jueves, 25 de agosto de 2022

De la ficción a la escena

Pese a cuanto se ha dicho sobre la globalización y sus consecuencias, uno, cándidamente, imagina que la enormidad del planeta y el potencial de la humanidad imposibilitan la materialización efectiva de ese ávido e insistente discurso sobre la interconexión económica, política, social y tecnológica entre las naciones y los territorios. Sin embargo, la realidad se impone testarudamente. Simplemente con mirar alrededor, se descubre inmediatamente que cualquier pequeño estornudo en el más recóndito rincón del planeta puede inducir una pulmonía generalizada en el mundo. Lo que demuestra que esa ligazón no es una entelequia imaginada o argumentada interesadamente por los académicos y los economistas sino una palmaria realidad. Lo ha evidenciado la pandemia del Covid19 y lo está replicando la guerra de Ucrania, por citar dos de los últimos acontecimientos globalizados.

Estos días se cumple medio año desde que se inició la última guerra en Ucrania. La invasión rusa ha modificado radicalmente el panorama geopolítico mundial. Por un lado, Rusia se ha revitalizado como potencia y ha intensificado sus alianzas estratégicas con diferentes regiones y estados, especialmente con China e Irán. Por otro, las guerras que viene promoviendo en el este de Europa, en algunos de los países integrados en la extinta Unión Soviética, han provocado una crisis económica global, cuyos efectos más graves están por llegar, según aseguran los expertos. Una crisis que ha confirmado el fracaso de la diplomacia y del diálogo, sumiendo a Europa en una coyuntura de inestabilidad e incertidumbre desconocida desde hace décadas. Parece que no se trata de un episodio pasajero sino que llegó para quedarse. He escrito en otras ocasiones sobre el contrasentido que suponen las «crisis permanentes», como parece que es el caso, cuyo principal objetivo es justamente que no se resuelvan. Y ello tiene al menos dos finalidades: legitimar la escandalosa concentración de la riqueza e impedir que se adopten medidas contundentes y eficaces para evitar la catástrofe ecológica que se avecina.


La historia demuestra que, desde un punto de vista estrictamente mercantilista, cualquier guerra, sea cual sea el conflicto que la desencadene, ocasiona perjuicios a unos y beneficia a otros. Lo lógico es que la rentabilicen quienes la promueven, aunque no siempre sea lo que sucede, como me parece que es el caso. No sé qué acabará ganando Rusia con la guerra de Ucrania. Sí sé que aseguran que son quince mil los soldados rusos que se ha cobrado hasta ahora. Y parece evidente que el principal beneficiado de la crisis ucraniana son los Estados Unidos de América. El gas ruso era una fuente de suministro esencial para Europa y su reducción actual —mucho más la hipotética interrupción de su flujo— ha hecho que los americanos hayan hallado un mercado insaciable para su gas licuado. Es más, con la guerra, sus empresas armamentísticas están haciendo no solo el agosto sino un año de ensueño. Además de lucrarse con el gas que nos venden y las armas que suministran a los ucranios, han logrado reavivar la OTAN y polarizar las estrategias militares globales en el espacio denominado Asia-Pacífico, lugar prioritario de su disputa con China, que hace años que parece el enemigo a batir en el futuro.

Todo ello hace que se ciernan sobre Europa dos peligros prácticamente olvidados: una inflación galopante y la recesión económica inducida por el recorte energético del gas ruso, que afecta especialmente a Alemania. Y, como sabemos por experiencia, si la locomotora europea se lentifica, el continente entero hará lo propio. Hace meses que el FMI —aunque no sea una fuente de la que mane habitualmente agua cristalina— viene avisando de una más que posible recesión mundial que afectará a centenares de países. Varias decenas de ellos, especialmente los dependientes del grano exterior, están a las puertas de hambrunas terribles que se desatarán en los próximos meses si nadie lo remedia. Ciertamente, no sabemos ni cuándo ni cómo acabará la guerra, pero cuanto acarrea ya lo tenemos aquí.

