viernes, 9 de febrero de 2018

Tómbola de caridad

Busco alguna explicación y no la encuentro. Desconozco por qué hoy, ocho de febrero, casi sesenta años después, viene a mi mente, nítidamente, la imagen de la Tómbola Valenciana de la Caridad, una especie de lugar “sacro-laico” al que concurríamos mi madre, mi hermana y yo cada vez que viajábamos a la capital para visitar a algún médico, porque jamás fuimos allí para otra cosa. Quizá deba darle la razón a Juan Marsé y a Luis Landero cuando aseguran que la infancia es para muchos una fuente de inspiración. Verdaderamente, ¿quién no guarda innumerables recuerdos de una etapa tan determinante de la vida? Algunos pertenecen a la memoria consciente, y otros muchos llenan la memoria inconsciente. Olores, sabores, sonidos, visiones, experiencias… Asombro es, tal vez, la palabra que mejor define esa primigenia percepción del mundo que en ese momento evolutivo se nos ofrece esencialmente ignoto. Parece estar ahí, esperando a que lo descubramos. Cada vez tengo menos dudas de que somos quienes somos porque fuimos los niños y niñas que fuimos. La infancia, como dice Landero, es para siempre. Yo también lo percibo así.

Recuerdo, por seguir con el ejemplo, los viejos paseos por el entorno de la Plaza de la Virgen, cuando mis inofensivos y fascinados ojos miraban la basílica de la Mare de Déu dels Desemparats, la Seu, el Micalet, el palacio arzobispal… Por cierto, este último, un horror de arquitectura folklórico-franquista –según aprecio que hice años después– característica de los años del nacionalcatolicismo, que tantas desdichas incitó y provocó en el urbanismo y en la educación de la capital del Regne, y en casi todos los lugares del país.

Precisamente el actual ocupante de la sede arzobispal, uno de los cuatro o cinco obispos valencianos que han detentado semejante privilegio en los seiscientos años transcurridos desde la institución del arzobispado en tiempos de los Borgia, parece la mar de satisfecho prolongando la inquebrantable coherencia ultraconservadora que refrenda la historia de tan magna católica, apostólica y romana corporación. Una sede, la valenciana, a la que dieron enjundia y solera sus tres primeros arzobispos: César Borja, hijo de papa, y sus dos primos Joan de Borja y Pere Lluís de Borja, cardenales. Un ejemplo paradigmático del nepotismo y el clientelismo imperante en los años en que alboreaba la Edad Moderna, cuando todavía no se habían cuestionado de verdad las mejores prácticas feudales.

Con don Alfonso de Borja, obispo de Valencia, posteriormente conocido con el nombre de Calixto III, arranca el origen de la familia que con el tiempo se revestiría de los más preclaros timbres de nobleza, de poder y de influencia, enlazándose con príncipes, magnates reales y próceres del más rancio linaje nacional y extranjero, dando pábulo a las leyendas más delirantes, haciendo correr ríos de tinta y dejando para la posteridad un patrimonio material envidiable. Un debut, todo hay que decirlo, sin seguidores, porque de los más de cuarenta arzobispos que han sido designados tras él, hasta hoy, apenas media docena son valencianos. Históricamente, los arzobispos valentinos han sido metódicamente castellanos, fieles servidores del monarca o del dictador de turno.

Dando un inevitable salto histórico, para no hacerme excesivamente pesado, me transporto a los años cuarenta del pasado siglo. En 1946, es nombrado arzobispo de la diócesis Marcelino Olaechea y Loizaga, franquista y vasco. Apenas un año después de su toma de posesión crea un banco y un patronato, naturalmente bajo la advocación de la Virgen de los Desamparados, para la construcción de viviendas “higiénicas”, de renta reducida, que debían acoger a parte de la multitud de emigrantes que llegaban a la ciudad. Una decisión que secunda, con siglo y medio de retraso, los esfuerzos de los higienistas decimonónicos por facilitar el cambio de los hábitos y las condiciones materiales de vida de los obreros en aquellos pretéritos tiempos de la revolución industrial, que tan esquiva resultó a este país. El hacinamiento y el caos urbanístico que vivieron las ciudades industriales en la primera mitad del siglo XIX, encontraban ahora su réplica en una ciudad, tradicionalmente agrícola, que amparaba una legión de inmigrantes que le hacía crecer a un ritmo mucho más rápido que la construcción de viviendas. De ahí que, en 1948, el Patronato levantase los primeros grupos en Tendetes y Patraix, y un año después en Benicalap. En 1951 ve la luz el proyecto estrella de don Marcelino, como no, el barrio de San Marcelino, que con 530 viviendas fue el grupo más grande de cuantos construyó el Patronato. El dinero para llevar a cabo estos proyectos lo consigue, presuntamente, con la famosa tómbola, que funda en 1948 e instala en la plaza de la Reina, y por la que se le empezó a conocer como el arzobispo tombolero, trocándose popularmente sus apellidos en “tombolaechea” y “dinerolohaga”. Le sucedió otro obispo franquista y navarro, García Lahiguera. En fin, salvando algún buen hombre, como Roca Cabanilles, lo de la diócesis valentina es históricamente memorable.

Más allá de este excurso que, la verdad, no sé por qué lo he emprendido, me pregunto: ¿qué pensaríamos aquellas paupérrimas criaturas cuando visualizábamos, asombrados, un conjunto monumental tan portentoso como el que acoge la diócesis valentina? ¿Qué pensaría mi madre cuando decidía comprar aquellos boletos de la tómbola episcopal? Daría cualquier cosa por poder preguntárselo.

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