viernes, 13 de septiembre de 2024

Badila

Wittgenstein decía, entiendo que con razón, que los límites de nuestro lenguaje son los límites de nuestro mundo. Por ello, la riqueza de nuestro vocabulario puede ayudarnos a apreciar los infinitos matices que ofrece la vida, sin que muchas veces reparemos en ellos. Podría referir multitud de casos al respecto, pero me limitaré a mencionar uno de ellos, la palabra «badila».

En el Diccionario de la Real Academia (DRAE) el término «badila» remite a «badil», que se define como «paleta de hierro o de otro metal, para mover y recoger la lumbre en las chimeneas y braseros». En España se usan ambas formas, dependiendo de los diferentes territorios. Obviamente, se trata de un término en desuso porque, como sabemos, los modernos sistemas de calefacción han ido arrumbando a los braseros y chimeneas, que generalmente han pasado a ser auténticas reliquias, o casi. Sin embargo, no hace tanto que eran imprescindibles para procurar bienestar a los ciudadanos pudientes, y también a los menos acaudalados, durante los periodos invernales. En el transcurso de la dilatada etapa en que esos ancestrales artificios formaron parte del día a día, se originaron términos y expresiones que han dejado rastro en el idioma. Lo demuestran algunos de los vocablos que recoge el Diccionario Histórico de la Lengua Española (TDHLE). Son palabras como badil, badila, badilada, badilado, badilar o badilazo, entre otras.

El DRAE recoge también la expresión «dar a alguien con la badila en los nudillos», que es una locución coloquial equivalente a vejarlo, o a molestarlo indirecta o disimuladamente. Por otra parte, se emplea escasamente la locución «dar la badila», a diferencia de otra parecida, y más usual, como lo es «dar la barrila». Ambas comparten el significado de terceras, como «dar la lata», «dar la brasa» o «dar la murga». En suma, todas son formas coloquiales de expresar que se molesta o se aburre a alguien con cosas inoportunas o con exigencias continuas.

Badil y Badila también se han utilizado como nombres propios. Así, El Badil es el nombre de un restaurante que abrió sus puertas en 2013, en Albacete. Está especializado en gastronomía manchega, ofreciendo platos típicos como el «atascaburras» o el estofado de rabo de toro, entre otras recetas tradicionales. Y Badila Asociación Cultural es una organización sin ánimo de lucro radicada en la comarca de La Vera (Cáceres) que patrocina una importante Muestra Internacional de Cine, así como conciertos y otras actividades que dinamizan el tejido sociocultural de la comarca. Por otro lado, José Bayard Cortés, alias «Badila» y Manuel Martínez «Agujetas» integraron una legendaria pareja de picadores taurinos, que sentaron cátedra durante buena parte de la segunda mitad del siglo XIX y en los primeros años del siglo XX.

En otras ocasiones he abordado en este blog algunos aspectos de la fiesta de los toros, a la que me confieso aficionado desde siempre. Hace algunos años que se ha convertido en uno de los espectáculos más denostados, pese a la proliferación de otros muchos, aparentemente inocuos que, a mi juicio, acreditan sobrados merecimientos para concitar una aversión similar. Como dije, es amplio el conglomerado de factores que condicionan la tauromaquia y los festejos populares dificultando aventurar una prospectiva razonada sobre su futuro. No obstante, en mi humilde opinión, no parece que sean precisamente valores en alza, sino más bien todo lo contrario. Sin embargo, tampoco considero que estemos frente a un desahuciado moribundo arrastrándose a las puertas de la expiración. De ahí que me atreva a vaticinar que su agonía será larga, aunque cada vez más ineludible.

Pese a lo que a veces se dice, considero que los tiempos pasados ni fueron mejores que los actuales, ni tampoco peores. Depende de qué asuntos se trate y, naturalmente, del cristal con que se enfocan. Así, por ejemplo, en el mundo taurino, actualmente, el tercio de varas es la parte de la lidia más denostada por parte de los antitaurinos y la que probablemente han distorsionado más los aficionados y profesionales, pese a ser uno de sus elementos esenciales. Generalmente, supone un mero trámite que ni permite el lucimiento del toro ni el del varilarguero. Al primero se le impide exhibir su bravura o su mansedumbre, negándosele la oportunidad de arrancarse desde lejos a un caballo que entra a la suerte por derecho, bien montado por el piconero. Este, a su vez, esquiva su responsabilidad señalando picotazos leves, castigando los brazuelos o tapando la salida del animal. En suma, abusando de las marrullerías y vaciando de sentido un tercio que contribuye escasamente a ahormar con tiento y mesura la fiereza del cornúpeta, preparándolo adecuadamente para la faena de muleta.

