Por
fin, después de cuatro meses, este fin de semana nos hemos ido al pueblo.
Teníamos algunas cosas pendientes y era una buena ocasión para rematarlas
porque se celebran los actos en honor al patrón y acude la gente. Por eso no
nos sorprende que a nuestra llegada el pueblo rebose de coches y de personas que
deambulan inusualmente por las calles, alimentando un runrún de conversaciones
entrecortadas entre recién llegados y habituales, entre lugareños y visitantes.
Trasiego, revolica, vitalidad, ¡qué gozo! Sin embargo, todo es un espejismo que
apenas alcanza hasta el domingo por la tarde. El lunes vuelve irremediablemente
el atronador silencio de las mañanas invernales y los silbidos sincopados de
los estorninos.
Amanece. El sol se filtra entre las nuevas
coscojas y las viejas pavesas de los pinos que abrasó el último incendio, hace
más de un año. Los gatos se desperezan sobre los tejados y se escuchan las
voces lejanas de vecinas lenguaraces y madrugadoras. Repican las campanas
llamando a misa, confundiéndose su tañido con el soniquete de los cañares que
enmarcan el río, empujados por la brisa ribereña que los mece permanentemente.
El piar del enjambre de gorriones
que pueblan las tripas de los tejados ameniza las calles desiertas de un pueblo
fantasmagórico a las siete de la tarde, que exhibe su leve palpito vital en las
volutas de humo que ascienden lentamente de distanciadas chimeneas. Las
madrugadas velan estridentes cortejos de gatos, ajenos al traqueteo de puertas y
ventanas que empuja el cierzo y al frío de unas casas que no terminan de
calentarse nunca.
Apenas han transcurrido unas horas
y, sin embargo, qué lejos queda el lleno circunstancial de las calles, la
chocolatada popular, los panecillos de S. Blas y las comilonas que acompañan a
las fiestas. Y la felizmente recuperada jota de Gestalgar. Y el vocerío
incansable de los niños en la plaza hasta las tantas. Y los diálogos a voz en
grito de los vecinos retirándose a sus casas, tras la fiesta.
Regresan los ladridos de los perros
solitarios, confinados en los corrales junto a la huerta. Y el cansino caminar
de los viejos, volviendo a casa desde el Hogar del Jubilado o el bar de la
Cooperativa Agrícola. Se enciende la luz acaramelada de unas farolas impolutas,
que porfían por alumbrar las campanadas del reloj de la torre de la iglesia,
que señala machaconamente las horas y las medias. Se nos echa encima el frío de
las madrugadas y el golpear sobre las puertas de las cortinas de canutillo, con
su soniquete personalizado.
Abundan los recuerdos para los amigos
y familiares que ya no están. Se imponen obligadas visitas, insoportablemente
emotivas, que ambicionan acompañar y lamentar –cada vez más a menudo–
desgracias y obligadas despedidas. Hasta queda tiempo para trabar
conversaciones que no sé si son flashbacks o meros ejercicios de
nostalgia. Entretanto, unos altavoces estentóreos difunden bandos por las
esquinas, que antes eran “receses” soleados, repletos de mujeres
remendando sábanas y ropa vieja, y hoy son piélagos perennemente habitados por
cuatro gatos escuálidos que, por no tener, no tienen ni pedigrí.
Las rudas piedras que se escalonan
en las faldas de las montañas amenazan siempre con caerse, rodando por las antiguas
terrazas que insinúan sus laderas, abandonadas hace años por las labores, que
ahora, tras el incendio, están también huérfanas de pinos, lentiscos y brezos.
Entretanto, el cielo, de un azul
hiriente, diáfano e inmenso, recorta las siluetas de los espinazos pétreos que
enmarcan el viejo pueblo que, indolentemente recostado sobre uno de ellos, asiste
impertérrito al transcurso del infinito fluir del río y de las vidas.
Gestalgar,
forever.
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