martes, 27 de agosto de 2024

Bienestar animal

En ocasiones empiezas a escribir sobre algo que te preocupa o te interesa y, cuando todavía no has completado el primer párrafo, tienes la sensación de que te adentras en un territorio resbaladizo, comprometido, proclive a suscitar polémicas y conflictos. Según argumentan los expertos, en España existen casi treinta millones de mascotas. De modo que es raro el hogar en el que no resida alguna. Por tanto, parto de una evidencia incontrovertible: el asunto que quiero abordar, el «bienestar animal», incumbe a la mayoría de la población. Es más, diría que a la práctica totalidad, bien activa o pasivamente. De hecho, el colosal número de ciudadanos afectados explica la multiplicidad de opiniones, controversias y desencuentros que genera el asunto que, por otro lado, tiene importantes repercusiones éticas, administrativas e incluso penales para los propietarios de los animales.

Conviene recordar que el concepto «bienestar animal» se acuñó en el año 1964, en Inglaterra, tras el escándalo que suscitó la publicación del libro Animal Machines, de la periodista Ruth Harrison, en el que exponía descarnadamente el día a día de la ganadería intensiva. La obra tuvo gran repercusión, obligando al gobierno británico a crear una comisión para investigar el asunto. En el informe de conclusiones se decía que, efectivamente, los animales de producción eran manejados de manera insalubre e inadecuada, incluyendo altos niveles de maltrato. Ello originó la creación del Convenio Europeo para la protección de los animales en las ganaderías, que representó un primer paso en la regulación de sus condiciones de vida. Pero es en el Tratado de Maastricht (1997) donde por primera vez en la historia se describe a los animales como seres sensibles. Ello generó una enorme controversia ética, pues aceptar que sienten es admitir a la vez que pueden sufrir. Así pues, la firma del Tratado supuso dejar atrás la ancestral consideración que los equiparaba a las cosas o a los objetos.

Profundizando esta tendencia animalista, a la vista de las responsabilidades que acarrea la tenencia de animales, recientemente, veterinarios, propietarios y ciudadanos en general, han expresado una creciente preocupación por su bienestar, sea cual sea la tipología del vínculo relacional que se tenga con ellos: se trate de mascotas, de animales de laboratorio, de granjas de producción e incluso de zoológicos y acuarios. Una inquietud que me parece tan razonable como difícil de disipar por diversas razones; fundamentalmente por dos: a) porque carecemos de los conocimientos necesarios para resolver sus necesidades y problemáticas; y b) porque nuestra educación cívica es manifiestamente mejorable. Y es que el concepto de bienestar animal no alude exclusivamente a la ausencia de crueldad o sufrimiento, sino que incluye otros indicadores que se aprecian con parámetros que reflejan también su estado mental. Todo ello sin perjuicio de que, en síntesis, debe garantizarse que disfrutan de los cinco "derechos" que mencionan los expertos: hambre y sed saciadas, ausencia de incomodidades, carencia de dolor, maltrato y enfermedad, posibilidad de actuar espontáneamente, y no pasar miedo ni sufrir estrés. Ahí es nada.

Muchos especialistas consideran que los perros deben pasear sin correa. Ciertamente, los que viven en las ciudades, que son la mayoría, tienen un serio problema derivado de la carencia generalizada de espacios disponibles a tal efecto. Hay un déficit enorme de lugares públicos para el esparcimiento y la práctica espontánea de sus conductas. Sin embargo, los expertos aseguran que los perros ya tienen una dependencia muy grande del ser humano, pues están permanentemente sometidos a una rutina basada en el control y la obediencia. Sin embargo, para desarrollar una vida de colaboración, necesitan tener confianza en su cuidador. Esa confianza es crucial para que puedan disfrutar de una vida normal, sin la que no hay bienestar animal posible. Aseguran que pasear sin correa es fundamental para ellos porque obtienen mucha información a través del olfato y, si los llevamos permanentemente con ella, limitamos su capacidad de explorar y entender su entorno, con el consiguiente menoscabo de su bienestar. En cuanto al tiempo de paseo, consideran que hay que sacarlos tres veces al día, el mayor tiempo posible y nunca durante un intervalo menor de una hora. Así se evita la inactividad, que les induce aburrimiento y ansiedad.

