Es una obviedad que el acto de comer es un
hecho biológico, natural. Sin embargo, ni en todos los países, ni en todos los
tiempos, se ha comido lo mismo. Es más, la historia avala que las formas
culturales de comer condicionan la necesidad biológica de hacerlo, como lo
demuestra el hecho de que a lo largo de la historia de la humanidad hayan
muerto de hambre muchas personas, pese a tener a su alcance alimentos que no eran
considerados tales por sus respectivas culturas. No me extenderé en detalles.
A poco que reflexionemos, constataremos que en
algo tan básico y natural, como es el acto de comer, confluyen un conjunto de
variables que no pueden soslayarse. Por un lado están las estrictamente
biológicas, como las necesidades y capacidades del organismo y las
características de los alimentos. Por otro, emergen los elementos ecológicos
y/o demográficos, que tienen que ver con sus circuitos de producción,
distribución y consumo. En tercer lugar deben considerarse las cuestiones
sociopolíticas, es decir, el acceso efectivo a la comida que tienen los
diferentes grupos sociales, sea a través de sistemas de mercado, de control
gubernamental, o de otra naturaleza. No pueden eludirse, finalmente, los ingredientes
culturales, es decir, las categorizaciones que determinan en cada cultura qué
es comida y qué no lo es; qué, cuándo y con quién se debe comer, cómo debe ser
la dieta para las diferentes edades, etc.
Estas dimensiones socioculturales de la
alimentación, que no pueden desvincularse de la estricta y subjetiva perspectiva
del comensal, hacen de ella una realidad que está a caballo entre la biología y
la práctica social. Por tanto, comer es, cuanto menos, un hecho complejo que
nos vincula y articula a cada uno de los humanos con nuestra sociedad y con nuestro
tiempo. Las costumbres alimentarias no son simples hábitos individuales porque
son inconcebibles aisladamente del contexto psicosociocultural en que se practican.
Me cuento entre los que creen que, más que hábitos alimentarios, lo que existen
son sistemas culinarios, es decir, estructuras culturales del gusto que
engloban prácticas sociales cargadas de sentido. Por eso, pretender cambiar las
formas de comer, la alimentación de una colectividad, significa ambicionar
modificar sus valores, sus gustos y hasta su delicado y complejo equilibrio.
Retaurante Eat, Greenpoint (NY) |
No es ningún secreto que, como sucede con
todos los bienes escasos, el silencio empieza a ser altamente valorado en las
ruidosas sociedades occidentales. No solo para ayudar a la gente a conocerse
mejor sino incluso como estrategia para acercarse unos a otros. Muy
especialmente en el mundo anglosajón, y a ambos lados del Atlántico, cada vez
hay más cafés llenos de gente que lee en silencio a lo largo de una o dos horas
para, después de ese tiempo de placer autónomo, compartir otro charlando con los demás,
mientras se ingiere el último combinado de moda. Hasta se ensayan nuevas formas
de relación mediante citas rápidas y silentes, intermediadas por empresas
especializadas, en las que priman los gestos, las sonrisas, las miradas, es
decir, cualquier lenguaje, excepto el verbal. Parece como que esta gente se hubiese
propuesto acabar con la vetusta tradición que circunscribía las relaciones sin
palabras al ámbito de los cortejos. Y es que muchos aseguran que este nuevo (?)
mutismo tiene un efecto positivo sobre el organismo, dado que ayuda a rebajar
los niveles de estrés y a relajarse.
Hace ahora una década que la artista británica
Honey Ryan creó en Berlín las llamadas “zonas silenciosas”. En este caso se
trataba de compartir menús veganos en los que había que respetar unas normas
muy sencillas: una pareja compartiendo mesa, no hablar ni escribir, hacer el
menor ruido posible, no interactuar con aparatos tecnológicos y permanecer en tan
singular escenografía al menos 2 horas. Aquella iniciativa tiene actualmente
múltiples réplicas. Una de
ellas es el restaurante Eat, en Greenpoint (NY), que ofrece una
dominical y silente propuesta de hora y media bajo el lema “come y calla”. Un local reducido y
estrecho, sin música y con poca luz, en el que un cocinero veinteañero y un par
de pinches sirven a una treintena de personas platos presuntamente compuestos
con productos orgánicos locales (?), sin elección ni opinión posibles. Sin
duda, un lujo barato (unos 45 dólares, más propina) en la exclusiva y estrepitosa rutina
neoyorquina, una nueva curiosidad en una ciudad obsesionada con la pose de
estar a la última en excentricidades.
Para su artífice, la experiencia es una
performance de base filosófica. Asegura que su propuesta tiene que ver con
nuestra relación con lo otro. Dice que de la misma manera que sucede con el sexo,
la psicología o el lenguaje, introducir algo externo en nuestro cuerpo, que es
lo que hacemos cuando comemos, supone siempre un compromiso profundo. Y por eso
apuesta por productos ecológicos, afirmando que “si no sabemos de dónde viene
la comida, cómo se produce, cómo ha afectado la tierra a sus cualidades
nutritivas, cuando llega a nosotros tenemos una relación alienante con
ella". Sin comentarios.
Luego, la carta que ofrecen es realmente
espléndida: pan de trigo con mantequilla, sopa de zanahoria con especias,
ensalada de lombarda cruda, puchero de porotos con papas, nabo y boniato, para
los veganos; y abadejo con tomate picante acompañado de col silvestre y ajo, para
el resto. De postre, helado con sal marina y quinoto. Menú tan exquisito debe
aderezarse con una extrema timidez al mover los cubiertos para evitar que
colisionen estrepitosamente contra la vajilla artesana creada por el dueño del
local, cuyo tintineo matizarán siempre los leves chasquidos de las hojas de lombarda sucumbiendo
a la presión de los molares de los comensales.
Los testimonios de algunos participantes
son auténticamente sobrecogedores: "Me
he sentido aliviada porque normalmente hablo mucho, pero también fue un gran
descanso saber que puedo estar callada en presencia de otra gente",
dijo una de ellas, que confiesa que cuando fue al baño habló ante el espejo.
"Al principio estaba muy nerviosa.
Cuando llegamos, hacer cualquier ruido era terrible. La sopa estaba caliente y
estaba soplando, pero no quería hacer ruido cuando lo hacía... pero, en
cualquier caso, luego me relajé", dice otra, que sufrió un ataque de
risa frente a la tercera en discordia, que no terminó ninguno de los platos
pero hasta el final no pudo aclarar si no le gustaban o, simplemente, no tenía
hambre. "Mis expectativas culinarias
han sido totalmente satisfechas. La comida era increíble", decía otro,
después de haber estado con los ojos cerrados en modo de meditación la mayor
parte de la cena. "El silencio me
permitió volver a experiencias en retiros espirituales que había hecho",
aseguraba un hombre dedicado a negocios de estética.
La verdad es que no sé qué decir, o tal
vez sí. Revuelto en mis disquisiciones, de repente me acucian unas infinitas ganas de que llegue el próximo 17 de
febrero, en que compartiré ágape con mis amigotes en Muro. Allí comeremos
lo que debemos y lo que no, hablaremos de lo que consideremos oportuno y de lo que no,
cantaremos lo que nos apetezca y lo que se tercie, y nos querremos como sabemos y como solemos. Y, además, creeremos ciegamente que
estamos haciendo lo que toca, y que somos felices, aunque no comamos callados junto al
puente de Brooklyn, o en la Isla de los Museos.
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