lunes, 10 de junio de 2013

Los burros y el verano.

Fernán Gómez forjó una metáfora luminosa con las bicicletas, que en su imaginario representaban la libertad de los jóvenes, de los estudiantes, especialmente perceptible durante los veranos. Vehículos que les permitían ir a cualquier parte, a donde les inclinasen sus pasiones o sus anhelos, mientras discurrían sus vidas en contextos normalizados, ajenos a las épocas bélicas o a los tiempos de autoritarismo. Yo, en cambio, prefiero los burros. En sentido metafórico, naturalmente. Y los antepongo a aquellas porque frente a su aséptica inocuidad son ácratas, inteligentes, tercos y hasta cariñosos. ¿Sabéis que les encanta la música?. ¿Será porque tienen mejor oído que los humanos?. Al menos, parece demostrado que oyen cincuenta veces más que lo hacemos nosotros. Así que, por todo esto y por mucho más, los burros son preferibles a  las bicicletas, sin duda, como argumentaré a continuación.

Mi primera bicicleta fue paradójicamente un triciclo. Era de color verde, fabricado con un contrachapado grueso, recortado de modo que simulaba un caballito de cartón. Tenía tres ruedas de goma negra. Casi siempre estaba en  la “cambra” (este término, equivalente a cámara, se utiliza para denominar al local que ocupaba el último piso de las casas de labranza, cuya función era mantener recogidos los granos y otras cosechas). Pocas veces pisó la calle, porque allí quedaba expuesto al apetito de mis vecinos, algunos ya machuchos, que querían montar en él sin deberlo hacer, porque lo descuajeringaban. Al menor descuido sucumbían a la tentación, rehuyendo las advertencias de los mayores y su propio sentido común. Así que, siempre que imaginariamente visualizo mi triciclo, lo veo en casa, concretamente en la cambra. Allí montaba en él, dando decenas de vueltas, sorteando jarras, cosechas, sacos y demás bártulos. Mi libertad se limitaba a los escasos cincuenta metros cuadrados que tenía esa dependencia. Recuerdo el día en que Vicente  (“El Negro”, le apodábamos), vecino, familiar y amigo, cuatro o cinco años mayor que yo, lo desguazó. Para convencerme de que debíamos hacerlo, me juró que no sería en vano porque nos serviría para hacer una carretilla estupenda, con la que podríamos ir a donde nos diese la gana y hasta transportar lo que quisiésemos. De modo que dicho y hecho. En un tris arrancó las ruedas de mi triciclo. Dejó de lado las dos pequeñas y utilizó solamente la mayor, la que estaba bajo del manillar. Con ella, con un par de cañas y con un trozo de alambre herrumbroso, con el que ensambló todo, fabricó una carretilla, precaria, insuficiente y que, realmente, sirvió para poco más que para entretenernos mientras la hacíamos. Eso sí, su invento destrozó definitivamente mi primer velocípedo y acabó con mis paseos ciclistas.

Mi segundo vehículo ya fue una bicicleta auténtica, una BH de hierro, que me regaló mi primo y padrino Manolo Corachán. Era una bicicleta grande, que hasta tenía cambio de marchas. Pero debo confesar que estaba roto y que por ello habían acortado la cadena. De modo que, aunque tenía el manillar bajo y parecía de carreras, era solo apariencia porque funcionaba como una normal. Eso sí, ¡pesaba como un leño!. Tenía que montar introduciendo una pierna a través del “cuadro” para conseguir pedalear porque sentado sobre el sillín no me llegaban los pies a los pedales. Tenía farol a dinamo y portamaletas, también de hierro. Con ella hice innumerables viajes entre mi pueblo y Chiva mientras estudié el bachiller. De tanto subir y bajar las cuestas de una carretera -la CV379-absolutamente descarnada, llena de pedruscos y de baches, acabé aborreciendo ese artefacto.

Así pues, las dos bicicletas de mi vida las tengo asociadas a dos situaciones un tanto calamitosas. La primera, como he dicho, fue un desguace inconsciente, sin paliativos. La segunda, unos viajes indeseados, a contratiempo, cansinos y desganados, que me llevaban a lugares a donde ni quería ir, ni nadie me esperaba. Por eso pienso que Fernán Gómez, tal vez llevado por la crudeza del escenario que habitó, restringió demasiado su mirada. Clario que las bicicletas pueden ser unos fantásticos artefactos que podían hacer soñar a los chicos de la “capi”. Pero lo cierto, es que significaban otra cosa para los muchachos de los pueblos que, en la mayoría de los casos, ni las tenían, ni podían aspirar a conseguirlas. Y cuando no era así, las utilizaban para trabajar o para atender obligaciones más prosaicas, como era mi caso. Por eso prefiero los burros. Ellos sí que se me antojan medios excelentes, que nos ayudaban a ser libres, a nuestra manera, en aquellos veranos de mi adolescencia. Eran el instrumento que utilizábamos para obtener los dinerillos que nuestras familias no podían darnos. Esos cuartos nos alegraban el verano. Nos permitían comprar cholecks y zarzaparrillas en las veladas de cine en la Pista y, también, algún paquetito de tabaco, que consumíamos ansiosos y con avaricia, embozados  con la protección cómplice que nos daban las tapias de los corrales, los maizales, los naranjos y los cañares del río.

