domingo, 23 de junio de 2013

Gaviotas, I’m sorry!

Hoy el protagonista de la anécdota ha sido un 'pollo' de gaviota. Diez de la noche del día anterior. JuanRa al teléfono. Llamada urgente. ¡Auxilio, socorro, favor…!. Una cría de gaviota atrapada en el patio interior de la calle Castaños, 36. Es apremiante organizar un dispositivo de salvamento. No puede perecer. La respuesta debe ser inmediata. Nosotros acabamos de regresar de Madrid. Volvemos de la “Boda”, (¡la única boda, la mejor de las bodas!). La situación es complicada. Y justamente por ello,  y porque no sabemos cómo resolverla, nos vamos a dormir. Nada mejor que consultar con la almohada las grandes decisiones.

Día siguiente, noche de San Juan. Sueño reparador y vigilia clarividente. Nos levantamos y activamos el operativo. La ciudad se despereza entre los efluvios de los chorizos y de las paellas a medio hacer que manan de los chiringuitos callejeros; entre el perfume de las egagrópilas de las ‘aves nocturnas’ y las toneladas de mierda, sin paliativos, que dejan los ineducados ciudadanos cada madrugada y que resuelven no limpiar las irresponsables autoridades. Por enésima vez siento vergüenza ajena; por milésima aborrezco el ‘menfotismo’ apático con que reaccionamos los habitantes de esta ciudad frente a tantas cosas intolerables.

Rápido paseo sorteando obstáculos, vallas, basuras…, entreverado de pasacalles, músicas y viandantes. Los más, entrados en años; algunos, exhibiendo sin pudor los devastadores efectos de la noche/s anterior/es. Llego a mi destino. Abro la puerta de la casa y me dirijo al primero de los baños. Entreabro la ventana y veo allí, en medio del patio, posado sobre la especie de pedestal que lo domina, el huérfano alado. Sigiloso, sorprendido y, a la vez, con apariencia desolada y petulante, perdido en la infinitud de un espacio que ejerce de prisión insorteable Mientras nos miramos desconcertados, en apenas diez segundos pactamos silenciosa y tácitamente un desenlace incruento para tan indeseada situación.

Cierro la puerta del aseo, avanzo por el largo pasillo y, dos habitaciones más adelante, abro la puerta que conduce al  improvisado penal. Observo el entorno y pondero los riesgos. Retrocedo y me pertrecho en el trastero de los útiles necesarios para afrontar la aventura con garantías: cordeles, capazo negro, bolsa de IKEA y escoba. Me decido, abro la puerta, paso al interior del patio y la cierro tras de mi. Despliego el instrumental y acoso levemente a la 'víctima', que huye despavorida graznando insistentemente. Se suceden las idas y venidas. Saltos e intentos vanos de emprender el vuelo salvador. Todos resultan entrecortados e insuficientes. El patio es demasiado vertical y le impide tomar altura gradualmente y escapar por encima de sus muros. A cada intento de despegue le sucede una caída más estrepitosa y una nueva huída a pie sorteando macetas y vallas. Aprovecho uno de sus desfallecimientos para atrapar a la indefensa criatura bajo el capazo. Una vez reducida, situo en uno de sus bordes la  bolsa de IKEA e inclino levemente la improvisada tapadera, que ofrece una tentadora rendija luminosa. El incauto animal sucumbe a la seducción y sale de su protector caparazón para caer atrapado definitivamente en el envoltorio amarillo. Una vez allí, solo me resta neutralizar sus defensas, tomando sus alas con una de mis manos y acomodando el resto de su cuerpo en el interior de la bolsa para su traslado.

Entramos en casa, cierro puertas y ventanas, por si acaso se me escapa el animal. Salgo al descansillo de la escalera y desde allí bajo hasta el zaguán. Abro la puerta de la calle y enfilo raudo en dirección a la mar con la bolsa entre las manos. Llego a la Explanada y cruzo hacia el puerto a la altura del antiguo Hotel Carlton. Centenares de barcos inmóviles y sin tripulación están amarrados a los pantalanes a pleno sol de junio. Apenas pueblan el paseo algunos senegaleses, sentados en un banco de piedra con los muestrarios de gafas desplegados a sus pies, que reparan con alguna sorpresa en el aspecto que ofrezco. Creo que lo que realmente les llama la atención es la gran bolsa que llevo entre las manos, de la que sobresalen algunas plumas de ave. Me dirijo al borde del paseo y elijo el lugar por donde soltar a mi acompañante. Llegó el momento de abrir la bolsa y ofrecer la libertad a la involuntaria víctima. Dicho y hecho. El pollo asoma la cabeza y duda. Finalmente, se decide y rápidamente, con decisión, salta al agua posando su cuerpo mansamente sobre la superficie plateada. Mueve con buen compás sus palmeadas extremidades y se adentra en la mar entre los yates, veleros y artilugios de alto standing que se ofrecen ante su mirada. El animal los ignora, rema y busca una salida nadando hacia el interior de la instalación portuaria. Yo permanezco unos minutos siguiendo su trayectoria con la mirada. Cuando, por fin, desaparece entre las embarcaciones, me doy la vuelta y enfilo el camino de regreso. Esta vez lo hago subiendo por la Rambla, que está más concurrida. Guiris, madrugadores y algún despistado apuran sus cafés en las terrazas, mientras los concesionarios de los bares de los 'racós' se afanan en los preparativos de la comida. 

Reflexiono sobre la gaviota: ha tenido suerte y dispone de otra oportunidad para elegir su vuelo. En Alicante, en su puerto, en el mismo lugar donde hace 74 años miles de seres humanos no la tuvieron. La libertad del pájaro es el pequeño homenaje que ofrezco a la memoria de las víctimas y exilados republicanos con el deseo ferviente de que la Comisión Cívica para la Recuperación de la Memoria Histórica de Alicante o quién sea consiga instalar un monumento solemne, que dignifique y guarde permanentemente su recuerdo.   






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