Pero no siempre fue así. Ahí están para acreditarlo los picadores de otro tiempo que se ganaron a pulso el derecho a lucir el oro en su chaquetilla, privilegio que todavía hoy comparten con los matadores. Y es que, aunque cueste creerlo, hubo «toreros a caballo» que ocuparon el lugar principal en los carteles, y cuya importancia y fama trascendieron los ruedos. Uno de ellos fue el mencionado Badila, que comenzó a picar con apenas dieciocho años y lo siguió haciendo a lo largo de treinta más, hasta pocos meses antes de fallecer prematuramente a los cuarenta y ocho. Fue un picador valiente, con una espléndida figura que gustaba destacar con su estudiada vestimenta y que inicialmente fue apodado «brazo de hierro». Un día que andaba cabizbajo y mohíno, alguien de su cuadrilla le dijo que estaba tan callado que parecía que se había tragado el rabo de la badila. A raíz de esa ocurrencia empezaron a llamarlo, bromeando, Badila, apodo que trascendió y con el que pasó a los anales del toreo.

Cuentan que Badila fue un personaje polifacético en sus actitudes taurinas y en otras, como actor y cantor de operetas, convirtiéndose en un gran aficionado y entendido de ese género musical. Sintió interés por mejorar el vestido de torear a caballo y entre sus aportaciones a tal efecto destacaron la mejora de la «mona» (protección metálica de la pierna más expuesta) y una calzona holgada, con ojales y sin atar, para que se pudiera rasgar y no ser arrastrado el picador en las cogidas. También utilizó unas chaquetillas cada vez más lujosas, con terciopelos e hilos de seda, menos pesadas y más flexibles, devolviendo al picador la elegancia de trajes de épocas pasadas.

A badila podría añadir otros términos como serendipia, nefelibata, petricor, ataraxia, limerencia o arrebol. Decenas, cientos, miles de palabras del castellano, la tercera lengua más utilizada para la producción de información en los medios de comunicación y con más usuarios de Internet. Utilizando cálculos matemáticos, se ha conjeturado que en la historia de la especie humana pueden haber existido entre 100.000 y 500.000 lenguas. Las cifras no son muy ilustrativas porque nadie sabe desde cuándo existen lenguas humanas (ni exactamente a qué nos referimos con este término), y porque el margen que se ofrece es enorme. Aunque instruye sobre algo muy interesante: que la mayoría las especies y las lenguas que ha habido en la Tierra han ido desapareciendo y que hoy día existen muy pocas. Los cálculos más amplios del número de lenguas supervivientes hablan de poco más de 6.000, aunque bastantes de ellas ya están extinguidas. Por desgracia, y a diferencia de las especies animales y vegetales, no existen fósiles lingüísticos que nos permitan comprobar cuántas ha habido en cada lugar y cómo eran. Pese a todo, insistiré en mi imposible obstinación: que no se pierda ni una sola palabra más de ninguna de ellas, por raras o minoritarias que sean. La muerte de las lenguas no tiene por qué ser un fenómeno inevitable.





sábado, 7 de septiembre de 2024

Esperanza

La esperanza es un estado de ánimo que fluye cuando se visualiza como alcanzable aquello que se desea. En el ámbito religioso, singularmente en el catolicismo, es una virtud teologal por la que se espera que Dios otorgue los bienes que ha prometido. En general, de manera muy esquemática, puede decirse que existen tres tipos de esperanza: el mencionado sentimiento; la expectativa respecto a las cosas buenas que tiene la vida; y finalmente, la esperanza cristiana, es decir, la virtud aludida.

Se ha dicho que la esperanza es el armazón de la existencia del ser humano y que su primera condición es el optimismo. Ciertamente, no hay esperanza sin optimismo porque es difícil mantener la expectativa sin suponer que puede alcanzarse un futuro que será mejor que el presente. Consecuentemente, el optimismo implica insatisfacción, disconformidad con lo que se posee o nos viene dado. Por eso, la esperanza se corresponde con un modo de entender la vida, denominado crecimiento, que es distinto del mero concepto de transcurso. Crecer no es solamente dejarse llevar por el torrente de la existencia, supone exprimir el tiempo y las oportunidades poniéndolos al servicio de la vida, rentabilizando facultades que tenemos las personas, como la inteligencia y la voluntad, susceptibles de un crecimiento prácticamente ilimitado. Y el optimismo esperanzado al que aludimos se basa en este desarrollo que, por irrestricto, atañe y se extiende a todas las etapas de la vida.

El segundo componente de la esperanza es la convicción de que el futuro depende de las actuaciones que llevan a cabo las personas. Si se desecha esta certidumbre, la esperanza supone la mera espera de un desenlace que llegará como consecuencia de un dinamismo ajeno a nuestro actuar. Es la esperanza característica de las utopías, que ciertamente ofrecen un futuro mejor, pero siempre concebido como realidad extrahumana, pues obedece a un proceso determinista en el que la libertad está ausente.