Son habituales las conversaciones en las que se opina acerca de si los perros viven peor en un hogar pequeño que en una vivienda grande. Como sucede con otras cosas, no parece que el asunto tenga una respuesta única porque si bien en una casa grande pueden tener mayor movilidad, se dice que más importante que ello es asegurar que disfrutan del tiempo suficiente para practicar sus conductas naturales en libertad. También se discrepa sobre si las mascotas deben alimentarse con pienso o con productos de base biológica, similares a los que consumen sus dueños. Existen opiniones para todos los gustos. Los detractores del pienso arguyen que no satisface plenamente las necesidades biológicas de los animales, que es artificial y que no siempre se garantiza la calidad de los ingredientes y su origen. También la comida humana tiene sus detractores, que insisten especialmente en que tampoco asegura una alimentación equilibrada a las mascotas.

Otro asunto que se suscita de vez en cuando es la castración que, en opinión de los especialistas, debe limitarse a la solución de los problemas de salud que la requieren, pues entienden que no se debe practicar arbitrariamente para eliminar conductas sociales como la agresividad, que deben gestionarse con otros recursos.

Según datos de la Asociación Nacional de Fabricantes de Alimentos para Animales de Compañía (ANFAAC), como he dicho, en España hay más de 29 millones de mascotas. En marzo de 2023, se publicó en el BOE la Ley 7/2023, de protección de los derechos y el bienestar de los animales, vigente desde finales de septiembre. Es la normativa que, junto con las ordenanzas municipales, regula la tenencia de mascotas y afecta a los animales que conviven con nosotros y a cuantas especies silvestres están bajo el cuidado humano.

El principal objetivo de la Ley es luchar contra el maltrato, el abandono y el sacrificio de los animales. De ahí que, por primera vez, el maltrato se castigue con más de un año de prisión y hasta con 36 meses en caso de muerte. Por otro lado, si bien los circos con animales quedan prohibidos, la Ley no excluye los festejos populares con toros. Sin embargo, termina también con la comercialización de animales en tiendas de mascotas. Ya no se pueden vender ni perros, ni gatos, ni otros animales, y solo podrán adquirirse los que tengan menos de cuatro meses, directamente de personas que tengan autorizada la cría o mediante la adopción procedente de entidades de protección animal registradas.

Todavía debe cumplimentarse el listado de mamíferos y otras especies que deben ser objeto de protección, más allá de los que determina expresamente la Ley. Por tanto, hasta dentro de un par de años no existirá una relación completa de las especies susceptibles de ser animales de compañía. Mientras tanto, está prohibido tener animales venenosos, reptiles de más de dos kilos, primates, mamíferos silvestres de más de cinco kilos o especies amenazadas.

Además, la Ley prevé que para tener una mascota el propietario debe cumplir ciertos requisitos. El primero de ellos es acreditar haber realizado un curso de formación de validez indefinida, que será gratuito y obligatorio para los titulares de los perros, así como suscribir un seguro de responsabilidad civil para ellos. Adicionalmente, la Ley favorece la entrada de animales de compañía en los medios de transporte.

El incumplimiento de estas y otras normas contenidas en la disposición se sanciona con una amplia tipología de multas, cuya cuantía oscila desde los 500 a los 200.000 €, según la gravedad del incumplimiento de las previsiones y obligaciones.

