega a averiguarse quienes fueron, se les acaba el verano de golpe y a golpes. En segundo lugar, lo que añadía valor a semejantes barrabasadas eran cualidades como la pericia, la osadía, la ocurrencia, el sigilo, el riesgo evidente y, ante todo, la evitación de los daños materiales. No estaban las cosas como para ir destrozando lo poco que había. ¡Qué distinta la realidad actual! Hoy los muchachos abusan de la permisividad de los adultos y actúan conscientes de que lo hacen desde la más absoluta impunidad. Si los sorprenden realizando alguna pequeña fechoría doméstica no solamente ello no tiene consecuencias, sino que a veces hasta amenazan con pinchar las ruedas o rayar el vehículo de quienes les llama la atención. Y llegan a hacerlo, doy fe. Y, en muchas ocasiones, sus propios familiares les defienden y les refuerzan. Y, de momento, no parece que exista solución. En fin, vivir para ver.

Diario El País, 10 agosto 2013

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