Recuerdo los veranos del 63 y del 64. Especialmente, los estudiados argumentos con que enredamos al padre de Paco, mi amigo, para que nos prestase dos pollinas que tenía para ir a “espigolar” algarrobas (En el habla de Gestalgar, espigolar significa recoger cosechas, o parte de ellas, que desechan sus dueños por su escasísima rentabilidad). Bien temprano aparejamos los animales y nos dirigimos por el Rajolar hacia la fuente del Morenillo. Una vez allí, nos adentramos en el barranco Barco, recorriendo la estrecha senda que ribetea su curso hasta bien entrado su cauce, tras la Peña María. Por fin, llegamos al bancal del tío Custodio, naturalmente sin laboreo y en avanzado abandono, cuya cosecha nos pertenecía porque así lo había determinado él. A lo largo del día, conseguimos recolectar seis o siete sacos de algarrobas, trepando por las pendientes y eludiendo aliagas, espinos, romeros y brezos enormes. Nuestra epidermis dejaba visibles las consecuencias de nuestro empeño: arañazos, pinchazos, pequeñas heridas... En definitiva, mucho esfuerzo, pero habíamos logrado nuestro propósito. Más contentos que unas castañuelas, nos entregamos a la árdua tarea de cargarlos sobre los animales. Para ello, acercamos la primera burra a una enorme piedra, que nos permitía apoyar entre ella y la albarda uno de los sacos, quedando libres los dos para cargar los siguientes. A continuación, Paco levantó el segundo saco, apoyándolo sobre el lado opuesto de la albarda. Simultáneamente, yo me apresuré a afianzar ambos sacos en lo alto de la montura, rodeando carga y animal con los lazos y entrelazando sus cabos con energía. Finalmente, sujetando al alimón el tercer saco por sus cuatro esquinas, lo lanzamos a la cima de la carga, quedando acunado entre los dos laterales. Repetimos la secuencia con el otro animal, materializando a nuestra manera lo que habíamos visto hacer a otros. Una vez apretamos las lazadas con la mayor fuerza que pudimos, comenzamos el descenso por el barranco hacia el cauce del río. Apenas habíamos avanzado algunos metros, los sacos se habían escurrido por la albarda y colgaban peligrosamente de la barriga de los animales. Les hacían trastabillar por la senda y les ponía en peligro de caer al fondo del precipicio. Detuvimos la marcha varias veces e intentamos acomodar mejor la carga. Lo hicimos de diferentes maneras, pero siempre con idéntico resultado. Finalmente, nos rendimos ante la evidencia y, temerosos de perder no sólo las garrofas sino también los animales, escondimos los sacos entre la maleza y nos encaminamos hacia el pueblo, tan mohínos como las pollinas. Conservo perfectamente en mi retina la escena que protagonizamos al abrir la puerta de la casa de Paco. Su padre estaba sentado al fondo del largo zaguán. Apenas nos vio, desplegó una enorme y socarrona sonrisa, que rasgaba su cetrino rostro de oreja a oreja. No dejó de sonreir mientras recorrimos aquel pasillo interminable y llegamos frente a él. Sin duda, estaba imaginando nuestras peripecias porque estoy seguro que él había vivido antes otras parecidas, aunque nunca nos lo confesó.
         -     ¿Y las garrofas?, nos pregunto finalmente.
         -      Las hemos dejado en el monte, le respondimos casi al unísono.
         -      Pero, ¿cómo que las habéis dejado allí?. Entonces, ¿para qué queríais las burras?, replicó.
         -      Es que hemos tenido problemas para cargar los animales, confesamos.
         -      Ah sí, ¿qué habéis hecho?
     
     Tras nuestras atolondradas explicaciones, nos ofreció una lección magistral acerca de cómo cargar sacos de garrofas o de lo que fuere sobre las albardas de las bestias, sin deslizamientos ni sufrimientos para los animales. ¡Aquélla sí que fue una auténtica “máster class”!. Todavía no la he olvidado y eso que desde entonces apenas he tenido la oportunidad de cargar tres o cuatro veces a un animal. Saber disponer los sacos entre las lazadas, de manera que se traben entre sí y no se deslicen por los costados de las bestias es un arte como otro cualquiera. Nosotros lo aprendimos en aquella circunstancia y no se nos ha olvidado, como no se olvida montar en bicicleta. Naturalmente, al día siguiente volvimos a por nuestra cosecha. Esta vez sí que conseguimos llevarla al almacén del tío Panarra, que nos la compró y nos pagó unas pesetillas que nos alegraron aquél verano. Por eso, reitero que los burros son las auténticas bestias del verano. Al menos para nosotros y para entonces.

Aunque bien mirado, en la perspectiva de aquellos años, lo mismo daba burros que bicicletas. Porque jóvenes de ciudad y mozalbetes de pueblo vivíamos el drama de un tiempo que los vencedores llamaron “de Paz”. Realmente, como resume magistralmente la última frase que se escucha en la adaptación cinematográfica que hizo Jaime Chávarri de la obra de Fernán Gómez, fueron tiempos en los que no había llegado la Paz, sino la Victoria para algunos y el oprobio para la mayoría. Todavía hoy, sorprende a menudo lo poco que han cambiado las cosas. Y así nos va…


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