domingo, 19 de noviembre de 2017

Lecciones no aprendidas

Hace pocas semanas que Manuel Valls, el denigrado y vilipendiado exprimer ministro francés y exsecretario general del PSF, ofrecía en el suplemento Ideas, del  diario El País, algunas impresiones sobre el libro de Gilbert Grellet, que salía a la venta a primeros de este mes de noviembre con un largo título: Un verano imperdonable. 1936: la guerra de España y el escándalo de la no intervención.

El comentarista, abundando en un asunto trillado, exponía ciertas consideraciones acerca del significado de la Guerra Civil y de sus vínculos con la subsiguiente Guerra Mundial que, en mi opinión, nada añaden a lo que otros han reiterado pródigamente. A partir de ellas, deducía algunas conclusiones sobre los cicateros posicionamientos adoptados por su país y por el Reino Unido, de Winston Churchill, que fueron determinantes para el desenlace de la tragedia española. Por otro lado, les oponía con vehemencia el espíritu de resistencia que representaron gentes como Malraux y otros, que, en su opinión, representan la antítesis de aquella impresentable determinación.

Aún siendo sustanciales estas reflexiones –dado que apuntan a la parte nuclear del problema– no son precisamente el asunto que hoy me interesa. Lo que retengo del argumentario de Valls, lo que concita mi atención, son los párrafos finales de su artículo en los que detalla algunas lecciones que deben extraerse de cuanto sucedió en aquel lejano verano de 1936. Y me interesan particularmente porque son enseñanzas no aprendidas que, lamentablemente, en mi opinión, están de plena actualidad.

Alude, en primer lugar, a la ineludible obligación de ser lúcidos que tienen los responsables políticos y que debería requerírsenos, también, a todos los ciudadanos. Concuerdo con él en que una de las  principales enseñanzas que nos legó el verano del 36 es que no debemos acomodarnos en los brazos de la complacencia que producen las posturas evidentes. No se puede sucumbir al desahogo que proporcionan las soluciones de conveniencia. Al contrario, hemos de esforzarnos en practicar el discernimiento crítico, con tesón, incluso cuando conlleve enturbiar las relaciones con nuestros socios y colegas, y hasta cuando propicia los desacuerdos y las rupturas con los aliados. No pueden traicionarse los principios, ni siquiera cuando los demás están determinados a hacerlo. De manera radical y sin ambages. Políticos y ciudadanos estamos obligados a empeñar nuestras capacidades cognitivas, nuestros recursos analíticos y reflexivos, en examinar rigurosamente las situaciones y en enfocar los problemas, aunque ello signifique ir contracorriente. Hemos de activar los reflejos y la capacidad de reacción en los momentos de tensión y/o de incertidumbre para tratar de asegurar la mayor coherencia entre las acciones y las convicciones. Ser lúcido no equivale a ser docto o erudito, significa, simplemente, ejercitar la capacidad de razonar y comprender con sensatez, claridad y premura. Dicho de otro modo, esforzarse por tener activadas permanentemente la perspicacia y la sagacidad en lugar de sucumbir a la acomodación y al conformismo.

La segunda lección apunta a la intransigencia. Una actitud que no afecta igual a las ideas que a los principios, que es sana y valiente, y que debe  ejercitarse frente a la razón y/o la fuerza del poder, especialmente cuando éste se manifiesta con arrogancia y/o estupidez. Concuerdo con Valls en que se puede y se debe debatir sobre cualquier idea, pero no sobre determinados principios. Para su defensa no cabe otra actitud que la intransigencia. Inequívocamente, se debe ser intransigente con quienes cuestionan la dignidad del ser humano o su libertad individual, con quienes niegan la igualdad de todos o la solidaridad. Es irrenunciable combatir las anomalías que arremeten contra el humanitarismo, como es ineludible defender los valores cívicos: la igualdad, la honestidad, la integridad, la abnegación, la laboriosidad, el activismo político y, en general, el compromiso con la suerte de los demás. Todos ellos son principios situados en las antípodas de la ambición, la ostentación o la avaricia, del cinismo, la cobardía, la extravagancia o el lujo, anomalías, todas, que alimentan las actitudes opresivas y la corrupción.

La tercera lección alude a eso que retóricamente se conoce como “altura de miras”. Algo de lo que carecieron las llamadas “potencias occidentales” cuando con su tibieza e indefinición propiciaron la gran farsa de la “no intervención”. El recelo del Foreign Office y el ‘mindungueo’ francés facilitaron y consintieron que Alemania e Italia apoyaran sin reservas la causa de los sublevados. Obviamente, no por convicciones filantrópicas sino porque tenían la mirada puesta en “mayores empresas” que estaban por llegar, para las que se preparaban intensivamente utilizando el magnífico banco de pruebas que les ofrecía la Guerra Civil. La tríada que completó la Unión Soviética, tan desleal a los principios de la no intervención como cicatera y rácana en la ayuda a sus camaradas republicanos, no tiene parangón hasta hoy. Como dice Grellet en su libro, todos adoptaron actitudes y disposiciones imperdonables, sin paliativos. Actitudes y acciones que les condenan ad eternum, sin remisión posible.

Los demócratas, las gentes con convicciones, debemos intentar aprender y sacar provecho de las lecciones que nos ofrece la Historia. Esta nos enseña que sucumbir a los intereses inmediatos y a las actitudes egocéntricas nos convierte en seres miserables, capaces de desplegar conductas tan imperdonables como las mencionadas. Los demócratas estamos obligados a no retroceder, a no abandonar nunca y a esperar siempre porque, si nos vence la tibieza, habremos fallado estrepitosamente como lo hicieron las viejas potencias europeas. Nuestra determinación será, entonces, tan imperdonable como la de quienes propiciaron el abandono del proyecto republicano en las fauces de los implacables golpistas.

No hay comentarios:

Publicar un comentario