En España, como en Europa, cunde el oportunismo populista a cuenta de ella. Se acerca el invierno y la pregunta es: ¿afrontamos la inexorable recesión o exigimos acabar con la guerra? Porque, no nos engañemos, lo que importa a la clase política española y europea no es la agresión a un país europeo, ni la libertad de sus ciudadanos, ni otras ampulosas aspiraciones con las que se nos llena la boca. Lo que nos interesa no es otra cosa que perder/ganar las elecciones como consecuencia del empobrecimiento de los ciudadanos que, por sí mismo, importa un carajo. Viene al pelo tener un chivo expiatorio sobre el que descargar los yerros, cuando lo que hoy sucede en España y en Europa es consecuencia de políticas anteriores a la guerra ucraniana y también de la compleja realidad geopolítica del mundo actual. Nos hemos olvidado, por ejemplo, de las ingentes compensaciones que se hicieron a la banca a cuenta del rescate financiero (62.000 millones de euros), del gasto público que hubo que empeñar para hacer frente al COVID-19 (50.000 millones, solo en 2020), de la crisis industrial generalizada en el occidente europeo, etc.

Y entre tanto, el país a lo suyo. Por un lado, el PSOE, del pragmatismo a la supervivencia, ejercitando la difícil aritmética parlamentaria y navegando entre los procelosos dictados de la Unión Europea. Inasequible al desaliento, militante de un pragmático «realismo económico, disfrazado de fatalismo, que se ha demostrado ficticio [...] La socialdemocracia ha renunciado a potenciar el progreso social y está retardando la consolidación del Estado del bienestar», aseguraba Martín Pallín en una tribuna que le publicaba el diario El País hace pocos días.

Por otro lado, la izquierda del PSOE sumida en sus recurrentes tentaciones populistas, no hace sino el juego a Putin, Trump y a cuanto significan ellos y otros. Y la derecha, tanto la derechita cobarde como la derechona, jugando con la ampulosidad de las palabras clave. Sin añadir una coma al discurso que Miguel Ángel Rodríguez y otros comunicadores, igualmente pedestres, ponen en boca de la fámula lideresa de la villa y corte, enarbolando una hipotética bandera de «la derecha libertaria y próspera, que te deja ser feliz y hacer lo que quieras y que no arruina», frente a una “izquierda moralista, prohibicionista y regañona, que quiere a todos arruinados e infelices”. Y el acólito Núñez Feijóo pues eso: Estoy. Ni voy, ni vengo. Total, ¿para qué? Con la bandera, la nación, la patria, la moderación, la centralidad y otros grandilocuentes términos sobran los mensajes, las declaraciones y los compromisos políticos. Con la infinita rebaja de impuestos aspiran a enriquecer hasta lo imposible a sus amigos financieros e industriales y sumir por entero a la sociedad en la más inadmisible desigualdad e insolidaridad.

¿Qué nos está pasando? Pues que insistimos en más de lo mismo. Putin persiste en sus falsedades sistemáticas, en la represión de la disidencia, en la reescritura de la historia. Y en el otro (o en el mismo) extremo, Trump y el partido republicano continúan hablando de la elección robada por los demócratas y amenazan con la vuelta a la Casa Blanca. Sin duda, estamos ante otra ola de posverdad, tras la que apareció en 2016, con el Brexit y los famosos «hechos alternativos» de Trump. 

Entre otras iniciativas, se impone la relectura de Arendt. Ella nos ayudó a entender que «los movimientos prosperan gracias a la destrucción de la realidad, pues evocan un mundo falso, pero consistente, más adecuado a las necesidades de la mente humana que a la realidad misma. La promesa del regreso a un pasado idílico ofrece seguridad y arraigo, la garantía irresistible de un deseo posible que nos vuelve capaces de negar la misma realidad”. Hoy el mundo ficticio que han inventado Putin o Trump consigue aislar a la gente del mundo real. La propaganda superlativa basada en la nostalgia soviética y en la arrogancia del viejo imperio justifica la intervención en Ucrania. Se busca producir una única verdad sobre la que no quepa formular opinión alguna, una nueva objetividad real e intocable. Un espacio atenazado por la propaganda autocrática, con un encuadre represivo que trata de imponer una única verdad. Por el contrario, para Arendt, la esfera pública es ese espacio plural, visible para todos, donde puede desarrollarse la libertad. En democracia discutimos y hablamos sobre lo que ocurre en el mundo, mientras que en los regímenes totalitarios las mentiras propagandísticas se tejen en torno a una ficción central.

Hanna Arendt nos habla del referente democrático como contrapunto interpretativo de los regímenes autoritarios, de la necesidad de preservar un espacio público donde sea posible y deseable confrontar opiniones y cuestionar la inevitable pretensión de toda autoridad de monopolizar el relato de la verdad. En mi humilde opinión, de eso se trata: olvidémonos de las ficciones e irrumpamos en la escena real.

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