Así pues, si se parte del supuesto de que la esperanza se instaura en el tránsito hacia el futuro y del convencimiento de que lo mejor está por llegar (obviamente, con nuestro esfuerzo), se llega a una obligación ineludible: el ser humano debe mejorar creciendo como tal. Y esa aventura esperanzada es imposible afrontarla en soledad, no se puede acometer sin la ayuda de los demás, que reside esencialmente en la cooperación.

Viene esta introducción a cuento de los comentarios que estos días han hecho algunos de mis amigos acerca de un artículo que inserté en el grupo de wasap que compartimos, redactado por Josep Ramoneda y publicado en el diario El País con el título «La extrema derecha en el aparador», que concluye con una profunda reflexión y dos preguntas categóricas: «[...] La cuestión de fondo, sobre la que Macron creyó asentar su poder y no lo ha conseguido, está en el paso del capitalismo industrial al capitalismo financiero y digital, que cambia radicalmente la estructura social, de la dialéctica entre burguesía y clases populares a una sociedad más atomizada con poderes globales de incidencia directa en la vida cotidiana y un sistema de comunicación que es como una selva de participación masiva, controlada, paradójicamente, por muy pocas manos. ¿Es posible adaptar la democracia a este panorama? ¿O es imparable el triunfo del autoritarismo posdemocrático?».

Decía uno de mis amigos: «Muy acertado, como casi siempre, el bueno de Ramoneda». Y precisaba otro: «Sí, acertado; pero durísimo y con pocas opciones para seguir luchando. ¿Habrá que ‘chutarse’ democracia y libertad en vena?». Todavía apostillaba un tercero: «La última pregunta da pavor. Y ya lo estamos oliendo». Y concluía finalmente otro: «Espero que los pueblos a la hora de la verdad sepan rectificar».

En mi opinión, la lucha frontal contra los nuevos populismos no tiene más espera. Son fenómenos que han ido medrando en el interior de las democracias desde hace años y que han sido ignorados hasta que han eclosionado estrepitosamente, sin que ni los viejos regímenes ni las jóvenes democracias hayan propiciado una reflexión densa sobre la naturaleza de las grietas que presentan y las razones que los han convertido un sustrato fértil para que prospere la involución.

El proceso reflexivo que propongo no puede eludir las consecuencias de la recurrente fricción entre la idealización democrática y su articulación práctica como detonante de un creciente desencanto y escepticismo ciudadano ante principios democráticos básicos como la legitimidad, la representatividad, la transparencia o la igualdad ante la ley. Asimismo, el déficit de representación y participación se ha ido acentuando por mor de una partidocracia que domina la vida democrática, y en última instancia llega a comprometer uno de los baluartes fundamentales de toda sociedad democrática: la división de poderes. La desafección de la ciudadanía ha ido creciendo frente a unas instituciones cada vez más débiles y erráticas en su misión de atender al interés general, garantizar la paz y promover la justicia social.

Constato una suerte de percepción por parte de muchos ciudadanos de que se ha fracturado el viejo contrato social, apareciendo una insalvable línea divisoria entre gobernantes y gobernados. Estos últimos se sienten desposeídos de su soberanía al advertir cómo la clase dirigente privilegia los intereses del capitalismo transnacional, que no ha producido sino el debilitamiento sostenido del estado del bienestar.

Los próximos años pueden ser determinantes para el futuro de Europa. La respuesta frente al auge de los partidos populistas y euroescépticos pasa por sellar las grietas que se han abierto en la vida democrática de los países miembros. En mi opinión, para afrontar este reto, la Unión Europea debe revisitar y profundizar, mucho, el proyecto de integración con la mirada puesta en la defensa de los derechos humanos y del modelo social europeo. Creo que no hay otro modo de renovar el contrato social con los ciudadanos y de alejarse de su inveterada connivencia con el capitalismo financiero y digital para recuperar, o más bien reconquistar, su «licencia para gobernar», que indudablemente ha de provenir de los ciudadanos, de una ciudadanía europea construida sobre los valores democrático-liberales conquistados con esfuerzo y que nos han asegurado décadas de paz y prosperidad. Disminuir el avance de la retórica populista exige la revitalización de la democracia, fortaleciendo los valores europeos y defendiendo los derechos humanos, sin miedos ni titubeos.

Borges, en uno de los versos de su composición Los espejos, nos dice: «Que haya sueños es raro...». Será raro, pero los tuvimos y los tenemos. Y lucharemos por ellos mientras nos quede aliento para clamar y mientras tengamos a mano un ordenador y acceso a internet para decir y argumentar lo que pensamos y en lo que creemos.