Pues bien, analizado cuanto antecede y contrastadas las prácticas de tenencia que llevan a cabo mis convecinos, me hago infinidad de preguntas sobre el bienestar animal. Tras reflexionar sobre sus potenciales respuestas, termino subsumiéndolas en una interrogante única para la que no encuentro réplica concreta. Es la siguiente: más allá de ser un loable deseo o una compasiva ensoñación, ¿es verosímil asegurar la ansiada tenencia responsable y el consiguiente logro del bienestar animal? Obviamente, dependiendo de la respuesta que se dé a la pregunta se abre un amplísimo abanico de posibilidades cuyo análisis y comentario dejo para otra ocasión.



sábado, 10 de agosto de 2024

No todo el oro reluce

Recta final de las Olimpiadas de París 2024. El medallero va adquiriendo forma definitiva. Hoy sábado, cuando escribo estas líneas, encabezan la clasificación los Estados Unidos de América (111 medallas: 33 de oro, 39 de plata y 39 bronces), seguidos de cerca por China (83 medallas: 33 de oro, 27 de plata y 23 de bronce). A creciente distancia de los dos colosos se desgrana una decena de países: Australia, Japón, Reino Unido, Francia, Corea del Sur, Países Bajos, Alemania, Italia y Canadá, que corresponden a lo más destacado de la economía mundial. Es posible que se produzca alguna ligera variación en el ranking final, aunque estoy seguro de que tendrá escasa relevancia.

Como todo el mundo sabe, la medalla de oro es el galardón más codiciado en los Juegos Olímpicos porque simboliza la excelencia deportiva. Aunque comúnmente se cree que está hecha completamente de ese metal, no es así. Desde los Juegos de 1912, se conforma principalmente con plata, que se recubre con una fina capa de oro de aproximadamente 6 gramos. Pese a ello, por encima de su estricto valor económico (entre 800 y 1000 euros), su simbolismo es formidable porque no solo representa la excelencia deportiva sino que encarna, además, el esfuerzo, la dedicación y el sacrificio de los atletas. De ahí el enorme impacto emocional que les produce la presea, pues representa la culminación de años de sacrificio y abnegación, que concluyen en una especie de sueño hecho realidad.

Aunque no todo es tan idílico como puede parecer. Es verdad que ganar una medalla de oro puede tener importantes consecuencias para los atletas, e incluso llegar a cambiarles la vida. Generalmente, les multiplica las oportunidades de patrocinio y de publicidad y los convierte en figuras públicas reconocidas internacionalmente, con los correspondientes beneficios y desafíos para su vida privada y sus expectativas deportivas. Pero no solo de idealismo y emocionalidad viven los atletas. Algunos de los medallistas olímpicos ganan muchísimo dinero, aunque debe precisarse que el premio económico que reciben depende de su país de origen y de la modalidad del deporte en que compiten, y no, como parece lógico, del Comité Olímpico Internacional (COI).

Desde 2008, en España los ganadores de una medalla de oro reciben alrededor de 100.000 euros, los que han conseguido la de plata 50.000 y los que se han llevado la de bronce 30.000. Para los deportes en pareja las cifras cambian. El oro se recompensa con 75.000 euros, la plata con 37.000 y con 25.000 euros el bronce. También varían las cuantías para los deportes colectivos: 50.000, 29.000 y 18.000 euros reciben respectivamente el oro, la plata y el bronce. Además, disfrutan de las conocidas becas del Plan ADO, inauguradas en 1988, de cara a las Olimpiadas de Barcelona en 1992, que aseguran a quienes las obtienen un sustento económico de 60.000 euros durante dos años. Aunque puedan parecer cifras importantes, lo cierto es que nuestros deportistas no engrosan la lista de los mejor pagados de los Juegos Olímpicos. El ranking lo encabeza Singapur, cuyos atletas ganarán 750.000 euros por cada oro olímpico que consigan. En el otro extremo están el Reino Unido, Noruega, Suecia o Croacia, cuyos deportistas no recibirán retribución extra alguna, lo que no impide que disfruten de otras compensaciones. En suma, en París 2024 han competido juntos, en igualdad, atletas que ganan millones de dólares al año y deportistas que tienen que hacer rifas para financiar sus entrenamientos.

