viernes, 7 de octubre de 2022

Crónicas de la amistad: Novelda (44)

A lo largo de la historia el verano ha sido un tiempo de recolección, de abundancia y de celebraciones. Sin embargo, en las últimas décadas ha devenido en la estación de la inactividad, de las vacaciones y los viajes, del relax y la socialización. Pese a todo, el vocablo estío ha sido y es sinónimo de calor en el hemisferio norte. Alude a un periodo en el que los termómetros se disparan y las temperaturas nos extenúan. El afán del consumismo por etiquetarlo todo ha puesto de moda la expresión «ola de calor», que ha sido «lo más» en este 2022, pese a tratarse de un concepto insuficientemente definido que se asocia a episodios de temperaturas anormalmente elevadas y persistentes, que afectan a amplias superficies territoriales.

Finalizó el verano y con él se esfumaron significativamente las «novedosas» olas de calor, que no lo son tanto porque desde 1975 —cuando se instauraron los registros de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET)— prácticamente todos los años se ha registrado alguna. En 2017, por ejemplo, se batió el récord alcanzado en el verano de 1975. Y no menos alarmante fue el de 2015, que registró la ola más larga de los últimos 40 años, prolongándose el ardor sin tregua alguna, ni diurna ni nocturna, durante casi un mes. Pese a que queda más lejana, la del verano de 2003 transcurrió desde el 30 de julio al 14 de agosto, afectando a 38 provincias y conformando el verano más cálido desde que se tienen registros, con casi 25° C de temperatura media a nivel nacional.

Casi la totalidad del país ha soportado tres olas de calor consecutivas durante este último verano. Han sido más de cuarenta días de ardentía extrema que ha originado fenómenos atmosféricos inusuales, como los «reventones térmicos», además de un alarmante crecimiento de los incendios. Registros que, por derecho propio, lo aúpan a los primeros puestos del ranking de olas de calor y de noches tropicales y ecuatoriales. Y si nadie lo remedia, el cambio climático seguirá haciendo su curso y crecerán los récords catastróficos, en España, en Europa y en el mundo.


Porque me temo que persistiremos en cultivar los patrones de ocupación del territorio y exacerbación del consumo universalizados en las últimas décadas. Sospecho que obviaremos las políticas necesarias para corregir los estragos del imparable abandono rural y que continuarán siendo insuficientes la prevención y los medios disponibles para apagar tanto incendio. Mal que nos pese, se impone la recuperación de algunos usos agrícolas tradicionales y la gestión forestal sostenible. Son igualmente necesarias cierta reocupación agraria de los territorios abandonados y la ayuda sostenida a la ganadería extensiva. Por otra parte, los expertos certifican una evidencia: los pueblos carecen de recursos y capacidad para solucionar la problemática inducida por la inmensa masa forestal que los rodea. De ahí que algunos planteen que la mejora de la gestión del ámbito rural requiere de la solidaridad de las ciudades, entre otras medidas. Consideran que los núcleos urbanos deberían contribuir mediante cánones a asegurar los servicios ambientales para compensar los beneficios que les proporcionan las zonas rurales colindantes bien gestionadas. Con ello no descubren ningún Mediterráneo, se trata, simplemente, de ahondar generosamente en el principio constitucional de solidaridad interterritorial.

En fin, como decía se fueron el verano y el calor, y con ellos los innumerables festivales que tan furibundamente se programaron tras dos años de obligada tregua. Decenas y decenas, uno tras otro. ¿Cómo es posible que en una época de tanta precariedad haya «pan para tanto chorizo»? Porque a los promotores de tan enaltecidos eventos les importa un carajo la música; y todavía menos la salud, el bienestar y el disfrute de los participantes. Al Medusa Festival, por ejemplo, que se celebra en Cullera, dicen que concurren anualmente más de 300.000 personas a lo largo de cinco días. ¿Hay cuerpos que aguanten, sin «gasolina» adicional, ciento veinte horas ininterrumpidas de despiporre? ¿No existen alternativas a tamaño desbarajuste? El pasado 13 de agosto, 50.000 personas se encontraban en el recinto cuando se desató un reventón térmico, con viento, lluvia, arena y muchísimo calor, que arrambló con parte del escenario y de la portada de acceso. Esos restos erráticos golpearon y mataron a una persona e hirieron a otras muchas, obligando a desalojar completamente el lugar.

Y es que, lamentablemente, el único viento que sopla sigue proviniendo del oeste. Ya hemos olvidado el calamitoso Woodstock 1999, el festival celebrado en el Estado de Nueva York que pretendía emular a su legendario ancestro de 1969 y que fue clausurado tras una espiral incontrolada de fuegos, revueltas y violencia. Múltiples fueron los agentes que perpetraron tamaña barbaridad, sin que nadie haya asumido responsabilidad alguna, ni se haya exigido a organizadores y/o autoridades. De modo que, con todos mis respetos: de aquellos polvos, estos lodos. —De entonces acá hemos aprendido mucho y ya no suceden esas cosas—, dirán los beneficiados. Y tienen razón: no suceden algunas, pero sí otras que las empeoran (abusos, jeringazos, inseguridad, alienación…). Lo que permiten las administraciones, con el silencio cómplice de las autoridades, de la clase política y de la sociedad en general, autorizando, consintiendo, publicitando y lucrándose con el rosario de festivales y eventos equiparables, es una barra libre de dislates e indignidad. Todo se hace «a mayor gloria de la economía (de unos pocos) y del subempleo de la mayoría, convertidos ambos en deus ex machina que asegura una parte importante de la riqueza actual». Por otro lado, aunque los usuarios paguen para que se les maltrate y consientan tamaño dislate, ello no debe suponer excusa ni coartada para que se autoricen y toleren espectáculos que colisionan frontalmente con los derechos fundamentales de las personas, atributos de la dignidad humana que deben ampararse y preservarse ineludiblemente.

