Fernán Gómez forjó una metáfora luminosa con las bicicletas,
que en su imaginario representaban la libertad de los jóvenes, de los
estudiantes, especialmente perceptible durante los veranos. Vehículos que les
permitían ir a cualquier parte, a donde les inclinasen sus pasiones o sus
anhelos, mientras discurrían sus vidas en contextos normalizados, ajenos a las
épocas bélicas o a los tiempos de autoritarismo. Yo, en cambio, prefiero los burros.
En sentido metafórico, naturalmente. Y los antepongo a aquellas porque frente a
su aséptica inocuidad son ácratas, inteligentes, tercos y hasta cariñosos. ¿Sabéis
que les encanta la música?. ¿Será porque tienen mejor oído que los humanos?. Al
menos, parece demostrado que oyen cincuenta veces más que lo hacemos nosotros. Así
que, por todo esto y por mucho más, los burros son preferibles a las bicicletas, sin duda, como argumentaré a
continuación.
Mi primera bicicleta fue paradójicamente un triciclo. Era de
color verde, fabricado con un contrachapado grueso, recortado de modo que simulaba un caballito de cartón. Tenía tres ruedas de goma negra. Casi siempre
estaba en la “cambra” (este término, equivalente a cámara, se utiliza para denominar al local que ocupaba
el último piso de las casas de labranza, cuya función era mantener recogidos los granos y otras cosechas). Pocas veces pisó la calle, porque allí quedaba
expuesto al apetito de mis vecinos, algunos ya machuchos, que querían montar en
él sin deberlo hacer, porque lo descuajeringaban. Al menor descuido sucumbían a
la tentación, rehuyendo las advertencias de los mayores y su propio sentido
común. Así que, siempre que imaginariamente visualizo mi triciclo, lo veo en
casa, concretamente en la cambra. Allí montaba en él, dando decenas de vueltas,
sorteando jarras, cosechas, sacos y demás bártulos. Mi libertad se limitaba a
los escasos cincuenta metros cuadrados que tenía esa dependencia. Recuerdo el
día en que Vicente (“El Negro”, le
apodábamos), vecino, familiar y amigo, cuatro o cinco años mayor que yo, lo desguazó. Para convencerme de que debíamos hacerlo, me juró que no
sería en vano porque nos serviría para hacer una carretilla
estupenda, con la que podríamos ir a donde nos diese la gana y hasta transportar lo
que quisiésemos. De modo que dicho y hecho. En un tris arrancó las ruedas de mi
triciclo. Dejó de lado las dos pequeñas y utilizó solamente la mayor, la que
estaba bajo del manillar. Con ella, con un par de cañas y con un trozo de
alambre herrumbroso, con el que ensambló todo, fabricó una carretilla, precaria,
insuficiente y que, realmente, sirvió para poco más que para entretenernos
mientras la hacíamos. Eso sí, su invento destrozó definitivamente mi primer velocípedo y acabó con mis paseos ciclistas.
Mi segundo vehículo ya fue una bicicleta auténtica, una BH de hierro, que me regaló mi
primo y padrino Manolo Corachán. Era una
bicicleta grande, que hasta tenía cambio de marchas. Pero debo confesar que estaba
roto y que por ello habían acortado la cadena. De modo que, aunque tenía el manillar bajo y parecía de carreras, era solo apariencia porque funcionaba como
una normal. Eso sí, ¡pesaba como un leño!. Tenía que montar introduciendo una pierna a
través del “cuadro” para conseguir pedalear porque sentado sobre el sillín no
me llegaban los pies a los pedales. Tenía farol a dinamo y portamaletas,
también de hierro. Con ella hice innumerables viajes entre mi pueblo y Chiva mientras
estudié el bachiller. De tanto subir y bajar las cuestas de una carretera -la CV379-absolutamente descarnada, llena de pedruscos y de baches, acabé aborreciendo
ese artefacto.
Así pues, las dos bicicletas de mi vida las tengo asociadas
a dos situaciones un tanto calamitosas. La primera, como he dicho, fue un desguace inconsciente, sin paliativos. La segunda, unos
viajes indeseados, a contratiempo, cansinos y desganados, que me llevaban a lugares
a donde ni quería ir, ni nadie me esperaba. Por eso pienso que Fernán Gómez, tal
vez llevado por la crudeza del escenario que habitó, restringió demasiado su mirada. Clario que las bicicletas pueden ser unos fantásticos artefactos que
podían hacer soñar a los chicos de la “capi”. Pero lo cierto, es que significaban otra cosa para los muchachos de los pueblos que, en la mayoría de los casos, ni las tenían, ni podían aspirar a conseguirlas.
Y cuando no era así, las utilizaban para trabajar o para atender obligaciones más prosaicas, como era mi caso. Por eso prefiero los burros.
Ellos sí que se me antojan medios excelentes, que nos ayudaban a ser libres, a nuestra manera, en aquellos
veranos de mi adolescencia. Eran el instrumento que utilizábamos para obtener
los dinerillos que nuestras familias no podían darnos. Esos cuartos nos alegraban
el verano. Nos permitían comprar cholecks y zarzaparrillas en las veladas
de cine en la Pista y, también, algún paquetito de tabaco, que consumíamos ansiosos y con avaricia, embozados con la protección cómplice que nos daban las tapias de los corrales,
los maizales, los naranjos y los cañares del río.