Como sabemos el espectro de financiación de los deportistas olímpicos es muy amplio y oscila desde los patrocinadores, a los premios económicos que habilitan sus respectivos países. La entidad que controla el atletismo en el mundo (World Athletics) anunció antes del inicio de las Olimpiadas parisinas que a los ganadores de la medalla de oro se les iba a dar un premio de 50.000 dólares. Días después, la Asociación Internacional de Boxeo (que no es reconocida por el Comité Olímpico Internacional, ni tampoco organiza el torneo de boxeo dentro de las Olimpiadas), anunció un premio de 100.000 dólares para los medallistas de oro en esa especialidad. Debo precisar que, anteriormente, todo este dinero se gastaba en programas más amplios de desarrollo de los atletas, por lo que algunos se han preguntado si la introducción de estos premios en metálico a los deportistas exitosos es la opción correcta. En consecuencia, han surgido críticas que apuntan a que el dinero podría utilizarse para forjar atletas, entregando fondos para formar deportistas jóvenes en lugar de ayudar a quienes están consagrados.

Sea como sea, tras París 2024, muchos países compensarán con dinero a sus medallistas. Naciones como Brasil, México y Colombia premiarán a sus olímpicos con sumas que oscilan desde 154.000 a los 42.000 dólares. Para los franceses el premio previsto es de 80.000 dólares por cada medalla de oro, mientras que los marroquíes esperan ganar 200.000. En EE.UU. los medallistas de oro recibirán unos 40.000 dólares. Sin embargo, como se ha dicho, hay otros países, como Reino Unido, que no ofrecen premios en efectivo. Obviamente, aunque estas cifras no son despreciables, tampoco son comparables al dinero que ganan los deportistas más famosos (futbolistas, tenistas, jugadores de baloncesto, boxeadores...).

Así pues, en París 2024 han competido deportistas que reciben salarios desorbitados (equipo de baloncesto de Estados Unidos, Djokovic o el golfista Jon Rahm) y atletas que trabajan a tiempo parcial para financiar sus entrenamientos. De hecho, en 2022 se realizó una investigación en Australia descubriéndose que el 40% de los atletas que se preparan para competir en los Juegos Olímpicos de 2028 tienen un trabajo a tiempo parcial. Incluso en Estados Unidos, un estudio reciente del Comité Olímpico y Paralímpico de ese país evidenció que el 26,5% de sus atletas actuales ganan menos de 15.000 dólares al año.

El debate sobre si la entrega de sumas de dinero a los mejores atletas es el mejor uso que puede hacerse de los fondos de las federaciones deportivas continuará. Como continuarán las presiones sobre ellas para que paguen premios en metálico. Para algunas disciplinas será fácil encontrar financiadores y patrocinios (atletismo, boxeo, tenis), otros deportes lo tendrán más crudo (piragüismo, escalada...).

La realidad es que los atletas de la mayoría de los 206 países representados en los Juegos Olímpicos de París se han preparado en condiciones de manifiesta desigualdad con sus competidores de los países más ricos. De ahí que entre las muchas asignaturas pendientes que quedan tras París 2024 (aspirar a neutralizar la brecha de género en las competiciones, contextualizar la materia con que se fabrican las medallas...), propondré inventar y activar en las Olimpiadas de Los Ángeles 2028 una fórmula que corrija las desigualdades de partida que existen entre los competidores. Más allá de la heroicidad que supone que los sudaneses del sur perdiesen por 17 puntos contra el redivivo Dream Team americano, me parece que debemos aspirar a ser algo más serios y ecuánimes.

