martes, 4 de febrero de 2014

Gestalgar forever.

Por fin, después de cuatro meses, este fin de semana nos hemos ido al pueblo. Teníamos algunas cosas pendientes y era una buena ocasión para rematarlas porque se celebran los actos en honor al patrón y acude la gente. Por eso no nos sorprende que a nuestra llegada el pueblo rebose de coches y de personas que deambulan inusualmente por las calles, alimentando un runrún de conversaciones entrecortadas entre recién llegados y habituales, entre lugareños y visitantes. Trasiego, revolica, vitalidad, ¡qué gozo! Sin embargo, todo es un espejismo que apenas alcanza hasta el domingo por la tarde. El lunes vuelve irremediablemente el atronador silencio de las mañanas invernales y los silbidos sincopados de los estorninos.

Amanece. El sol se filtra entre las nuevas coscojas y las viejas pavesas de los pinos que abrasó el último incendio, hace más de un año. Los gatos se desperezan sobre los tejados y se escuchan las voces lejanas de vecinas lenguaraces y madrugadoras. Repican las campanas llamando a misa, confundiéndose su tañido con el soniquete de los cañares que enmarcan el río, empujados por la brisa ribereña que los mece permanentemente.

El piar del enjambre de gorriones que pueblan las tripas de los tejados ameniza las calles desiertas de un pueblo fantasmagórico a las siete de la tarde, que exhibe su leve palpito vital en las volutas de humo que ascienden lentamente de distanciadas chimeneas. Las madrugadas velan estridentes cortejos de gatos, ajenos al traqueteo de puertas y ventanas que empuja el cierzo y al frío de unas casas que no terminan de calentarse nunca.

Apenas han transcurrido unas horas y, sin embargo, qué lejos queda el lleno circunstancial de las calles, la chocolatada popular, los panecillos de S. Blas y las comilonas que acompañan a las fiestas. Y la felizmente recuperada jota de Gestalgar. Y el vocerío incansable de los niños en la plaza hasta las tantas. Y los diálogos a voz en grito de los vecinos retirándose a sus casas, tras la fiesta.

Regresan los ladridos de los perros solitarios, confinados en los corrales junto a la huerta. Y el cansino caminar de los viejos, volviendo a casa desde el Hogar del Jubilado o el bar de la Cooperativa Agrícola. Se enciende la luz acaramelada de unas farolas impolutas, que porfían por alumbrar las campanadas del reloj de la torre de la iglesia, que señala machaconamente las horas y las medias. Se nos echa encima el frío de las madrugadas y el golpear sobre las puertas de las cortinas de canutillo, con su soniquete personalizado.

Abundan los recuerdos para los amigos y familiares que ya no están. Se imponen obligadas visitas, insoportablemente emotivas, que ambicionan acompañar y lamentar –cada vez más a menudo– desgracias y obligadas despedidas. Hasta queda tiempo para trabar conversaciones que no sé si son flashbacks o meros ejercicios de nostalgia. Entretanto, unos altavoces estentóreos difunden bandos por las esquinas, que antes eran “receses” soleados, repletos  de mujeres remendando sábanas y ropa vieja, y hoy son piélagos perennemente habitados por cuatro gatos escuálidos que, por no tener, no tienen ni pedigrí.

Las rudas piedras que se escalonan en las faldas de las montañas amenazan siempre con caerse, rodando por las antiguas terrazas que insinúan sus laderas, abandonadas hace años por las labores, que ahora, tras el incendio, están también huérfanas de pinos, lentiscos y brezos.

Entretanto, el cielo, de un azul hiriente, diáfano e inmenso, recorta las siluetas de los espinazos pétreos que enmarcan el viejo pueblo que, indolentemente recostado sobre uno de ellos, asiste impertérrito al transcurso del infinito fluir del río y de las vidas.

Gestalgar, forever.

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