Afortunadamente, en este inicio otoñal, el discurrir amistoso previsto por Luis Gómez serpenteaba por territorios más plácidos. Según lo acordado a principios del verano en Aspe, poníamos rumbo hacia Novelda. Luis nos esperaba en el restaurante cafetería Panach, al que me he referido en ocasiones anteriores. Tras consumir un sucinto piscolabis, hemos retornado a los vehículos para enfilar uno de los muchos caminos que conducen tierra adentro. Durante aproximadamente media hora hemos recorrido —lo diré con palabras de uno de los monoveros más ilustres— «un paisaje de lomas, de ondulaciones amplias, de oteros, de barrancos hondos, rojizos y de cañadas que se alejan entre vertientes con amplios culebreos […] colinas, oteros y recuestos se suceden unos a otros, siempre iguales, siempre los mismos, en un suave oleaje infinito…», una de cuyas sendas nos ha depositado en las inmediaciones del museo disperso de El Fondó, de Monòver, situado en una zona de cultivos y pinares, con una importante historia que contar. Aquí, durante la Guerra Civil había un aeródromo de 1,5 km², con un refugio antiaéreo que ahora es un museo, y también cuarteles militares. Desde aquí partió al exilio buena parte del último gobierno de la II República. Hemos visitado el refugio y el centro de interpretación, alojado en una vieja y desamortizada escuela rural de los años 70, acompañados de unos guías extraordinarios que nos ha facilitado el ayuntamiento. Dada la complejidad inmaterial de casi todo lo que se cuenta y la dificultad de poder hacer un museo visitable, quienes diseñaron esta instalación decidieron conformar el espacio proyectándolo como una suma de lugares desintegrados que articulan un conjunto que facilita su interpretación y disfrute. De tal manera que los soportes arquitectónicos generan el hábitat que protege la información del interior. Concluíamos la visita del refugio cuando empezaban a amenazar los chubascos y se nos echaba encima la hora acordada para comer. De modo que, apresuradamente, hemos retomado con presteza el camino que conduce a La Romaneta. Desde allí, siguiendo las indicaciones del anfitrión, nos hemos adentrado por una senda ampliada, envuelta en un denso silencio, por la que hemos marchado lentamente, desgranando un escondido itinerario perdido entre las vides, lentiscos y chaparros que se extienden hacia la vertiente noreste del Monte Coto, junto al Turó de l'Algepsar, y La Canyada de Garaia, que llega finalmente a las Casas de Sánchiz, en la partida monovera de Cases Roges. Bajo un apreciable aguacero, hemos descubierto con cierto asombro una casa de campo reconvertida en restaurante. Un espacio armonioso cuya quietud envuelve el tufillo de la combustión de la leña y los sarmientos impregnando el aire y predisponiendo el ánimo. Invitando, en suma, a acceder a un local que constituye un pequeño museo de aperos de labranza e imágenes históricas. Apenas pones el pie en su interior te percatas de que aquí todo es de campo, incluido el menú. Y es que, como en cualquier casa de comidas que se precie, las opciones están prácticamente cerradas y dejan escaso margen a la improvisación. Pese a ello, el restaurante goza de fama plenamente merecida y por ello se impone reservar la comida con antelación, pues no es empresa sencilla degustar productos de calidad, excelentemente elaborados, disfrutando de un entorno idílico y, encima, a buen precio.

De modo que, según lo previsto, hemos despenado el copioso menú que incluía entradas variadas: los tradicionales embutidos, ensalada de tomate del terreno, lechuga y puré, y unos platos de conejo deshuesado a las finas hierbas acompañados de sendas raciones de gachamiga. El plato principal lo constituían unos gazpachos excepcionales servidos en sus correspondientes tortas, que hemos apurado con un leve riego de miel. El postre lo habían compuesto con un combinado de pastelería, acompañado de un «café de brasero», elaborado con cafetera italiana tradicional, que ha añadido un detalle simpático al servicio. Algunos bocaditos de tarta de almendra y unas copitas de herbero, cantueso y mistela han rematado espléndidamente la dispensa del menú acordado.

A continuación, dando continuidad a lo que vienen siendo los cierres de estos encuentros, nos hemos desplazado a una amplia terraza exterior en la que, eludiendo las goteras generadas por los chubascos y acompañados del coro de gallos, gallinas y patos que teníamos en las proximidades, nos hemos dispuesto para desentonar lo que se terciase. Dirigidos magistralmente por Antonio Antón, que se había retrasado por necesidades sobrevenidas y que soportó estoicamente el enorme aguacero que caía mientras se aproximaba al restaurante, entonamos y desentonamos piezas de nuestro particular repertorio y le escuchamos otras a él, que las interpretó de la manera tan sabia, emotiva y espléndida que suele hacerlo. No faltó la música popular (El tio Caliu, La Llauradora, Un alcalde de la població, Tinc els morros unflats o El galló en el sequió), ni los ya clásicos Si em dius adéu, Qué va a ser de ti?, La paloma o María la portuguesa. La hora y el descanso del servicio fueron argumentos disuasorios que invitaban a cerrar el encuentro. Y así lo hicimos, emplazándonos para mediados de noviembre en Benilloba. Allí, en La Montaña, seguro que gozaremos de otra excelente oportunidad para cultivar la amistad.    


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