Porque, aunque la idea de igualdad es uno de los parámetros fundamentales del pensamiento y de la organización social, económica, política y jurídica de las sociedades de nuestro tiempo, y de que es una de las principales aspiraciones de los sistemas democráticos, es evidente que no puede tratarse lo igual desigualmente, ni igualmente lo desigual. Todos somos diferentes, pero no tenemos por qué ser desiguales. Cuando las diferencias obedecen a causas naturales no se produce injusticia alguna; pero cuando la desigualdad tiene su origen en factores sociales provoca graves agravios comparativos que dan lugar a situaciones radicalmente injustas.

Rousseau partía de la existencia de dos desigualdades: las naturales, consistentes en la diferencia de edades, salud y fuerza; y las que corresponden al espíritu y al alma, que se pueden llamar morales o políticas, y se establecen con el consentimiento de los hombres. En mi opinión, únicamente las primeras son propiamente diferencias y las segundas, por tanto, desigualdades. Y, precisamente por el hecho de ser diferentes, estamos obligados a luchar contra la desigualdad. Ojalá sea ese uno de los ejes que vertebren el camino hacia Los Ángeles 2028.



jueves, 8 de agosto de 2024

La era de la perplejidad

Como se sabe, el pensamiento moderno fluctúa entre dos opciones polarizadas: la certeza y la perplejidad. La aspiración de alcanzar el saber absoluto nace con la filosofía de Spinoza, que influyó significativamente en el posterior idealismo alemán. La perplejidad es un concepto más reciente que encuentra su primera definición en las obras de Kant.

Alcanzar el saber categórico ni fue una anecdótica pretensión de Spinoza, ni tampoco ha sido la disparatada aspiración de otros idealistas extravagantes. Bien al contrario, representa un anhelo que se corresponde con el desarrollo de uno de los supuestos fundamentales de la modernidad: el carácter ejemplar que tiene la ciencia como forma de saber. Lo que realmente caracteriza al conocimiento científico moderno es la exactitud, la peculiaridad del saber matemático, que se adopta como arquetipo para cualquier tipo de discernimiento. Obviamente, tal perspectiva excluye la gradación en la certeza porque el saber o es exacto, o no lo es. Por tanto, desde este enfoque conceptual se respalda una epistemología única y común para todas las ciencias.

Por otra parte, recordaré que la definición y exposición del tema de la perplejidad ocupa las páginas iniciales de la Crítica de la razón pura. Kant aborda este concepto al contrastar la carencia de datos experienciales suficientes para poder afirmar o negar algo acerca del espíritu. Para él, la perplejidad es una suerte de situación embarazosa en la que se ven envueltos quienes careciendo de datos creen tener un conocimiento suficiente sobre determinados aspectos del espíritu.

Para Kant, la perplejidad no es algo que acontece a quienes creen saber más de lo que realmente saben, sino una situación en la que incurre la razón humana de modo natural cuando intenta hacer metafísica. En sí misma no es ni la contradicción ni la oscuridad que pueden afectar al ejercicio del entendimiento, es meramente la imposibilidad de dar respuesta a preguntas que se hace la mente. De manera que cualquiera está perplejo cuando no logra responder las cuestiones que le induce el interés teórico de su propia razón. Esas interrogaciones insoslayables, y a un tiempo incontestables, que salen al paso de la razón son, originariamente, las antinomias.

Durante las últimas semanas el mundo occidental se me antoja envuelto en una reverdecida perplejidad (inducida por las estrategias desplegadas por los dos grandes partidos políticos de la nación más poderosa del mundo), que es consecuencia del rampante antagonismo avivado por Trump cuando abandonó tan estrepitosamente la Casa Blanca en 2020. La proximidad de las elecciones de noviembre y la tozudez del presidente Biden han propiciado que en los primeros compases de la campaña —muy especialmente después del primer debate presidencial de finales de junio, y más aún tras el atentado (?) sufrido por Trump a mediados de julio— los republicanos emergieran como una fuerza arrasadora, con el liderazgo indiscutible del expresidente. Y es que, pese a que es tan viejo como Biden (solo les separan tres años), no lo aparentó en la comparecencia televisiva porque lo arrinconó ametrallándolo con bulos y mentiras. El presidente fue incapaz de hacerle frente presa de titubeos, ronqueras y lapsus, perdiendo un duelo trufado de ataques personales que terminó por encender todas las alarmas en las filas del Partido Demócrata, donde hacía tiempo que algunos cuestionaban la idoneidad de su candidatura.