Recuerdo los veranos del 63 y del 64. Especialmente, los
estudiados argumentos con que enredamos al padre de Paco, mi amigo, para que
nos prestase dos pollinas que tenía para ir a “espigolar” algarrobas (En el habla de Gestalgar, espigolar significa recoger cosechas, o parte de ellas, que desechan sus dueños por su escasísima rentabilidad). Bien temprano aparejamos
los animales y nos dirigimos por el Rajolar hacia la fuente del Morenillo. Una vez allí, nos
adentramos en el barranco Barco, recorriendo la estrecha senda que ribetea su
curso hasta bien entrado su cauce, tras la Peña María. Por fin, llegamos al
bancal del tío Custodio, naturalmente sin laboreo y en avanzado abandono, cuya cosecha nos pertenecía porque así lo había determinado él. A lo
largo del día, conseguimos recolectar seis o siete sacos de algarrobas, trepando
por las pendientes y eludiendo aliagas, espinos, romeros y brezos enormes. Nuestra epidermis dejaba visibles las consecuencias de nuestro empeño: arañazos, pinchazos, pequeñas heridas... En definitiva, mucho esfuerzo, pero habíamos logrado nuestro propósito. Más contentos que unas castañuelas, nos
entregamos a la árdua tarea de cargarlos sobre los animales. Para ello, acercamos la primera
burra a una enorme piedra, que nos permitía apoyar entre ella y la albarda uno de los sacos, quedando libres los dos para cargar los siguientes.
A continuación, Paco levantó el segundo saco, apoyándolo sobre el lado opuesto de la albarda. Simultáneamente, yo me apresuré a afianzar ambos sacos en lo alto de la montura, rodeando carga y animal con los lazos y entrelazando sus cabos con energía.
Finalmente, sujetando al alimón el tercer saco por sus cuatro esquinas, lo lanzamos a la cima de la carga, quedando acunado entre los dos laterales. Repetimos la secuencia con el otro animal, materializando a nuestra manera lo que habíamos visto hacer a otros. Una vez apretamos las lazadas con la mayor fuerza que pudimos, comenzamos el descenso
por el barranco hacia el cauce del río. Apenas habíamos avanzado algunos
metros, los sacos se habían escurrido por la albarda y colgaban peligrosamente de la
barriga de los animales. Les hacían trastabillar por la senda y les ponía en
peligro de caer al fondo del precipicio. Detuvimos la marcha varias veces e intentamos acomodar mejor la carga. Lo hicimos de diferentes maneras,
pero siempre con idéntico resultado. Finalmente, nos rendimos ante la evidencia
y, temerosos de perder no sólo las garrofas sino también los animales, escondimos
los sacos entre la maleza y nos encaminamos hacia el pueblo, tan mohínos como las
pollinas. Conservo perfectamente en mi retina la escena que protagonizamos al abrir la puerta de la casa de Paco. Su padre estaba sentado al fondo del largo
zaguán. Apenas nos vio, desplegó una enorme y socarrona sonrisa, que rasgaba su
cetrino rostro de oreja a oreja. No dejó de sonreir mientras
recorrimos aquel pasillo interminable y llegamos frente a él. Sin duda, estaba
imaginando nuestras peripecias porque estoy seguro que él había vivido antes otras parecidas, aunque
nunca nos lo confesó.
- ¿Y las garrofas?, nos pregunto finalmente.
- Las hemos dejado en el monte, le respondimos
casi al unísono.
- Pero, ¿cómo que las habéis dejado allí?.
Entonces, ¿para qué queríais las burras?, replicó.
- Es que hemos tenido problemas para cargar los
animales, confesamos.
- Ah sí, ¿qué habéis hecho?
Tras nuestras atolondradas explicaciones, nos ofreció una lección
magistral acerca de cómo cargar sacos de garrofas o de lo que fuere sobre las
albardas de las bestias, sin deslizamientos ni sufrimientos para los animales. ¡Aquélla
sí que fue una auténtica “máster class”!. Todavía no la he olvidado y eso que
desde entonces apenas he tenido la oportunidad de cargar tres o cuatro veces a un animal. Saber disponer los sacos entre las lazadas, de manera que se traben
entre sí y no se deslicen por los costados de las bestias es un arte como otro
cualquiera. Nosotros lo aprendimos en aquella circunstancia y no se nos ha
olvidado, como no se olvida montar en bicicleta. Naturalmente, al día siguiente
volvimos a por nuestra cosecha. Esta vez sí que conseguimos llevarla al
almacén del tío Panarra, que nos la compró y nos pagó unas pesetillas que nos
alegraron aquél verano. Por eso, reitero que los burros son las auténticas
bestias del verano. Al menos para nosotros y para entonces.
Aunque bien mirado, en la perspectiva de aquellos años, lo mismo daba burros que bicicletas. Porque jóvenes de ciudad y mozalbetes de pueblo vivíamos el drama de un tiempo que los
vencedores llamaron “de Paz”. Realmente, como resume magistralmente la
última frase que se escucha en la adaptación cinematográfica que hizo Jaime
Chávarri de la obra de Fernán Gómez, fueron tiempos en los que no había llegado
la Paz, sino la Victoria para algunos y el oprobio para la mayoría. Todavía hoy, sorprende a menudo lo poco que han cambiado las cosas. Y así nos va…
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