lunes, 7 de octubre de 2024

Post-pandemia

La Organización Mundial de la Salud (OMS) ha advertido reiterada y enfáticamente de que si no somos capaces de revertir el cambio climático más pronto que tarde nos asolarán viejas e inusitadas pandemias. La literatura médica, por otra parte, señala que estas suelen producirse con intervalos de aproximadamente cien años, aunque la tozuda realidad demuestra que se suceden con mayor frecuencia. A lo largo de la historia, las epidemias han ocasionado la enfermedad y la muerte de millones de personas, y continúan haciéndolo. Cuantificar la incidencia de estas enfermedades globales resulta una tarea muy compleja, aunque algunos investigadores se aventuran en ella asegurando que las mayores tragedias humanitarias las han causado la peste negra, el cólera, la gripe, la fiebre tifoidea, el bacilo de Eberth y la salmonela Typhi, la viruela, el sarampión, la tuberculosis, la lepra, el paludismo, la fiebre amarilla, el sida y la Covid-19. Estas afecciones y otras menos alarmantes se han llevado por delante a  centenares de millones de personas. De modo que podemos decir sin temor a equivocarnos que las epidemias y las pandemias ni son nada nuevo ni dejarán de sorprendernos en el futuro.

Como tantísimos otros, creí y utilicé reiteradamente el mantra universalizado en 2020 que decía: «nada será igual tras la pandemia». Parecía inevitable que tamaña catástrofe, causante de la muerte de entre quince y veinte millones de personas en el mundo, marcase nuestros recuerdos y cambiase nuestros hábitos, parecía que la epidemia señalaría la frontera entre dos vidas diferentes. Menos de un lustro después, tanto quienes suscribimos aquel mantra como los que lo rechazaron, comprobamos que apenas ha cambiado nada, incluso a veces parece que ni existió. La realidad, con su peculiar tozudez, demuestra que persiste paradójicamente lo que hubiese sido aconsejable y hasta saludable transformar, o al menos cambiar, y viceversa. Sí, se desvanecieron por completo los grandes propósitos forjados durante el apogeo de la enfermedad. De ahí que algunos opinen que la pandemia no solo no ha contribuido a que aprendiésemos determinadas lecciones, sino que, por el contrario, ha logrado que hayamos empeorado en algunos aspectos. Así, por ejemplo, el pensador francés Pascal Bruckner entiende que ahora vivimos confinados en nosotros mismos y en nuestros temores. En su opinión, el confinamiento ha alumbrado a una nueva generación de hombres y mujeres perezosos, con miedo a salir de casa, a amar y a exponerse a la vida, asegurando que la Covid-19 ha revelado en el mundo occidental una alergia al trabajo. Las generaciones más consentidas ya no quieren trabajar, y la contrapartida es la inmigración. Una opinión que puede ser discutible, pero que comparten pensadores como Alain Finkielkraut, André Glucksmann, o Bernard-Henri Lévy.

En opinión de Bruckner parece como que se haya impuesto la idea de que el trabajo es algo indigno que nos priva de nuestra vida real. Arguye que con esa actitud la gente gana menos y las sociedades se empobrecen. En consecuencia, Europa se adentra en un empobrecimiento provocado por las malas decisiones políticas, y por esta idea de los jóvenes de trabajar menos, pero conservando las ventajas sociales que proporciona el Estado del bienestar. Asegura que tomando esa deriva Francia va camino de ser Grecia.

Los actuales ciudadanos del mundo occidental estamos desacostumbrados a las epidemias, pese a que no hace demasiadas décadas que formaban parte de nuestro universo cotidiano. Desde hace más de medio siglo, con vacunas y antibióticos de dispensa generalizada hemos mantenido a raya a casi todos los patógenos, incluido el coronavirus. No pueden decir lo mismo decenas de millones de ciudadanos de otras latitudes que sufren en sus carnes una infección tras otra: cuando no es el Covid-19 es el SIDA, o el Ébola, la malaria, el dengue, etc. Sin rebasar el perímetro del término municipal de Alicante, ojeando un pequeño opúsculo redactado por el médico Martínez San Pedro a principios de los años setenta, con el título Apuntes históricos sobre las epidemias en Alicante, contrastaremos que en la «terreta» las afecciones epidémicas se remontan a la época cartaginesa, aunque la memoria fehaciente de la más antigua de ellas no va más allá de la peste europea de 1340. Desde entonces hasta la epidemia de gripe de septiembre/octubre de 1918, última recogida en la mencionada publicación, se han sucedido decenas de epidemias de toda índole que mermaron la población de la ciudad y produjeron gravísimos quebrantos a sus habitantes.

Una vez más, la última pandemia se extinguió y con su final llegó el olvido, tal vez el arma más eficaz de que disponemos las personas y el conjunto de la sociedad. Borramos y luego construimos un recuerdo de/con lo que pasó. Con frecuencia se trata de una evocación sesgada que olvida preservar las lecciones que debimos aprender y creímos aprendidas, pero que no lo están. Mencionaré solamente dos porque el listado completo es abultado. Por un lado, la epidemia nos hizo especialmente conscientes de la importancia que tiene la familia (recordemos que nos juramentamos para impedir de una vez por todas el abandono de los mayores confinados en residencias, que más que tales acabaron siendo auténticos muladares). Cuando casi ha transcurrido un lustro desde aquella tragedia y todavía están en plena efervescencia y sin resolver los litigios judiciales emprendidos por los familiares de algunos mayores maltratados y abandonados, podemos preguntarnos: ¿en qué ha cambiado la situación?, ¿qué sucedería si en los próximos años se debiese afrontar una contingencia parecida? Por otro lado, la Covid-19 permitió contrastar lo que algunos ya sabíamos: que las revoluciones en medicina son posibles. Supimos que trabajando en común la comunidad científica puede hacer cosas maravillosas, como habilitar una vacuna en menos de un año, cuando la demora habitual alcanza un intervalo de entre 5 y 20 años. La pregunta en este caso sería: ¿Por qué no exploramos esta senda virtuosa en otros ámbitos igualmente lacerantes y mórbidos como las enfermedades neurológicas, el cáncer, la diabetes o las neumopatías crónicas?

En fin, la eterna paradoja lampedusiana: «Se vogliamo che tutto rimanga come è, bisogna che tutto cambi».