En esa encrucijada alguien debió pensar, y descubrir para sorpresa de todos, que la revitalización de la desfavorable expectativa electoral de los demócratas estaba al alcance de la mano pese a que nadie la veía: la vicepresidenta Kamala Harris era la solución. Y por arte de birlibirloque florecieron sus hasta entonces infravaloradas virtudes y probidades que, ¡oh, sorpresa!, en muy pocos días la han catapultado a la fama, situándola casi en plano de igualdad con Trump. Así pues, emerge de nuevo el escenario antinómico, la aparente contradicción entre proposiciones demostradas o la contradicción real entre proposiciones aparentemente demostradas. La antinomia éxito/fracaso cambia la polaridad y la opción más propicia la personifica ahora una mujer afroamericana, de origen indio y jamaicano, madura, con acreditada formación, funcionaria eficiente y política experta.

Me sorprende la tremenda repercusión que tienen los incisivos mensajes que viene lanzando la vicepresidenta Harris tras su designación como candidata, bien presentando su enfrentamiento con Trump como la lucha entre una fiscal y un delincuente convicto, bien prometiendo que mira al futuro en lugar de obsesionarse con el pasado o, simplemente, incitando sin remilgos a la no resignación asegurando que cuando se lucha se gana, etc. En última instancia, viene a decir que en estas elecciones cada ciudadano debe responder a la pregunta: «¿En qué tipo de país queremos vivir, en un país de libertad, compasión y Estado de derecho, o en un país de caos, miedo y odio?».

Más allá de los vistosos escenarios que los equipos electorales diseñan para favorecer el éxito de sus candidatos; por encima de los eslóganes y la estudiada terminología que incorporan en sus discursos —a Trump le llaman raro (weird) y a Kamala nasty (mujer desagradable) o phony (falsa)—; además de las cuantiosas donaciones económicas de lobbies y simpatizantes; e incluso reconociendo el innegable papel de los think tank (Fundación Heritage, Center for American Progress) y otros  influyentes grupos de trabajo (Stop Project 2025), a la hora de elaborar los documentos políticos que guían las campañas y las futuras acciones de gobierno de los respectivos candidatos, mi entendimiento no logra elucidar la perplejidad cuando contrasta que un cartel electoral o una mera imagen aderezada con pocos y adecuados mensajes puede influenciar radicalmente el curso de los acontecimientos.

Me declaro perplejo e insolvente para dar respuesta a algunas preguntas que se hace mi mente: ¿Es posible que la utilización de una ocurrencia, como llamar a alguien raro o falso influya decisivamente en las expectativas electorales de un determinado candidato? ¿Resulta verosímil que oponer un hombre viejo, blanco, autoritario, impulsivo y con ideas destructivas a una mujer madura, negra, defensora del feminismo, inclusiva y amante de la justicia sea per se garantía del éxito electoral? Se me ocurre que quizá en este momento lo pertinente sería recordar a Kolakowski (1977), que sostenía la necesidad de destruir las certezas aparentes para obtener las genuinas, es decir, dudar de todo para librarse de toda duda. La perplejidad sería quizás el paso previo, la fase en la que se cuestiona «la certeza de lo dado», ese estado de tensión que experimenta el individuo cuando ha de decidir entre dos o más opciones. Pero justamente ahí está uno de los meollos de la cuestión, en identificar cuáles son realmente las incertidumbres esenciales de la que podría denominarse nueva era de la perplejidad.